Dos poemas de Alfonso Orejel

Dos poemas de Navidad

Una esfera

 

Fue aquél año 68,
en el esplendor de mi inocencia,
- aún no residía en mi corazón
este gusano hambriento
que ahora lo socava-;
las luces de colores en las calles
disputaban la noche a las estrellas;
no estropeaba nuestro sueño
un esmirriado y moreno santaclós
(siervo de una Benavides);
crecía en una esquina de la sala
un pino ostentando sus alhajas:
burbujas y focos parpadeantes
y una hermosa esfera que jugaba
a deformar mi rostro de 7 años.
Aquél árbol era el soberano
que derramaba su olor y convertía
en seres generosos a las piedras.
La Navidad era un milagro
al imponer una tregua prolongada
con mis enemigos naturales:
Mino y Nacho, mis hermanos,
estupendos actores infantiles
en plena era decembrina.
Teníamos encima la mirada
del rollizo mandamás del Polo Norte
que ese mes pesa más que la de Dios.
Pero a ambos no les importaba
cómo entraría el viejo Santa Clós
si prefería bajar por chimeneas.
Preocupaba más que su vejez
no traicionara su memoria
y olvidara traer algún juguete.
Trabajábamos hasta las doce o una
en El Competidor, abarrotado,
y a intervalos echábamos miradas
al hermoso árbol navideño
que disimulaba su secreto.
Luego mamá nos obligaba
a refugiarnos en las camas
- bajo aquellas cobijas de franela
que recuerdo hoy con estos ojos
a punto de inundarse -
y apagaba la luz de nuestro cuarto.
Fugitivos de la oscuridad,
espiábamos el árbol de puntillas
pero nunca lo atrapamos in fraganti.
Hasta que el cansancio derrotaba
a la dicha de encontrarlo.
Al día siguiente, muy temprano:
- Aquí estuvo- dijo Nacho, con voz grave
al ver aquel reguero de regalos.
Una emoción semejante nunca tuve
como aquella Nochebuena del 60
tal vez porque mi ojos eran otros
y mi corazón era un pájaro asombrado.
A veces miro un árbol de Navidad
y siento un impulso irresistible.
Me asomo a una esfera y aún me mira
aquél niño de sonrisa deformada.

 

 

 

 

24 de diciembre de1971

 

Tres años más tarde
- 3 hermanos y una abuela muerta -
no creía yo ya más en Santa
pero me mordía los labios
para creer al menos una vez
y convencer a mi madre
que mi fe seguía intacta
como el betún blanco del pastel
que mi dedo a hurtadillas profanaba.
En un santuario ella convirtió
nuestra casa con aquellas veladoras
que iluminaban el sendero de regreso
para sus muertos más amados.
Platicaba en la sala con Lucina
que desde su retrato en la pared,
la oía sin un sólo parpadeo,
le echaba la bendición a Juan
por si decidía cruzar el puente
que divide a la vida de la muerte,
o preparaba tortas de camarón
bajo los susurros de la abuela.
A granel la fe se derrochaba
en esa casa donde los muertos
nunca se resignaban
y mamá les ponía velas o pelotas
para que ignoraran su inasible
sustancia de fantasmas.
En la escuela como un héroe resistía
- avergonzado a mis diez años -
el embate de los detractores
del viejo y robusto Santo Clós
y estuve a punto de traicionarlo
al sentir por mi cara resbalar
sus verdades como un escupitajo.
Volví a casa con las huellas
de aquella batalla que perdí
años atrás, cuando murió
Juanito a sus ocho años
entre los brazos de mamá.
Ni la Virgen de Guadalupe
- a quien personalmente
se lo encomendó - quiso salvarlo.
Y sólo yo advertí en sus ojos
ese páramo, esa desolación.
- ¿Qué me traerá Santa Clós,
mamá, esta Navidad?
Ella volvió desde la lejanía
donde solía permanecer
y disimulando su tristeza
- aferrada con las uñas a su fe
y temerosa de que perdiera la mía -
me dio una cálida respuesta:
lo que quieras, mi niño,
lo que quieras.