Las tardes

Las tardes

 

“Quien ha visto el fondo de las cosas y de la tierra,

y todo lo ha vivido para enseñarlo a otros,

y propagará su experiencia para el bien de cada uno.

Ha poseído la sabiduría y la ciencia universales,

ha descubierto el secreto de lo que estaba oculto.

Quien tenía noticia de lo anterior al Diluvio,

emprendió largos viajes, con esfuerzo y fatiga (…)”

El Gilgamesh

 

Casi todas las tardes suelo bajar a platicar con mi abuelo. Y ahí, debajo de un almendro comienza la historia: hablamos del mundo, de cómo era la familia antes, el puerto, de los viajes que realizó, de su trabajo y sobre qué pasará una vez que fallezca.

Mi abuelo carga muchos muertos, lo he visto sentarse toda la tarde a enumerar las personas que una vez conoció y ya no están, a veces siento que la lista no hace más que crecer y crecer, siempre le digo “que seguramente él nos va a enterrar a todos y será el último de todos nosotros”.

No puedo decir que no me rompería el corazón tener su conciencia, una historia de ochenta y cinco años “sobre el espinazo”, cómo el suele decir. Yo le he dicho que cuando ya no este por favor no venga a espantarme, que ya sabe desde pequeño soy muy malo para eso de los sustos y que se me podría bajar la presión con una impresión muy grande, que mejor me espere del otro lado, donde quiera que esté.

De su trabajo suele hablar mucho, que antes era mesero y trabajó para los grandes hoteles del puerto, Las Brisas, El Copacabana, El Presidente, también dice que los judíos son los que, de todos, mejor dejan propina y que debería aprender inglés ahora que estoy “nuevo” pues así podría conseguir un mejor empleo.

Por mi parte yo le he contado sobre todo aquello que he leído y lo mucho menos aún que he vivido, sobre qué se siente volar en avión y cómo se miran las nubes allá arriba, por qué en algunos lugares del mundo es de noche mientras aquí es de día, o que uno puede sentarse tranquilamente en las playas de Tarifa, España e intentar vislumbrar África en el horizonte, siempre quiso ir allí, me dice.

Cuando mi abuelo llegó al puerto dice que sólo había electricidad en la Colonia Centro, que La Garita, Las Cruces y La Venta eran pueblos alejados, que incluso Tres Palos y Pie de la Cuesta no figuraban en el mapa de la población acapulqueña, que uno podía rentar un cuarto de techo de lámina entre los huertos que había en lo que hoy es Ejido y te cobraban veinticinco pesos al mes.

Un día, al igual que en Cien años de soledad, me contó de la primera vez que llegó un auto a su pueblo, que todo el mundo estaba emocionado ante tal suceso, que comenzaron a llegar árabes, españoles y gringos para construir la carretera, que recuerda como una noche se fue caminando por toda la playa de la bahía con tres amigos, mientras veían cómo construían La Costera Miguel Alemán.

Me dice también, que en las funerarias les hablan a los muertos cuando están tiesos para que se pongan flojos y puedan vestirlos, que alguna vez le ha tocado ir a reconocer algún difunto de la familia y que también muchas veces sus amigos lo dieron por muerto, que siempre le ha gustado sentarse a ver la “bocana” de la bahía.

Se bien que mi abuelo es un hombre tosco, de campo, que muchas de sus formas son inaceptables, que quedó ya “desfasado del mundo”, eso lo acepté cuando después de regalarle dos móviles siempre llegó a extraviarlos, fuera el más sencillo de todos, nunca terminó por entenderles.

Mi abuelo y yo hablamos de las otras tardes también (que después de volver a compartir seis meses de tardes podemos recordar con mayor facilidad), de esas en las que de pequeño lo vi pescar una mantarraya del tamaño de una tortuga, de cuando se subió a la punta de un árbol de mango a bajarme un globo que había escapado de mí, de cuando sacó con su red más de cincuenta pescados y el más grande de ellos lo regaló por veinte pesos. De esas tardes cuando nos sentábamos a comer sandía. O aquellas otras en las que bebía y buscaba pleito, de cuando lo encontré desangrándose en la regadera debido a una úlcera, de la tarde en la que nos accidentamos en la camioneta y nos vimos ahí, dando vueltas por los aires. De cuando él iba montado en su burra y conoció a un duende entre las huertas, pero sobre todo de esas tardes, ¡tantas tardes ya! En las que siempre fue, mi abuelo.

 

Foto de portada: de Alfonso Abonza