Los libros tímidos, por Ricardo del Carmen

Los libros tímidos

La entrada del parque Papagayo, por las fuentes, hacia la derecha, te llevaba (ya hablo del pasado) casi inmediatamente a una especie de parada de autobús. Esta parada era gris metálico, hecha en esencia de metal con pequeños estantes en los lados llenos de libros. Esto es el Paralibros. Esto era el Paralibros Papagayo. Aparecía discreto, tímido entre la grandeza de los árboles, de los arbustos que bordean el camino y del fondo verde que terminaba con un barco en un cuerpo de agua verde.  Verde por todos lados: no hay otra manera de ser parque. Tímido como era, el Paralibros era descubierto con sorpresa por aquellos transeúntes que tenían la única intención de descansar. Libros protegidos por la transparencia de las vitrinas. La señal de parada venía de su guardián, un hombre delgado, ágil y amable como las buenas cosas, que se llama Marco Antonio Luna. Marco salía al camino con un libro y preguntaba si te gusta tal o cual cosa. Si alguien se sentaba en las bancas distribuidas por el camino, Marco llegaba (con un libro), y accidentalmente lo dejaba. Si alguien lo tomaba y lo hojeaba, se acercaba con paciencia y preguntaba si le había gustado o si ya lo había leído. La mayoría de los libros eran para niños y adolescentes, pero quienes más los leían eran los adultos.

Así, con el tiempo, en medio del caos citadino, muchos fuimos descubriendo que ahí estaba Marco y el Paralibros con sus libros tímidos; los libros que podían irse a casa o hacer menos implacable la espera. Ahí estaba (está), como estuvo el del zócalo, al que le rompieron los vidrios y le robaron sus libros. Como estuvo el Centro de Lectura Carlos Fuentes, que ahora espera que sus maderas se pudran a cinco metros de las oficinas de la Secretaría de Cultura del Estado, en Acapulco. Pequeños oasis inesperados muriendo en el estiaje político. Los Paralibros nacieron de alguna política de estado, de alguna estrategia de promoción de lectura, de algún compromiso en materia de cultura que, como suele suceder en política, se olvidaron. Los que siguieron vivos estuvieron acompañados por un enorme componente de amor al arte, pero a veces, como sabemos, todo el amor se acaba. Marco Luna mantuvo a flote el del parque, se hacían lecturas de obra, lecturas colectivas, presentó conferencias, mesas de discusión, lecturas especiales; organizó incluso dos ferias del libro alternativas después de que se cancelaran en el gobierno de Evodio y de que el nuevo (Adela Román), mostrara poco interés. Marco también colabora en la biblioteca Guerrero 2000, que desde el mes de octubre del año pasado se quedaron sin luz, porque el gobierno municipal no ha pagado la cuenta.

La remodelación del parque Papagayo incluye declaraciones de hacerlo un espacio para la cultura, pero no dice cómo. (Hay que recordar que ahí también hay una biblioteca.) Para la mayoría de los políticos la cultura es un evento de masas, el circo del pueblo. Leer, no obstante, es un evento casi silencioso, diálogos y contrapuntos internos, un espacio lleno de luz, una ventana amplísima que apunta hacia las dudas. Leer nos cambia como nos cambian los años, a veces sin darnos cuenta. Cada palabra es un tiempo colocado en nuestro camino, si quieren, por designios de algún dios caprichoso. Es cierto que leer no siempre nos hace buenos, pero sucede algo en nuestro interior con la lectura que nos vuelve más conscientes de nosotros (individuo) mismos. De que hay algún lugar en el mundo para cada uno, como paquetes de galletas en un Oxxo esperando ser compradas, o, después de un tiempo, de que todo lugar me incomoda. (Prefiero a estos últimos.)

Hace poco veía un corto que se llama Mi amigo Nietzsche. Está en Youtube, es gratis. Pero se los cuento en corto: un niño (Lucas) con problemas en la escuela, en busca de un papalote encuentra Así hablaba Zaratustra. El niño se enfrenta primero al problema de un lenguaje casi incomprensible, y luego a un a lo inexplicable: rodeado de personas cuyo pensamiento está vinculado a lo mágico maravilloso (como la religión), poner en duda cualquier cosa, es el camino directo a ser considerado raro, diabólico o revoltoso.  Como Lucas no comprende lo que lee, decide tirar el libro en un carrito de basura; ahí aparece un hombre gordo y amable (también como las buenas cosas de la vida), le dice que es un libro difícil, pero que lo lea y que cuando no entienda, salga corriendo a preguntarle a alguien que pueda ayudarle. Lucas aprende a leer, mejora en la escuela, y de paso pone en aprietos a su profesora y a su mamá. La mamá tira el libro de Nietzsche porque le dice que es diabólico, se justifica en el bien y en el amor y el niño le responde: “_________”. Lucas sale corriendo y vuelve al basurero donde encontró el libro. Busca en los escombros, encuentra un libro, lo hojea, al final lee una frase que dice: “______, uníos”. Sí, la vida de Lucas cambia —esta es mi prognosis— con cada libro.

En la nueva remodelación del parque el director se ha comprometido a que el Paralibros seguirá operando. Ojalá. Este artículo es un antecedente de esa promesa. Pero también es un deseo constante de que, en el futuro que nos queda, haya espacios tímidos que nos ofrezcan un libro, que nos pongan en duda; que, como a Lucas, haya alguien, Guardianes amables como Marco Luna, que nos guíen, nos digan por dónde llegar a caminos más complejos y arriesgados. Que, en los días calurosos del puerto, hastiados, un hombre delgado y ágil se siente en nuestra banca y deje un libro sólo para recordarnos que nunca estamos solos, que si lo abres verás aunque sea un poco de ti.

Comments

Oralia Ramírez Cruz (no verificado), Lun, 20/01/2020 - 09:55
Es cierto, las páginas suelen ser a veces mejor compañía. Me gustó el artículo, saber que existen otras personas como Ricardo y Marco Luna que no escatiman en contagiarnos su gusto por la lectura e invitarnos a asomar el rabillo del ojo hacia la profundidad nuestra que se halla también en las páginas. Sugiero tengan cuidado con la edición, hay dos o tres erratas. Gracias por compartir impresiones así de chidas.