La Alameda, joya imperial en México

Alameda Central

A menos de un kilómetro del Zócalo, el parque de la Alameda Central ocupa el antiguo espacio de un mercado azteca. Creado en el siglo XVI por mandato del virrey Luis de Velasco para embellecer la joven ciudad colonial, fue también escenario de la celebración de los autos de fe y, en una de sus plazoletas, la de San Diego, se encendía la hoguera donde el Tribunal de la Inquisición ordenaba quemar a los herejes.

A pesar de que los álamos que se sembraron para su inauguración fueron retirados por su lento crecimiento y sustituidos por fresnos o sauces, la Alameda ha conservado el nombre original hasta nuestros días. Rodeada de parte de los edificios más significativos de la Ciudad de México, este parque público es hoy el lugar de asueto más céntrico de la capital.

ECOS DE VERSALLES

Su historia ha corrido paralela a la de los avatares políticos y, aunque ha sufrido momentos de abandono, los dirigentes de los designios del país siempre quisieron dejar en ella su impronta. Y así, Felipe V, que había conocido el movimiento de los Jardines de Versalles, encargó personalmente que se construyeran varias fuentes y se ampliaran los portones de acceso. En 1775, el virrey Carlos Francisco de la Croix modificó sus calzadas laterales adquiriendo una forma rectangular en vez de la cuadrada que había tenido hasta entonces. La Alameda Central era el paso preferido de Carlota Amalia de Bélgica, la esposa del emperador Maximiliano, quien la llenó de rosales. Y el presidente Benito Juárez mandó introducir, en 1968, un sistema de iluminación y derribar los muros que la rodeaban para “evitar” crímenes que pudieran cometerse a favor del abandono y de las sombras”.

ART DÉCO

Porfirio Díaz ordenó la construcción en una de sus esquinas del Palacio de Bellas Artes, un exquisito edificio de mármol blanco, que hoy es sala de conciertos, teatro y centro de arte. Su autor, el italiano Adamo Boari, proyectó un exterior neoclásico y art nouveau, con unas cúpulas de azulejos y elementos decorativos precolombinos. La revolución interrumpió las obras, que fueron reanudadas en 1939 por otro arquitecto, Federico Mariscal, quien se encargó del interior en estilo art déco. Además del valor artístico del edificio en sí, hay que destacar un impresionante telón de cristal realizado por el taller de Tiffany en Nueva York; está compuesto por casi un millón de pequeñas piezas que representan un un paisaje del Valle de México, con los volcanes al fondo, según un diseño del pintor Gerardo Murillo (Dr. Atl).

Y, por supuesto, las obras de los principales muralistas mexicanos: Nueva democracia, considerada la pieza cumbre de David Alfaro Siqueiros; La Katarsis, que trata de la decadencia de la burguesía, de José Clemente Orozco; dos murales de Rufino Tamayo, México de hoy y Nacimiento de la nacionalidad, y el más polémico, El hombre controlador del Universo, de Diego Rivera, con el que el pintor se desquitó tras haber sufrido una humillación de John D. Rockefeller: el magnate había ordenado destruir, por cuestión religiosa, un mural similar que el artista había pintado en el Rockefeller Museum de Nueva York. Rivera se tomó así la revancha.