Narrativa y poesía de Alfonso Orejel para leer en casa

Para romper el encierro

Bueno, vamos a probar a mis posibles lectores. Ahora que por fin algunos conocerán a sus hijos o sabrán que se puede vivir sin futbol un fin de semana, les ofrezco dos libros - para empezar - de mi autoría: uno de cuentos llamado La balada del hombre muerto (para público en general, de preferencia de 15 años en adelante), y un libro de poemas llamado Palabras en sepia, también para público abierto. Tal vez nadie me los pida. Corro ese riesgo. Tomen en cuenta que aquí son gratuitos y si los adquieren físicamente, tendrán que desembolsar al menos 100 pesos. Todo sea por ayudar un poco abriendo las ventanas de la imaginación y para romper el encierro. Pongo aquí mismo las portadas de ambos libros. Anótense el que los quiera en el rectángulo de comentarios y envíeme su correo para mandarlos de inmediato. Por último, ambos libros obtuvieron un premio nacional.

HORA TERMINAL

U N O

La luz gotea desde las ramas del cerezo. Un viento suave mueve sus hojas. Por la persiana se desliza, tímido, el brillo de la mañana. Sobre la cama yace el enfermo respirando pausadamente. Tiene los ojos hundidos. Su vena atada a la sonda que le alimenta un líquido amarillento. Mangueras lo abastecen del oxígeno que sus pulmones débiles no pueden inhalar. La boca se halla entreabierta y le da un aspecto de pez muriendo de asfixia. Desde el extremo de la cama lo observa detenidamente. La mirada se humedece al cerciorarse de su lenta caída hacia la muerte.
Sabe que son sus últimas semanas, tal vez, días. El deceso es inminente y llegará tarde o temprano. Los doctores lo han vaticinado. El cáncer avanza minando su estructura interna, los tejidos se están volviendo polvo, y, por ello, no tardará en derrumbarse.
Desde hace tres días se ha convertido en el vigía que lo ve partir hacia la nada. Los artefactos a los que está conectado, el suministro de inyecciones, las revisiones periódicas de su presión arterial y los lavados de pulmón parecen infructuosos para detener la enfermedad. No hay mejoría y él se desespera al contemplar el estado en que se encuentra.
Mira el reloj. En cualquier momento pasará la enfermera a aplicarle el medicamento. Se hará a un lado para no estorbar la maniobra. Se recogerá en un rincón y quizás aproveche su presencia para ir al baño. El escalofrío lo posee mientras mira hipnotizado el chorro ruidoso cayendo en el ojo del excusado.
Lleva dos días en el hospital del Seguro Social y su estancia en la ciudad se prolongará alrededor de una semana más. El neumólogo pronosticó el fin en ese lapso aproximado. En la empresa en que labora le dieron un permiso indefinido. No todos los días se va a morir nuestro padre, comentó con torpe cortesía el gerente quien sabe que la institución se enaltece con ese tipo de generosidades.

Está triste. La tristeza que nace de manera natural de una relación cálida con aquel hombre que lo quiso y protegió desde su infancia. Un padre bueno, silente y afable que tuvo que trabajar el doble cuando su madre murió, en plena adolescencia. Lo recuerda por aquellas mañanas cuando salían a pescar y nunca capturaban algún pez importante pero para quitarse el sabor del fracaso pasaban por el mercado y adquirían un pargo o una lobina enorme. “¡No íbamos a regresar a casa sin un pez!”, decía con buen humor. Sonríe. Otra enfermera pasa frente a él y le devuelve la sonrisa.
Vuelve al área de terapia intensiva. La enfermera ha realizado su trabajo.
—Gracias, señorita.
—Si se le ofrece algo llámeme.
No distingue signo alguno de mejoría en el rostro demacrado del enfermo. Le preocupa la expresión dolorosa de sus gestos fugaces. Aquel sufrimiento le pertenece de algún modo. Sabe que el dolor ha maniatado su cuerpo. Imagina cómo el cáncer va royendo su entraña, silenciosa e inexorablemente. Su pecho es un manantial intermitente del que mana un dolor agudo que apenas se expresa en esos ayes que resbalan por la comisura de sus labios.
Lo ha visto mover, desesperado, la cabeza, una y otra vez, por el lento efecto de las medicinas, agobiado por esta fuerza que ciñe su entraña y que no cede. Se levanta de la silla para decirle a la enfermera que le aumente la dosis de analgésicos para mitigar el dolor. Se angustia al extremo de suplicarle al doctor que se encuentra de guardia que haga un poco más por él.
—No se preocupe. Así es esto. Tómelo con calma. Su papá siente dolor pero es el mínimo, créame. Hacemos todo lo posible por reducirlo a su nivel más bajo. Pero si sigue inquieto le administraremos un sedante más fuerte. No se preocupe.
Lo escucha, asintiendo con la cabeza. Mira su blanca silueta perderse en el fondo del pasillo.

Anochece. Desde las lámparas fluye una luz temerosa que palpa con lentitud el rostro de los enfermos. Se acerca a su padre. Acaricia su frente blanca que parece más amplia por la calvicie de los sesenta años. El cabello tan delgado como escaso es dócil ante los dedos que intentan peinarlo con suavidad. Tres grietas pronunciadas cruzan la planicie de esa frente de un extremo a otro. Bajo la nariz recta se halla un bigote que de manera natural se alinea brindándole una extraña dignidad a su cara decrépita.
Su padre se mantiene imperturbable. Busca en su cara un signo de aprobación que lo reconozca, un mínimo movimiento afectivo que le permita saber que su estancia tiene sentido. Pasan las horas, los días y aún no encuentra esa señal. Deberá tener mayor paciencia. Al fin de cuentas es su padre y la enfermedad no es una elección.

Había llegado con el propósito de acompañarlo en sus momentos últimos. Hacía cuatro años que no tenía contacto con él. Aproximadamente desde que se divorció. Ambos vivían solos y nadie hizo lo propio para acercarse al otro.
Sin embargo, él, como hijo, se sentía culpable. Por eso pagaría con el tiempo necesario aquel olvido. Esta era una buena ocasión para reivindicarse aunque aquél no estuviera consiente de ello. Pero no tardaría en abrir los ojos y enterarse de su presencia.
De ser necesario, lloraría todas las lágrimas que ha contenido durante estos años. Al fin de cuentas, los lazos de sangre mantienen un vínculo profundo, misterioso. Y de ese vínculo nacía aquella fuerza misteriosa que lo impulsaba a permanecer a su lado hasta el momento que fuera necesario. Estar a su lado le complacía. Era una demostración notable de afecto. Un ejercicio silencioso de sacrificio por el prójimo.

En aquel pabellón hay una larga fila de camas donde los enfermos terminales son atendidos por el personal médico, a quien impulsa más un sentimiento de compasión que la certeza de que la ciencia podrá hacer algo por ellos.
En todos y cada uno, las esperanzas de recuperación son remotas. Pero el hospital, en un alarde de innecesaria humanidad, los trata infructuosamente de arrebatar a la muerte.
Hacia la derecha un hombre cuarenta o cincuenta años languidece, quejándose por el dolor que le atraviesa el vientre. Su madre, una anciana pequeña, envuelta en un rebozo gris, le limpia el sudor que tiene en su frente y le trata de dar consuelo. Aunque son inútiles para sofocar el dolor, los movimientos de sus manos son delicados y transmiten un amor discreto y silencioso. El enfermo huele mal por la diálisis a que está sujeto su cuerpo. A la señora no parece importarle aquello.

Del otro lado se halla una mujer de mediana edad a quien le ha sido diagnosticado cáncer en los huesos. Está inmóvil. Sedada. Nadie la acompaña. Más allá se multiplican las camas de otros enfermos en condiciones similares. Este es el pabellón de los enfermos condenados al cadalso, de aquellos que avanzan en el trampolín que los conduce al fin y sólo les falta dar el último paso. Este es pasillo que su padre camina con los ojos cerrados.
La anciana absorta en la tarea de atender a su hijo cumple con la encomienda de vigilar la evolución de su salud. Después de acomodar la almohada, de alisar la sábana y cubrirlo hasta la cintura con la manta blanca, se sienta en la silla de Pepsi metálica y levanta la bolsa de ixtle para hurgar en ella. Saca un rosario con eslabones de plástico. Se acomoda el rebozo sobre la cabeza y, ajena a la gente que está alrededor, empieza a rezar.
Apenas un susurro resbala por su boca, como una queja, como un tímido lamento. La voz tiembla en sus labios. Los ojos se concentran en los puños que juguetean con las perlas. Él admira su devoción, la cándida confianza con que ofrece su voluntad a esa fuerza superior. La envidia. Aprieta la mano de su padre y cierra los párpados por unos instantes.

Del libro "La balada del hombre muerto

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REGRESO

Regreso a la casa de mi infancia
donde el único habitante es el silencio.
Miro el sol envejecido por el patio
sujetándose de las paredes.
Abro una puerta que se queja.
Adentro
gotea más lento el tiempo.
Sentada en el sillón
la soledad
hojea un álbum de fotos
con sus dedos amarillos.
Torpemente el espejo me sonríe
tratando de recordar
mi rostro.
Las grietas en la pared
y el susurro de la lluvia
me confiesan un secreto.
En el pasillo desolado suenan pasos.
Alguien me llama con palabras
que al sonar se convierten en ceniza.
Desde su eternidad cuadriculada
mis hermanos me contemplan
con un racimo de miradas muertas.
Allí está la ventana
donde arrojé aviones de papel
y sueños que devoró el olvido.
El gato flojo que consentía papá
se enreda entre mis pies
y maúlla con tristeza.
Esta es la hora
en que mi padre se despoja
de su ropa y de su nombre,
y es libre en la azotea.
Mirando esa ventana
Alicia soñó con ser un pájaro,
Tavo deseaba besar
a todas las muchachas,
Martín quería tatuar
el mundo en su mirada,
y Mino heredar el pie de atleta
de mi padre.
Por la persiana atisbo hacia el jardín.
Un abrazo reúne a dos ausentes:
mi madre muerta y el niño que no soy.

EUGENIO

La abuela
cerró las ventanas
y decidió no esperar más
al abuelo Eugenio.
Frente a la hornilla
amasó lentamente
un callado rencor
hacia los hombres.
Cada mirada que partía
de sus ojos
se desplomaba convertida
en piedra.
Cortaba las hebras de la carne
para hacer machaca
y el silencio se hacía polvo
entre sus dedos.
Con sus manos tapaba
los hoyos de las paredes
para impedirle al viento
se asomara.
Las tijeras aguardaron
siempre
debajo de su almohada.
Después de muchos años
sólo pudo querer a mi padre
que le decía:
—Doña Güeya,
hágame unas albóndigas.
Y: —¡Qué ricos están
sus frijoles caldudos!
Y mi hermano Lupe
pudo darle un poco de dulzura
a su mirada de Medusa.
Mi mamá, que desde niña
guardó silencio,
me puso Eugenio
para dejar de despreciarlo.
Porque el abuelo no tuvo
la gentileza
de volver a casa
a acariciar su cabello.
Espero que mi abuela,
al morir, haya podido,
al fin,
cerrar los ojos.

BORIS

Llegó a la casa
siendo un cachorro.
Llenó de pelos y lamidas
nuestras caras.
Mi hermano Martín
le puso Boris en honor
de un novelista ruso.
Pronto
marcó su territorio
de amarillo.
Era un león apacible,
un caballo en el que cabalgaba
dos pasos y caía de bruces.
A su lado
pocos miedos tuve
en mi niñez.
Ni siquiera su sombra
le fue tan fiel a mi padre
como aquel perro.
Babeante, vigiló
cada bocado.
A escondidas de mamá,
le arrojaba
trozos de carne
por debajo de la mesa.
Con el hocico descansando
sobre sus patas delanteras
me miraba
con ojos comprensivos.
Tenía una mirada
bondadosa
y una cálida lengua
que lamía el sudor
de mis mejillas.
Envejeció
mientras nosotros
empezamos
a mirar las piernas
a las niñas de secundaria
y eludíamos
los húmedos besos
de mi madre.
Conoció a las mujeres
que papá observaba
levantándose las gafas
y en su lomo a veces
él se secaba las manos
llenas de lágrimas.
Un carnicero
del mercado municipal
le quebró el lomo
con una chaira
soltando
una imbécil carcajada.
A rastras,
Boris
regresó a casa.
Mi padre, enfurecido,
quiso sacar
bajo el colchón
la enmohecida daga
que olvidó la textura
de la sangre.
Mi madre lo detuvo.
Lloró a solas
con el perro
que meneaba la cola
para fingir
que estaba sano.
Durante algunos meses
Boris se refugió
en el último almacén.
Le avergonzaba
que lo viéramos
con lástima.
Desde su postración,
al menor ruido, ladraba
para recordarnos
que todavía
era un perro.
Un día mi madre
lo llevó a morir
al campo,
bajo un cielo azul
que no era suyo
y lejos
de la húmeda mirada
de mi padre.
Meses después
alguien dijo:
—Murió Boris.
Ese día supe
que mi infancia
terminaba.

 

Del poemario "Palabras en sepia"