Altagracia en el río

Altagracia en el río

Cómo me dan envidia esos niños flacos chapoteando en el río, y yo aquí, sosteniendo la silla para que atoren los adornos. Si fuera alguna de las otras fiestas hasta yo me treparía en la silla, le daría su pasadita con la escoba a la enramada. Temprano iría por los refrescos para que me diera tiempo de bañarme, cortaría un ramito de buganvilias y me lo pondría en el cabello, usaría uno de mis vestidos con flores; bailaría toda la noche con las chamacas bajo el árbol de nanche adornado con papeles de colores. Lo bueno es que ya no tardan en venir por sus hijos chimuelos, en cuanto el cielo va perdiendo calor, los niños comienzan a ser llamados en sus casas. Cada año nos guardan más tarde según vamos creciendo, este año ya voy a ver cuando bajen las mujeres.  

Qué bonito nos quedó el puente con los listones que le amarramos. Ya quiero ver a todos bajando las escaleras, sacando los ojos por lo bonito que quedó. Allí vienen los hombres, no muestran tanto entusiasmo como me hubiera gustado; cruzan el puente con sus caras serias pero de miradas amables y toman asiento, usan camisas de manta y huelen a hierbabuena con tabaco. Nosotras, las que aún no somos mujeres, pero ya no somos niñas; servimos el mezcal y le damos tragos a escondidas mientras ellos juegan dominó. Los puntos en las fichas me recuerdan los lunares de mi mamá y la imagino soltando su cabello frente al espejo, pienso en todas las mujeres del pueblo viéndose a los ojos mientras el cabello les acaricia la espalda. Después de un rato, sabemos que han dejado sus casas porque el río trae consigo olor a mujer de costa perfumada con vainilla.

Detienen su trago cuando las ven en el borde, sus mujeres bajando por la vereda. Al llegar al puente ellas se desnudan y descalzan antes de cruzar. En el silencio los papeles de colores bailan y los escucho, mamá llega hasta mí, desliza una mano sobre mi cara y con la otra me quita el peso de la jarra con mezcal. Huele a vainilla, me sonríe y me calienta el pecho. De mi cuarto no se ve nada, o nunca he intentado ver.

Tomadas de la mano cantan a la orilla del río hasta que el movimiento deja de existir. Los papeles, las ramas del nanche, los listones, la corriente, el canto de los grillos y la humedad de la tierra se suspende. Altagracia emerge del río, se levanta como iglesia en medio del agua y los hombres bajan la cara sin poder soportar o abandonar la divinidad de su presencia que los reúne con miedo para adorarla.

Altagracia, se abre para sus hermanas, las dota de pasión, les llena el pecho con ganas de sentirse vivas, besa sus labios para enseñarles canciones, pone en sus manos fertilidad para ser empleada como ellas quieran y ellas, con los ojos cerrados se dejan hacer, con las mejillas coloradas por todas las bondades entregadas, flotan un rato sobre el agua. Los hombres encienden la leña, ponen el té limón al fuego, cantan en un lenguaje muerto motivados por las miradas de Altagracia, que se sienten como caricias en la nuca.

Cuando salen del río las mujeres beben el té limón, mientras sus hombres les secan los cabellos. Toman mezcal todos juntos y bailan sin música en el momento suspendido. Altagracia se hace borrosa entre las pestañas de quienes caen dormidos, arrullados por el baile de los adornos que parece cada vez más sonoro.

El cielo se aclara, poco a poco regresa el movimiento. Ellos duermen todo el día y nosotros nos bañamos en el río de nuestra señora.

 

marianela@adncultura.org