BILIS NEGRA
Del libro Las maneras de conjugar la muerte
Para mi bisabuela Leonor
Antes del amanecer Leonor sacó el frasco de café y la poca azúcar que tenía. Con una cuchara raspó hasta el último gramo que había en el rincón.
—Toma. Esto te hará sentir un poco mejor —dijo Leonor.
—¿Y tú, hija?
—No te preocupes. Yo tomé antes de que despertaras.
El aire matinal entraba por la ventana y la puerta era empujada por el viento. Leonor sabía que su madre tenía los días contados, que tarde o temprano la muerte visitaría la casa; pero se mantuvo inquebrantable ante el perturbador futuro que se avecinaba. Así que durante los días posteriores cuidó de ella hasta que en una tarde, antes de que su esposo llegara, Leonor escuchó las últimas palabras que su madre le decía en la habitación.
—Gracias por haber estado conmigo, hija —dijo Herminia, con apenas un trozo de aire en los pulmones. —Ya no puedo hablar fuerte.
—No me agradezcas, mamá. Todo lo hago con amor —dijo Leonor, apretando un poco los dientes para que no se le saliera la lágrima que ya se asomaba de sus ojos.
—Cuida mucho a ese bebé que ya viene. Si las cosas con Ramiro fallan no dudes de buscar a tu tío. Él te va a ayudar —las palabras se desvanecían lentamente, como perdiéndose entre el silencio.
Herminia se convulsionó un momento y sus ojos se pusieron blancos, como porcelana sucia. Leonor tomó sus manos y cuando sus dedos dejaron de apretar los suyos un manto azul cubrió la cama y un pájaro se posó en la ventana. Cantaba con una ligera voz de soprano y un aire entró, como si esparciera en la habitación un aroma glacial que servía de incienso.
Era septiembre cuando Leonor llegó al pueblo. Las lluvias más fuertes apenas se dejaban caer con intensidad. El agua barría las calles con delicadeza, como si con sus manos peinara el polvo.
Leonor bajó del tren con un beliz. Su hija, que traía cargando en un rebozo, no lloró en todo el trayecto, hasta que llegaron a la estación y el vapor de la lluvia comenzó a levantarse del suelo. Su tío, que había llegado con media hora de anticipación, la recogió pasado el mediodía y emprendieron el camino a casa. Leonor no tenía muchas ganas de platicar. El cansancio se notaba en las bolsas que le colgaban de los ojos.
—Así que Ramiro no se quiso hacer cargo de ti —dijo el tío.
—Se fue a trabajar a otro pueblo y ya no regresó —respondió Leonor, sin ganas.
—Seguramente se encontró a otra.
—Que le aproveche.
—¿Y tu madre? ¿En dónde la enterraron?
—Cerca de los Meléndez. Allá tenía su huequito.
—¿No la llevaron a Huiztac?
—No. Su última voluntad fue que la enterraran junto a mi papá.
—Las cosas siempre las quiso hacer a su manera —dijo el tío. Su apariencia no era buena. —¿Y cuánto tiempo piensas quedarte?
—No lo sé. Tengo muchas ganas de trabajar.
—No, no. Si vas a estar conmigo te vas a dedicar a lo que una mujer debe hacer en casa.
Leonor miró con recelo a su tío. Ella entendía que estar fuera de casa implicaba acatar órdenes ajenas. Así que, luego de una larga caminata, bajó el beliz, lo acomodó justo frente al tocador y dejó a la niña en la cama.
—Ésta será tu habitación. Ahí está el baño y una mesa, por si la ocupas. La ventana la puedes abrir cuando quieras. Hace demasiado calor en estas épocas.
—Muchas gracias, tío.
Tres días después Leonor tuvo necesidad de trabajar. Los diez pesos que recibía no eran suficientes para comprar lo necesario. Así que una mañana, antes de que su tío se fuera a trabajar a la estación, Leonor se armó de valor. En el almuerzo le comentó que Franco Rueda, el terrateniente del pueblo, estaba solicitando alguien de confianza para trabajar en la panadería.
—Quiero comprarle una ropita a la niña.
—¿Una ropita?
—Cuando me vine no alcancé a echar todo.
—Ni te metas esas ideas a la cabeza. ¿Quién va a cuidar a mi mocoso?
—Pero… La niña necesita ropa. Se me está enfermando porque en las noches hace un poco de frío. Y más ahorita, que vienen las lluvias.
—Ya te dije que no. Y no vuelvas a molestar.
Leonor agachó la cabeza. El llanto de su primo despertó a su hija.
—¿Otra vez? Ya te dije que ese mocoso me tiene harto…
—Pero estoy guisando el hígado…
—¡Que le des de comer!
El llanto de su hija comenzó a ser más grande de lo normal. Su tío, malhumorado, se levantó de la silla y tomó su gorra de beisbolero.
—No sé en qué momento dejé que te quedaras conmigo. Nada más haces estorbo. No ayudas, no te apuras. Y encima de todo tengo que darte de tragar.
Leonor vio cómo el dorso de su tío se perdía en la claridad del día. Ella, sin saber qué hacer, tomó a su primo y lo amamantó. Su hija descansaba en la cama.
Al caer la noche su tío llegó borracho. Leonor aún no había terminado de preparar la cena.
—Tráeme de comer…
Leonor dejó a su hija en la hamaca. El niño, sin embargo, comenzó a llorar. Era un llanto minúsculo, que apenas se percibía; pero no pasó mucho tiempo para que su tío la increpara ante la imposibilidad de controlar la situación.
—Que me traigas de comer…
El niño profirió un llanto mayor. La casa se contorsionó ante el ruido. Las ventanas se impregnaron de una nostalgia inefable. Leonor dejó la lumbre en la cocina y tomó en sus brazos a su primo. El niño aspiró con fuerza el pezón. Ella lo miró con furia y dolor. El tío, molesto y furibundo, se levantó de la silla y le dio una cachetada a su sobrina.
—¡Eres una buena para nada!
La niña, en la hamaca, comenzó a llorar más fuerte. Leonor no sabía si seguir amamantando a su primo, terminar la cena o atender a su hija; pero en el fondo de su corazón sabía que no tenía otro remedio. Tomó al niño y como pudo terminó de hacer la comida. El tío se sentó, mal humorado y comió sin reparo. Luego de terminar, dijo:
—Mañana quiero que te me largues de aquí. Ya no aguanto el olor a muerto en esta casa —se levantó y salió de casa, de nuevo, rumbo a la cantina.
El llanto de la niña era más tenue, como la brisa de la lluvia que se apagaba lenta, afuera de la casa. Leonor dejó a su primo en la cama y corrió a la hamaca. Cuando la tomó, por el dorso vio que tenía muchos puntitos en la espalda. Al sacudir la sábana un alacrán caminaba rápido, como buscando la oscuridad. Sin pensarlo dos veces la tomó en sus brazos y salió corriendo, pidiendo ayuda. Tocó una puerta con desesperación. Nadie salió. Buscó una segunda casa y sólo un rostro se asomó por la ventana. Una tercera puerta permaneció en silencio. Cansada de tanto caminar recordó el día en que su madre le había dicho “Cuando Ramiro no esté contigo busca a tu tío. Él no te dejará sola”. El cuerpo de su hija era arropado por el viento. No había frío. El calor de la noche le abrigaba el corazón.
Sus manos la tomaron por la nuca. La acercó a su pecho y abrió los labios de su hija. Tirada en el suelo, mezclada con el polvo de la noche, le dio de amamantar. Los labios no se movieron. Ella apretó los dientes para que una lágrima que se asomaba de sus ojos no saliera. El viento se movía. No había nadie más.
Luis Ricardo Palma de Jesús (Acapulco, 1990) es licenciado en Literatura Hispanoamericana y Maestro en Humanidades por la Universidad Autónoma de Guerrero. Obtuvo el Premio Estatal de Ensayo CONACYT (2014), el XVIII Premio Estatal de Cuento y Poesía María Luisa Ocampo (2016), y ganador del Premio Programa Editorial de la Secultura con el libro de cuentos Las maneras de conjugar la muerte (2017). Ha publicado cuentos en las revistas Revolución, Revista Asalto y Círculo de poesía y el libro de cuentos El sueño que no era, Editorial Praxis. Becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico de Guerrero (PECDAG, 2015) y del Programa Los signos en rotación dentro del Festival Cultural Interfaz 2017.