Dos cuentos de Luis Mendoza: Fractal, El Faro.

Fractal

Al sentir que una voz penetraba mi espalda, mis ojos se abrieron y el techo de la habitación cayó a pedazos: la blancura de la pared parecía una bola de luz que se derretía sobre mi frente. Traté de mover mis manos; pero parecían atadas al silencio que caía de las ventanas. Sentí mi cuerpo pesado. Luego de moverme con desesperación y de agitar mis extremidades, pude incorporarme en la cama y sólo miré hacia la nada, a las virutas de luz que se filtraban por la celosía y la vieja terraza. 

Cuando me asomé bajo la cama vi que estaba una pequeña habitación: dos ventanas se movían como diminutas mariposas, intentando elevarse; una puerta se agitaba como las hojas de un libro; los muebles tosían por el polvo que caminaba en el corredor, los pasillos y escaleras; y también había una cama en donde un hombre —de unos veintisiete años— dormía con un halo de despreocupación. Estaba acostado, en posición fetal, arropado con una larga sábana blanca. Parecía ajeno a la realidad y al soliloquio de los muebles que se esparcía por el suelo. 

Luego de asegurarme que lo que estaba viendo no era una ilusión, bostecé, estiré mis brazos, y miré el reloj en la cómoda: faltaban diez minutos para las seis. Antes de incorporarme miré cómo las puertas contaban una historia de hace muchos años, y cómo su cortina se movía lentamente, como si esparciera con su cuerpo las palabras que guardaba en su corazón; también vi que la puerta empujaba una frase de su destartalada boca. Era una historia de madera que sólo la cómoda podía descifrar. Después vi que el armario emitía un estornudo fatigado y que de su voz brotaba una historia brumosa, apenas dibujada por el tenue silencio que nacía de su interior. 

Traté de asimilar aquella efigie y pude darme cuenta que el hombre no sabía lo que estaba pasando en su habitación. ¿Qué hacía un ser pequeño, dormido bajo mi cama, con una habitación desordenada y en penumbra? ¿Acaso debía interrumpir su sueño para despertarlo y decirle que se fuera de mi casa? No sé con qué pretexto traté de acercarme para verlo bien y, sin hacer ningún movimiento brusco, bajé un poco la mano para tocarle el hombro; pero cuando lo hice sentí en mi espalda un vaho glacial, como si fuera la voz de la noche en invierno; y cuando alcé la mirada pude ver que un hombre de barba de candado —de unos veintisiete años— me tocaba y sonreía, como si fuera una pequeña luciérnaga perdida en esa habitación que se deshacía pausadamente.

 

El faro

—No hagas esto más difícil. Quédate conmigo para siempre.

Las luces del faro incendiaron el ojo de la habitación.

—Sabes que no puedo quedarme. El tiempo que tengo para estar aquí se está terminando.

—¿Y me vas a dejar así, como si nada?

El faro inclinó su cabeza hacia el interior de la casa. La luz rebotó sobre las paredes y se derramó sobre el suelo.

—Ya tengo que irme.

Ella lo miró, tocó sus manos y sus ojos emitieron un destello.

—Dame un abrazo antes de que vengan a despertarme —dijo.