Colibrí & Noches de Verano: Relatos de Furia y Nostalgia

Colibrí

¿Ves a ese colibrí allá afuera, delicado y de tan bonitos colores? Ayer se metió por la ventana solo para desarmar mi tranquilidad. Comenzó por voltear las copas que aún guardaban rastros de vino de la noche anterior. Dio el gas sin encender la cocina mientras jugaba a sacar chispas con los fósforos. Terminó carbonizando las ideas pendientes que no alcancé a anotar. Cerró a portazos cada habitación de la casa, rompió las llaves dentro de las cerraduras. Quebró todos los platos, dobló los cubiertos—incluso los reservados para las ocasiones especiales—. Ensució y tiró los manteles, pisoteó las migas hasta el cansancio. Se cagó en el arenero de las gatas. Éstas se enojaron tanto que decidieron escapar del naciente holocausto doméstico. Los felinos tienen la cualidad de saber escoger muy bien sus batallas. También saben cuándo es tiempo de retirarse, y cuando ya es seguro regresar. Privilegios y comodidades no valen nada para ellas ante la más mínima probabilidad de pasar un mal rato. Las vi alejarse refunfuñando, a mi pesar, por la misma ventana medio abierta por la cual el intruso pajarillo había tenido, a su bien, venir y desencajar lo cotidiano.

Luego de un rato, el plumífero decidió aterrizar sobre la alacena. Desde lo alto examinaba con displicencia la grandeza de su obra maestra—fraguada quien sabe desde cuándo—, muy bien cimentada a punta de aleteos y su siempre cuestionable mal humor. Al advertir su mirada por encima del hombro, voltee a ver, y te lo juro por la santísima: el pájaro de mierda me sonrió. Una breve pero burlona sonrisa asomada a duras penas por la comisura derecha. Entonces emprendió nuevamente el vuelo. Pasó rasante, a toda velocidad, despeinándome las greñas. Reventó las ampolletas, mandó la lámpara al suelo, los cristales desperdigados se regaron por todos los rincones. Desarmó los rompecabezas, rayó los vinilos, picoteó las fotos colgadas de la pared. Aventó jarrones, recuadros, detalles, luces, pero no sombras. Rajó las cortinas, los paños, mi autoestima. Lo hubieras visto. Planeaba con total libertad, como si esta destrucción fuera ahora su nuevo hogar. Puso huevos y anidó en mi catre. Lo cubrió con retazos de papel mural, arrancados salvajemente, justo antes de desbaratar los guardapolvos, derribar las paredes y arrancar de cuajo el techo para poder tomar el sol. Un desquicio total, registrado cuadro a cuadro por mis ojos de videotape. Cientos de imágenes por minuto, rebobinadas en cámara lenta, una y otra vez por sendos carretes fílmicos, oxidados desde hace años, en viejas bodegas abandonadas; llevadas hasta los más profundos rincones de mi mente con el gentil auspicio de aquella canción de lánguidas notas de xilófono noventero, sin alarmas y sin sorpresas.

Lo sentí revolotear alrededor y por encima de mi cabeza, pasar ante mis ojos unas mil quinientas ochenta y siete veces, babeando improperios a todo pulmón. Traté de no mostrar miedo, pese a que tiritaba por dentro. De pronto, sin mediar provocación, sin tener un solo argumento, se posó sobre mi nariz. Quería estornudar, pero temía a las represalias. «Mente sobre cuerpo», la consigna repetida una y otra vez, casi como un mantra. Aguanté cada uno de los picotazos propinados a mi tabique. Inmóvil, valeroso, sin apretar un solo músculo ni soltar quejido alguno. Me quedé tieso, cual monumento, haciendo como si el despiadado y repugnante pajarraco no existiera. Al saberse profundamente ignorado, decidió «profundamente» ir un poco más allá y se metió por mi ñata. Con sus alitas a mil no dejó recoveco sin hurgar. Pronto le escuché susurrar blasfemias y otras vulgaridades a mi oído interno. Fue en ese momento cuando el estribo le enganchó una patita, entre el yunque y el martillo estuvieron a nada de acabar con su espiral de violencia aviar, pero gracias a una rápida maniobra—como lo hiciera el «chino» Caszely en sus mejores tiempos— esta ave de pacotilla les hizo una finta y salió jugando. Se pasó a uno, a dos, a tres. Dejó desparramados en el campo de juego a todos mis defensas y con un furibundo remate cruzado clavó una certera estocada al ángulo superior izquierdo de mi hipotálamo ¡Qué pedazo de gol! ¡No diga gol, diga golazo! ¡Golazo señores! Tremenda anotación, inatajable para el arquero, quien no consigue evitar que las mallas del pórtico se inflen para adormecer al balón. Una joya en alta definición que sentencia el marcador, en el último minuto de los descuentos, con el árbitro y el público en contra, ante un estadio a punto de incendiarse, repleto hasta las banderas, viniéndose abajo con este balde de agua fría. Los ensordecedores abucheos de los asistentes no alcanzaron para opacar la desmesurada celebración del héroe del día, con extrañas muecas, insinuaciones y gestos provocadores hacia el respetable. El recinto, una caldera a punto de estallar. La situación estaba compleja, por momentos parecía descontrolarse, pero no podía importarle menos. El muy cretino estaba feliz, disfrutando del espectáculo, tranquilito, sentado en la calidez y hogareña comodidad de mi «silla turca». Tras él, se abría la tierra incandescente, chorreándose desde las entrañas hacia arriba, pintarrajeando el cielo completo de verde turquesa. Del otro lado, el horizonte acercaba a cuentagotas una que otra aurora—ninguna muy boreal—, con vestiduras de otro tiempo y caleidoscopios desechables incrustados en sus ojos cristalinos. Al fin había conseguido silenciar al planeta entero. Ya tenía en el bolsillo todo cuanto había venido a buscar.

Al cabo de unas cuantas horas, emergió tranquilo y sereno por mi boca, poniéndole llave, cadenas y un candado enorme. Así nadie podría ocupar el merecido lugar que había obtenido a punta de puro «aguante». Y sin más se largó. Salió a través de la ventana, prometiendo regresar uno de estos días. En tanto yo, seguía clavado como una estatua de sal, a la mitad de la cocina, rodeado del aparatoso desastre otoñal; con una de las gatas ronroneando, feliz de la vida, mientras se acariciaba insistentemente entre mis piernas, y la otra bebiendo del chorro de agua emanado del lavaplatos, grifo el cual, nuestro inusual visitante, abrió momentos antes de marcharse de la casa.

 

Noches de verano

Dicen que cada generación tiene un hito que la define. Una historia tan grande, que se cuenta y trasciende a través de los años, y de tanto ser narrada va tomando cariz de leyenda. Un evento que todos presenciaron, en el cual todos estuvieron, aun cuando no haya sido así. Es algo que une de por vida a los involucrados. Se revive en cada fiesta, en las reuniones sociales, en las escuelas, donde sea. Cada emigrante la lleva consigo, y reparte esa semilla por el mundo.   

Para Caco, mi hermano mayor, ese hito ocurrió la vez en que un enorme incendio afectó a la planta de «Cervezas La Nacional», a unos cinco kilómetros de la salida sur del pueblo. Fue hace doce años, quizás un poco más, y hasta la fecha nadie sabe con certeza qué o quién lo causó. Yo era muy pequeño, aunque de algunas cosas me acuerdo, más bien tengo destellos y sensaciones: mucho ajetreo y gritos, carros de bomberos atravesando a toda velocidad, rompiendo la quietud de la noche. Gente corriendo, y mamá, desesperada, buscando a mi hermano, quien no aparecía por ningún lado. Resulta que el lindo y sus amigotes se habían metido a la fábrica a saquear. Se llevaron cajas y cajas de chelas, mientras el edificio se quemaba a una velocidad impresionante. Mala mezcla el calor aplastante de enero y el viento endemoniado propio de este rincón del mundo. La osadía les resultaba de maravillas, hasta que los bomberos los atraparon y echaron, justo antes de que llegaran los pacos. No les pasó nada, todos zafaron, salvo Caco, quien se sacó el premiado: por no querer dejar las últimas cajas, una de éstas le cayó en pleno pie. Estuvo cojo el resto del verano—según la exagerada de mi madre—. Fuera de eso, el resto de la operación salió a la perfección. Guardaron—escondieron— las cajas en la casa club, la de Pepe Lagarto. El jolgorio les duró varias semanas, hasta que una madrugada cualquiera, el último botellín se acabó, y la sequía los devolvió de un cachetazo a la patética realidad de pueblo chico. Todavía no se daban cuenta: habían empezado a acostumbrarse a eso. Romerales no tenía nada que ofrecer. Ni a ellos ni a quienes veníamos detrás.

El Caco estuvo castigado un buen rato, de hecho, se perdió gran parte de las jaranas en las que se consumió el botín. Al menos, cuando pudo volver a  salir con los amigos, estos le habían guardado su parte, como recompensa al heroico servicio prestado aquella noche en la «Planta Sur». Las ruinas del edificio hoy lucen un ajustado decorado a base de casuchas improvisadas con plásticos, cartones y maderas. Un basural que expele un hedor difícil de describir. Terreno fértil para vagabundos y drogos habituales (si acaso no son la misma cosa). A los pies de una de las paredes hay una animita. Los muchachos la levantaron en recuerdo de Caco. Sí, así es. Sucedió tres años después del incendio. A mi hermano lo mataron. Dicen que estaba en el lugar y momento equivocados. Que las balas—cinco en total—que salpicaron su sangre en la vereda, a una cuadra y media de casa, no eran para él. ¿Para quién entonces? Hay sospechas, cosas que se dicen en voz baja y nadie repite.

*

Cuando cumplí ocho, mi padre nos abandonó. Quedamos con mi madre sumidos en la más absoluta de las soledades, y en una profunda miseria. Mamá comenzó a trabajar el turno de 6 de la mañana en una procesadora de pollos, desde donde llegaba con más olor a carne podrida que dinero. Por lo mismo consiguió otro empleo, en las tardes, lavando la ropa de gente acomodada. Yo comencé a faltar a clases, cada vez más seguido. Así volaron semanas enteras. Pronto dejé de ir definitivamente.

La última vez que hablé con mi padre, luego de años sin verlo—y de reprocharle hasta el cansancio su abandono—, terminamos en la «Picá del Rojitas». Me conversó harto: de lo grandote que yo estaba, del Caco, obvio. De su trabajo, de mis hermanos nuevos y su madre, quien había muerto el mes anterior. Habló de tantas cosas, poco y nada me importaba escucharlo. Ni siquiera sé por qué mierda fui a encontrarme con él. Y más encima fui todo tránsfugo, para que mamá no se fuera a enterar. Es que ya no le caben más dramas a mi vida, y ese, seguro iba a ser uno de aquellos. Trató la tarde entera de que le hablara de mis cosas. Qué paja. Estuve a punto de irme un par de veces. Repito, no sé por qué fui. Al menos pagó los tragos y los completos.

Lo único rescatable de esa junta fue una historia que me contó. Porque si hay algo que hace bien el hombre, es contar cuentos. Recordábamos el incendio de «La Nacional» y de lo orgulloso que estaba de su hijo mayor— ¿orgulloso de qué, del saqueador? —. Después de que lo mataron, él fue quien más lo resintió. Era su compañero en todo. Claro, yo era a penas un pendejo, un inútil. Además, sabido es que no hay muerto malo. Me contó cosas que yo ignoraba de aquella noche, y terminó acordándose un hecho muy similar, ocurrido en Romerales durante su infancia, hace unos mil años atrás, calculo.

A unos cuantos kilómetros, del otro lado del río—según su relato—, había un depósito, propiedad del ejército, en donde se almacenaban explosivos, municiones y armamentos. Pero ¿por qué en un pueblucho en el culo de la civilización? Ni idea. A lo mejor era el último lugar del mundo donde los posibles invasores, ante la eventualidad de una guerra, llegarían; y de ser así, a lo mejor podrían replegarse hacia los bosques y emboscar al enemigo… y bueno, qué más da. El asunto es que eran varios galpones. De repente se veía movimiento en la zona, y los cabros chicos se volvían locos al contemplar los uniformes—ciertas chicas y chicos más grandes también—. Sin darse cuenta, comenzó a llegar gente a las cercanías, en su mayoría civiles, asentándose una especie de aldea, primero de campaña, aunque con el correr de los meses, comenzó a parecer más un poblado. Había muchas dudas, y no fueron pocos quienes quisieron ir a enterarse de lo que sucedía en ese sector, del porqué de tanto movimiento de gente. Cada semana llegaban por docenas en los camiones militares. Había rumores de todo tipo: algunos hablaban de una seguidilla de avistamientos, e incluso de la caída de un platillo volador con extraterrestres vivos (onda Roswell), pero los civiles no parecían ser científicos. Otros decían que era una nueva cárcel y que esa gente eran una plaga de los más peligrosos delincuentes del país. Pero ninguno parecía ser un reo, ni menos estar privado de libertad. Nadie conseguía acercarse demasiado al área. El cerco de guardia armada lo hacía impenetrable. Un día, ya no hubo más camiones acarreando gente, solo entraban vacíos y salían misteriosamente cargados. Esa rutina acabó por hacerse normalidad para los romeralinos, quienes, con el tiempo, ni se inmutaban cuando veían a los cargueros atravesar el pueblo.

En las vísperas de una navidad, un gigantesco estruendo sacudió la tranquilidad nocturna. Fue como un terremoto. La gente asustada y confundida, salió de sus hogares pensando lo peor. A lo lejos, en dirección al sureste, del otro lado del río, una columna de humo se asomaba, negra y densa, acompañada por cientos de colores revueltos que explotaban entre medio de aquella cortina que se perdía hacia las alturas. Era el más hermoso espectáculo de fuegos artificiales que se hubiera visto jamás. El cielo empapado de fuego. Decenas de carros bomba comenzaron a llegar hasta el polvorín en llamas. Las explosiones se ramificaban como en un campo de batalla. La pirotecnia duró varias horas, el incendio días.

Pronto se conocieron detalles de lo acontecido. Los milicos habían montado una fábrica ilegal de fuegos artificiales, utilizando los explosivos acopiados en el arsenal, cuyas ganancias, solo dios sabe a los bolsillos de quién o quiénes fueron a parar. En la explosión y posterior incendio murieron cerca de ochenta personas, al instante, la mayoría trabajadores que cubrían el turno vespertino. Otros veintidós fallecieron con el correr de las horas y a causa de la gravedad de sus lesiones. Los heridos eran incontables. La posta local no daba abasto, no tenía las condiciones técnicas ni humanas para proporcionar los cuidados básicos requeridos por los mutilados y postrados. En eso murieron otros tantos, sobre todo los de mayor gravedad, a quienes era imposible trasladar.

Meses después de ocurrida la tragedia, una congregación de monjas italianas llegó a establecerse en Romerales. Ellas, en su infinito amor al prójimo, se hicieron cargo del cuidado de las víctimas del gran incendio, de apoyarlos y ayudarles en el doloroso y no siempre exitoso proceso de rehabilitación. Unos cuantos reclutas, recién llagados, fueron encomendados para construirles una casona, en el mismo sitio donde no mucho tiempo antes, hubiera un arsenal, una base y una fábrica ilegal. En esta residencia acogieron a la mayor cantidad de enfermos y amputados que pudieron, hasta cuando no hubo más cupos. Los pueblerinos, en especial los niños—como mi padre en esa época—, comenzaron a llamarla «casa monstruo», a razón de sus desgraciados habitantes. Los vecinos del sector, en su mayoría, se trasladaron a otras localidades, en busca de mejores oportunidades, y ojalá, lo más lejos posible de ese mal y explosivo recuerdo. Otros pocos, se quedaron. La comandancia abrió un sumario que no resolvió nada. La basura, una vez más, muy bien barrida bajo la alfombra; todo gracias a la pericia de un útil funcionario del alto mando, quien incluso ahora, en su tumba, todavía luce en la solapa de su chaqueta aquella medallita que le dieran en retribución por esa noble gestión. Al final, la base-fábrica fue desmantelada y los valientes soldados se fueron. Volverían años más tarde, convertidos en perros de presa, pero por otros asuntos, aún más escabrosos y turbios.

Mi padre cuenta que, ya para la época de las cosechas, las monjas y sus lisiados, se habían quedado solos. Los domingos en la tarde, era habitual ver a las religiosas pedir limosnas en la plaza. Sus beneficiarios se morían, algunos a causa de la vejez y otros al no poder recuperarse de sus heridas. En tanto, los padres, trataban de evitar que sus hijos se acercaran al área, asustándolos con cuentos de terror, esparciendo la ignorancia como semillas al viento. Llegaron a inventar que todos—incluidas las monjas—eran «leprosos». ¿En serio? ¿Lepra? ¿Habrá una palabra más horripilante que «lepra»? Seguro que la hay, aunque para mí, esa es de las más feas y repelentes. Más chico me hubiera asustado de solo imaginar a gente con la carne verde colgando y con los huesos al aire, persiguiéndome por el cementerio. Fue entonces que la «casa monstruo» se transformó en el lugar más solitario del mundo. Al tiempo, las monjas ni siquiera iban al pueblo. Comida no les faltaba, tenían una huerta bastante diversa y bien provista, además contaban con su propio pozo. Un doctor, venido de la ciudad, visitaba a los enfermos con regularidad. De vez en cuando, las monjas salían, quién sabe dónde, en una vieja camioneta que les había donado el alcalde. Regresaban a los días, como siempre, bien silenciosas.  

Las estaciones pasaron, inevitables, y el sector acabó siendo una suerte de rincón siniestro, de difícil acceso, sobre todo, después de que una crecida del río se llevara el puente, eso hace ya varios y alejados inviernos. Y así transitaron otros tantos, mi padre creció, se casó con mamá, nacimos sus hijos. Mi hermano fue asesinado; y luego, el muy infeliz, decidió que era una excelente idea abandonarnos; y mejor aún, armar una nueva familia.

*

Dicen que cada generación tiene un hito que la define. Una historia tan grande, que se cuenta y trasciende a través de los años. Pero en la mía, nos aburrimos esperando. Este pueblucho se hunde a diario en el barro de su decadencia, sin que nada suceda. Nada de nada. La única opción a un sitio que envejeció sin darse cuenta es cumplir dieciocho y largarse, como sea. Es imperativo borrarse de acá. Eso están haciendo todos. Es cosa de ver a quienes han decidido quedarse. Andan por ahí, secándose, como alma en pena, con los pasos atrapados, en calles hechas polvo bajo los zapatos, aburridos de revolcarse y respirar su propia mierda. Y esta sensación amarga de sentirse abandonado en medio de tantas cosas que duelen, no lo hace nada fácil. Solo consigue que las agujas de estos malos tiempos me tengan los brazos moreteados. Cada pinchazo sirve para olvidar por unos momentos que sigo respirando, y a la vez, es la única forma de sentirme vivo. No puedo pensar con claridad. Hace mucho calor. Demasiado. Huele fuerte a bencina.

Con los muchachos—Tito y Julio, mis dos grandes amigos de la vida—le dimos hartas vueltas a este asunto, por semanas, mientras alimentábamos los sentidos con todo tipo de cosas, a la eterna espera de que algo nos reviviera las ganas, y que el alma dejara de estrujársenos en esa enfermante impotencia del día a día. Así fue como decidimos venir hasta la vieja aldea, con el propósito de entrar en la famosa «casa-monstruo». Llegar fue más fácil de lo que pensamos, pese a la larga caminata trazada durante la tarde, azotados por el implacable castigo del sol. El área parecía estar abandonada, esa fue la primera impresión. Un rápido recorrido y la encontramos. Asomó, rancia ante nuestros ojos, la casona que habíamos venido a buscar. No había miedo, solo la inquietud edulcorada de entrar. La idea era clara. Trepamos el muro trasero e ingresamos al caserón. Las maderas del piso rechinaban delatando nuestra presencia, pero, al parecer, no había nadie a quien eso le importara. La noche estaba muy clara, la luna brillaba como en sus mejores ciclos, y nosotros, dentro de la casa nos debatíamos entre el azumagado y la ansiedad.

Revisamos, entre la hediondez y uno que otro vestigio de vida pretérita. Julio se hizo cargo del primer piso. Nosotros con Tito, de la planta alta y del «imponderable» aquel, que nos dejó pálidos en un principio. Al menos, el asunto quedó resuelto de la mejor manera posible. Fuera de eso, todo lo demás marchó bien, según el plan. Hablamos poco, casi nada. No había necesidad. Ojalá la gente aprendiera a valorar un buen silencio. Nos reunimos en el segundo piso, y sentados en el suelo abrimos unas cervezas. Prendimos un pitito y nos reímos recordando jugarretas de cuando éramos chicos. Fue una buena época. Fumamos. Con cada pucho tentábamos a la suerte. Las birras desfilaron, una tras otra, aplacando la sed extrema. En un momento, ya no hubo más. Esa era la señal, la hora había llegado. Entonces, cada uno se dispuso para alistar su dosis: una cucharita al fuego de un encendedor, hasta ebullir y disolver por completo el santificado opioide. La banda elástica, apretada sobre el brazo, desnudando las venas, evidenciándolas. La jeringa y sus tiempos precisos al absorber el elíxir… ya casi puedo acariciar la aguja con mi piel. Penetra, impune entre los moretones y tajos de dulces batallas anteriores. El olor a combustible es cada vez más pesado y embriagador. El pinchazo nos libera el camino a la gloria. Exhalo la última bocanada del cigarrillo y lanzo la colilla, aún encendida al suelo, en el instante mismo en que Julio se desvanece hacia atrás. El fuego acelerado se expande con rapidez por la sala, abrasándolo todo. Pronto no habrá más que cenizas— y acaso ¿no es ese el final de toda esperanza? Después de las cenizas ¿qué más queda? —. Tito me mira, sonriente y balbucea un «te quiero hermano». Cae de lado, sobre la pared. Mi corazón punza a mil.

Y aquí estamos, en donde siempre quisimos; los tres juntos, acorralados entre las llamaradas, sin voluntad en los huesos, sin rutas ni posibilidades de escape; convirtiéndonos inevitablemente en el hito que marcará a toda nuestra generación. Caigo de espaldas. El techo, encendido por completo, está cada vez más arriba; y algo así como la lobreguez del fantasma que hace un rato dejamos colgado en el armario, se cruza frente a mis ojos, desafiante. Aun así, estoy en paz. Profundo y feliz. A partir de esta noche, al fin seremos eternos.

 

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Enzo Farías Molina (Santiago de Chile, 1980)

 

Escritor, compositor y productor musical. Actualmente radicado en el puerto de Coquimbo. Dentro de sus trabajos literarios se encuentra el poemario Libro Negro: Textos y Narraciones Apócrifas (Episodios I y II), compilación de poemas y ejercicios literarios publicados a través de La Página de los Cuentos entre los años 2008 y 2009; ¿Cómo llegamos con vida a este lugar? (2014) y Episodios: Libro Tercero (2017). En 2022 su cuento «El hombre que incendió el mundo» obtuvo el segundo lugar en el III Concurso de Textos Breves Beatriz «Tati» Allende Bussi, organizado por la Plataforma Socialista de Chile. Posteriormente los poemas «Del valle hacia el interior» (2023) y «Las aguas» (2024) fueron reconocidos en las versiones consecutivas ydel Concurso de Poesía Lucila Godoy Alcayaga: Campesina Nuestra organizado por la Ilustre Municipalidad de Coquimbo y Casa de las Artes Rural. Durante el año 2024 participó del Taller Kenningar de la Fundación Pablo Neruda. Algunos de sus trabajos han sido publicados en medios digitales a nivel nacional e internacional.

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Enzo Farías Molina
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