El canto a la muerte, de Miyó Vestrini

En el patio de Miyó Vestrini cabe una muerte con el cuerpo encorbado

Marie-José Fauvelle Ripert, mejor conocida como Miyó Vestrini (1938 – 1991) fue una voz poética capaz de soportar el peso de la muerte y la degradación del cuerpo en su vida y en la literatura. Fue escritora y periodista venezolana, fungió en la literatura a través de la poesía y la narrativa, también sobresalió en el periodismo de su país; en su paso por la literatura venezolana fue parte del colectivo Apocalipsis en la ciudad de Maracaibo, así como editora de la Revista Criticarte.

Considerada una de las escritora destacadas de Venezuela durante el siglo XX por sus obras: Las Historias de Giovanna (1971), El Próximo Invierno (1975) y Pocas Virtudes (1986). Tras su muerte salió un libro de poemas inéditos llamado: Valiente Ciudadano (1994). Hasta el día de hoy su obra es una escalinata en el cual el tema se centraliza en la muerte, contemplada desde un pensamiento femenino. Sus obras sobreviven por el poder de su voz poética, la fuerza de sus palabras (que en aquella Venezuela de 1950 la voz femenina no tenía un lugar, ni un reconocimiento), a su fanatismo a la muerte como un hecho, no como deidad, y las marcas del tiempo que agotaron su cuerpo.

Con su libro póstumo Valiente Ciudadano (1994), sus fuerzas se sienten escasas ante la constante muerte que maneja en sus anteriores libros, en estos poemas Miyó Vestrini ruega a un Dios por una muerte rápida, efímera, así como la degradación de su cuerpo ante la maternidad y los vacíos que dejará a su hijo, como el tiempo, la violencia, la vida cruda de un mundo en desgaste.

A continuación te compartimos poemas del libro Valiente Ciudadano (1994), de la poeta Miyó Vestrini:

Valiente ciudadano

A María Inmaculada Barrios

 

Morid con el pensamiento

cada mañana y ya no

temeréis morir.

(Tratado Hagakure)

 

Dame, señor,

una muerte que enfurezca.

Una muerte tan ofensiva

como a los que ofendí.

Una muerte que soporte la lluvia

de Santiago de Compostela,

y de paso,

mate a los que me ofendieron.

 

Dame, señor,

esa muerte de la intemperie

que sorprende y tranquiliza.

Haz que esté largando mocos y lágrimas,

suplicando piedad

y deseando muerte ajena.

 

Haz, señor,

que aquel hombre con piel inédita

reconozca en mí al animal de los olivares.

Que su cuerpo pese sobre el mío

y haga dulce

la entrada al fuego.

 

Te prometo haberlo visto todo.

La misma culpa con la que nací,

el mismo furor.

Haz, señor,

que esté escuchando a Vinícius de Moraes

y a Maria Bethânia

y prometiendo que mañana,

lunes,

me inscribiré en un curso para aprender brasileño.

 

Que venga la muerte

cuando descubras en mí

alguna oculta intención de poder

y cuando sepas,

por tus informantes,

de mis maniobras para pasar a la historia.

Cuando te digan, señor,

que he agotado todos los recursos de la fatiga

sin pedir clemencia,

entonces, señor,

dame duro.

Haz que este golpe que tengo en la frente

por abrir puertas a cabezazos

se ponga

rojo,

latiente,

doloroso.

 

Supongamos, señor,

que eres el Big Bang.

Que ningún territorio escapa a tu vigilancia.

Que los hot-dogs son tema de tu predilección.

Que tu deseo de mí es parte obscena

de tu personalidad.

Entonces, señor,

examina mi estómago abultado

por los espaguetis de Portofino

por las favadas del Guernica

por los pasteles de coliflor de mi madre

por los largos tragos de cerveza y ron.

 

Espía, señor, los rostros de mi espejo en el espejo,

yo , la pusilánime astuciosa

la del dedo en el aire

abanicando a la aburrida concurrencia.

 

Podrías venir al cine, señor.

Veríamos Brazil,

La vaquilla,

Un día de campo,

El cartero y Gatsby.

Me escucharías

sacudida por la risa

y el temor.

 

Permíteme, señor,

contemplarme cómo soy:

el rifle en la mano

la granada en la boca

destripando a la gente que amo.

 

Acuéstate conmigo en la madrugada, señor,

cuando mi respiración es un golpe de piedras

en la corrient del río.

 

Y verás como nada,

ni siquiera la leche de tus cantares,

puede darme una muerte que me enfurezca

 

***      **      ***

 

Animal de ocasión

 

He tenido que compartir mi lugar.

Nadie me ha raptado

para llevarme al suyo.

No tengo África mía mis espaldas,

ni olas,

ni ollas,

ni una calle en el centro de Dublín.

Sólo he estado allí,

con pocas palabras

y pobres gestos

y pobre cuerpo.

Aprendí al mismo tiempo La Marsellesa

y el Himno al árbol.

Tuve que leer a Rimbaud y a Andrés Eloy.

Tomé scotch y beaujolais,

con tequeños y caracoles y borgoña.

Alguien descubrió el mundo por mí

y me dejó tirada a mitad de camino

entre el sol

y la niebla.

Mis hijos fueron blancos

y los hombres que amé,

negros.

Ahora descubro que mientras estaba interna

mi madre escribía cuentos eróticos

y mi hermana entraba en trance con un mecánico.

La plaza del pueblo todavía espera por mí

y me contempla

asomada a la ventana

tratando de apurar la noche.

Mis dedos tienen el color del sebo

y soplo para aliviarlos.

Me leen a Víctor Hugo en voz alta

para que aprenda francés

y todavía no se quién es Ismael Rivera

y Luis Alfonso Larraín.

Vete a la mierda,

me dijo mi madre

cuando le reclamé todo esto.

Se dio vuelta hacia la pared y murió.

Ocupé su sitio

detrás de la mesa

y dejé que peinaran mi cabello.

 

***       * *      ***

 

Caricia

 

La mitad de lo que le ocurra a mi hijo,

será culpa mía.

Qué bien.

Lo dijo así,

recubierta de collares y lunares,

veinticuatro horas después de enviarte a París,

para que aprendieras un idioma

y sugieras lo que es estar lejos de casa.

Llegar hasta mí

tu rostro de adolescente despeñado,

levantado hacia un profesor ansioso de enderezar

a este pequeño viejo rico.

Hay que ser fuerte,

te dicen:

sólo si lo eres tendrás derecho a cumplir

dieciocho años

y oler la cocaína que quieras.

Y vomitarte sobre la vajilla de tu madre

en la cena ofrecida

para celebrar tu regreso.

Por ahora,

te sacude el frío en el dormitorio de los grandes

y aprietas la medalla que te regaló tu novia

en el aeropuerto.

No he terminado contigo, decía la tarjetica,

prefiero que lo hagan otros.

Y firmaba:

mami que te quiere.

Te sacaron de la galería de espejos

para que no rompieras el diseño de la arquitectura holandesa.

Aun antes de tu llegada

ella sufría de baby blues

porque,

¡ay!, gemía,

no estaba preparada para ser madre.

Ahora eres tú,

quien no está preparado para ser hijo.

Odias lo que está bien,

odias lo que está mal.

Estás perdido entre el Pere Lachaise

y la rue Delambre.

No hay suficientes recuerdos como tú quisieras.

Ya juegas con la inmortalidad:

pobre rata,

qué poco vales en la apuesta,

te gritan los transeúntes a la caída del sol.

Miras el papel higiénico

impregnado de tu caca de niño triste.

De niño malo

enviado a París con recuadro en el cuello:

menor viajando solo.

 

***      **      ***

 

Zanahoria Rallada

 

El primer suicidio es único

siempre te preguntan si fue un accidente

o un firme propósito de morir

con fuerza,

para que duela

y aprendas a no perturbar al prójimo.

Cuando comienzas a explicar que

la-muerte-en-realidad-te-parecía-la-única-salida

o que lo haces

para-joder-a-tu-marido-y-a-tu-familia,

ya te han dado la espalda

y están mirando el tubo transparente

por el que desfila tu última cena.

Apuestan si son fideos o arroz chino.

El médico de guardia se muestra intransigente:

es zanahoria rallada.

Asco, me dice la enfermera bembona.

Me despacharon furiosos,

porque ninguno ganó la apuesta.

El suero bajó aprisa

y en diez minutos,

ya estaba de vuelta a casa.

No hubo espacio dónde llorar,

ni tiempo para sentir frío y temor.

La gente no se ocupa de la muerte por exceso de amor.

Cosas de niños,

dicen,

como si los niños se suicidaran a diario.

Busqué a Hammett en la página precisa:

nunca diré una palabra sobre tu vida

en ningún libro,

si puedo evitarlo.

 

***      **      ***

 

La mayoría

 

Es cierto que en abril los lirios se pudren,

el trigo crece

y se mancha de sangre las dormilonas infantiles.

Todos nacimos en abril:

niños,

supimos que obedecer implicaba paz.

Adolescentes,

descubrimos el valor de la rendición condicionada.

Finalmente,

no morimos en el intento.

Ahora somos sumisos y secretos,

gordos de ojos saltones

y carnes blandas.

Preparamos palabras suculentas

que pasan por el molinillo de carne,

y un perro, bien ducado,

espera para engullirlas.

Recién cogidos desafiantes,

meados a destiempo

y solemnes imberbes,

ocuparnos el primer lugar en las encuestas.

Somos lo que llaman,

la mayoría.

 

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Vestrini, M. (1994). Todos los poemas. Caracas, Venezuela: Melvin.

 

 

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