Pauline, migraciones de la memoria a veinticuatro años

Pauline, migraciones de la memoria a veinticuatro años

Astrid Paola Chavelas

Recuerdo que esa noche dormí pensando que nunca había escuchado tanta lluvia caer del cielo. Riñe la lluvia contra el techo, agua en láminas vencidas por el tableteo de las metrallas. Después, la migración de la memoria se divide en lagunas mentales, cuerpos invisibles de agua, fragmentos del mismo día. Para esas fechas y con un embarazo casi a término, vivía en una casa-vecindad ubicada sobre los barrios altos del puerto, donde a fuerza de escasez, cohabitaban en la misma habitación dormitorio y cocina, en una de las esquinas, al fondo el baño mínimo. A la mañana siguiente de aquella tiniebla líquida, predicción implacable del desastre, me despertó una punzada que me partía por la mitad el cérvix.

Un día antes de la lluvia todo nos pertenecía. En las plazas no se adivinaba el desastre a pesar del frío en las baldosas. 

En octubre de 1997, el huracán Pauline, categoría cuatro en la escala de Saffir-Simpson asoló varios estados costeros del sur de la república. La ciudad de Acapulco sufrió enormes daños dentro de su infraestructura física, los datos de esas fechas registran un 50 % de la población afectada. La precipitación pluvial del nueve de octubre alcanzó más de 400 mm y tuvo como consecuencia el desbordamiento de los ríos del Camarón, La Sabana y el Río Papagayo. En 1909, cuatrocientas personas perdieron la vida en el incendio del Teatro Flores cuando la población era de seis mil habitantes. Las afectaciones causadas por Pauline se consideran la segunda mayor tragedia sufrida en el puerto. Los daños materiales son comparables a los causados por el huracán Gilberto, que asoló la Península de Yucatán en 1988, dejando 400 mil muertos y mil millones de dólares en pérdidas materiales (Toscana, 2003). 

Con las Braxton Hicks golpeándome con fuerza, decidimos tomar un taxi para llegar al hospital. Caminamos después de observar por más de media hora la calle vacía. Esa parte del trayecto está un poco borrosa, quizá por las contracciones y el estrés de la maternidad a los diecinueve años. Quizá por los veinticuatro años que han transcurrido desde entonces. La memoria se aclara conforme nuestros pasos se acercan a la nave de ropa del Mercado Central. Un charco de lodo cubre ambos lados de la avenida, las cortinas de lámina como hojas de papel arrugadas con furia, los autos son piezas de dominó clavados uno sobre otro dentro de los locales. En la contraesquina de la estación de bomberos un espectacular había golpeado la tubería, la fuente de agua se sobreponía a los edificios. En ninguna parte había luz. 

¿Cómo es que Noé construyó un arca de madera y no una pecera?

Después del desierto de tierra líquida que consumía nuestros pasos, logramos llegar al hospital de la colonia Progreso donde estuve en observación hasta que el médico de guardia me preguntó que cómo habíamos llegado, “caminando” fue la respuesta que recibió su asombro. Al final, todavía no era fecha y me recomendó reposo. Desoyendo las indicaciones médicas y sin ninguna otra opción aparente, volvimos los pasos sobre aquel desastre donde el despoblado de las siete de la mañana había dado paso a la desazón de las once del día. Literalmente todo estaba bajo el agua, los coches, los caminos, la esperanza. De regreso, lo impensable. En medio del estupor, del paisaje del desastre, la desesperación escarba entre el lodo todo lo que la fuerza del agua había arrastrado: abarrotes, ropa, basura, cuerpos. Caminan entre el lodazal como entre el campo, cosechan desamparos en sus bolsas hartas.

La ciudad es un niño huérfano salpicado de lodo

El anfiteatro de la bahía, formado por cadenas montañosas abiertas hacia el mar, se había deslavado por el exceso de agua precipitada en un periodo tan corto de tiempo, en su búsqueda hacia el mar deslavó arena y rocas de los cerros. Un día antes habíamos armado la cuna, lavamos el cubrecama y el hermoso tul que cubría el dosel. La explosión demográfica de los últimos años, llevó a la gente del puerto a habitar los lechos de los ríos bajo el amparo negligente de la autoridad en turno. Recuerdo que observé el presagio de nubes negras sin imaginar la dimensión de la catástrofe que, literal, se cernía sobre nuestras cabezas. Los registros oficiales cuentan cuatrocientas víctimas mortales y más de cincuenta y dos mil personas damnificadas, más de cinco mil viviendas fueron pérdida total y veinticinco mil presentaron daños. La gente y la memoria ha elaborado sus registros propios que increpa la realidad silenciada en las noticias. A esa tarde nublada le siguieron días y días de otra neblina distinta, la del lodo. El lodo habitaba todas las calles, afectó la luz eléctrica y las líneas telefónicas. Además del río del Camarón, se desbordaron el Aguas Blancas, Magallanes, Costa Azul e Icacos. El sol transformaba las deformes olas de lodo en densa nube que cubría todo lo que alzaba en la vista desde nuestra casita de azotea.

La memoria del agua

Las cicatrices espacio-temporales: el enorme hueco que dejó la iglesia de la Santa Cruz en el lecho del río reclamado por la lluvia. La Costera Miguel Alemán era una desolada avenida cubierta de lodo, árboles caídos, palmeras arrasadas, vehículos, postes, basura y piedras. El paso a desnivel ubicado frente al parque Papagayo, anegado, no volvió a ver la luz después de ese día. Todo el estado presentó afectaciones. Comunidades enteras, como la Luz, en Malinaltepec y gran parte de la Montaña habían quedado incomunicadas por los deslaves en las carreteras. Nada de eso se supo entonces, como en la mayoría de los casos de desastres por eventos naturales, la desgracia se centralizó y dejó de lado las afectaciones sufridas en la periferia que, durante meses batalló para encontrar caminos entre los escombros. La noticia recorrió los noticieros alrededor de las doce del día. Hasta entonces nos golpeó la dimensión de la emergencia. Al otro día, sobre la Costera, rostro (pre)visible del puerto, el ejército realizó impecables labores de limpieza.

Con el paso de los días las historias empezaron a tejerse alrededor de la tragedia. El caso de Domitila, la señora de Ciudad Renacimiento que se salvó de la corriente al subirse en una barda y nueve días después, murió del susto (Diario 17, 19 de octubre de 1997), o doña Betina, cuyas hijas fueron arrastradas por la corriente junto con su casa, nunca encontró los cuerpos y ella terminó ahogada en el mar de la locura (El Sol de Acapulco, 29 de octubre y 19 de noviembre de 1997). En las calles la desolación y la humedad abrazan las casas destrozadas, las listas de desaparecidos crece diariamente. Los casos contados de boca en boca, quienes no lograron despertar del sueño de agua. Otros perdidos entre escombros, muebles, coches y lodo, lograron asirse de algo mientras atestiguaban el terror de ver a la familia arrastrada por la corriente, navegando entre la desesperación y la impotencia de saberse a salvo. Cientos de historias, desventurada memoria derramada sobre la playa Tamarindos. 

Toda tormenta trae depresión y nostalgia

Mi hijo mayor nació una semana después de que Pauline devastara el puerto. La doble circular sobre su cuello dictó el curso de la cicatriz que atraviesa el Ecuador de mi vientre. A la angustia de la primera maternidad se sumó el problema del agua, cómo bañar a un recién nacido con las tuberías intoxicadas. La odisea para conseguir agua se volvió toda una empresa. Sus primeras semanas de vida recibió baños racionados de garrafones que conseguíamos para beber. Lavábamos su ropa diminuta con la misma paciencia que el sol resecaba los granos de tierra que el agua había arrastrado desde Palma Sola. Cuarenta días después de que mi náufrago tocara tierra, asistió a su primera consulta médica. Meses después, cuando la calma y el agua potable volvía a nuestras vidas, sembramos su ombligo en una orilla del Pacífico. A partir de aquí, la migración de la memoria poluciona en partículas de lodo dispersas sobre las nubes, y de la misma manera, se aleja, inasible sobre los días. En una semana es su cumpleaños, y como mucha gente, amontona en el subconsciente lo que atestiguó desde el mar que compartimos por nueve meses, impronta de vida, leitmotiv incuestionable de este texto. Veinticuatro años después de que la fuerza de Pauline se volcara en lluvia sobre las indefensas casas, todavía es posible escuchar los espíritus del agua que habitan debajo de las piedras que sostienen este puerto. Porque hay tormentas así, que cargan con el dolor de otros cuerpos que no son de agua.

 

*Este texto abraza otros textos que también son memoria: Balam Rodrigo, El libro Centroamericano de los muertos, Argentina Linares, Manuel, Antonio Salinas, La Canción de los Ahogados. Ari J. González, Estos no eran los naufragios.

*Este texto también abraza a Daniel Antonio, feliz cumpleaños, querido hijo.