Gusanos de la memoria | Alcozacán
Por Hubert Matiúwàa
Estábamos sentados bajo la rueda de un castillo pirotécnico que daba vueltas, medias vueltas, como si intentara rodar, pero algo lo detenía. El olor a fierro en las manos se metía en los ojos, provocaba sueño, un sueño largo de varios siglos.
–¿Hablaba alguna lengua indígena?
–Náhuatl.
–¿Qué escolaridad tenía?
–No estudió.
–¿Ocupación?
–Indígena, campesino.
–¿Estado civil?
–Nos casamos por la iglesia.
–¿Estado civil?
–Vivíamos juntos, era mi esposo.
–¡Que vaya a traer su acta de matrimonio!
Hay que cruzar la frontera del idioma para entender nuestra muerte. ¿Cuántas generaciones pasarán hasta sanar nuestra memoria de la violencia? Vi en la montaña de esos niños una sábana de neblina que cubre tormentas en sus ojos. No es raro que niños de los pueblos indígenas usen armas; nuestros padres nos enseñan a cazar. La diferencia es que estos niños aprenden estrategias de guerra para combatir la violencia.
«L» a sus quince años, nos dijo:
–He estado en tres enfrentamientos, la última en enero.
Vimos que acarreaban cervezas y pensamos: «Seguro vendrán en la noche». Y así fue. Para nosotros la noche es ventaja; conocemos bien nuestro pueblo. Cada piedra de este lugar nos da su protección. Esa vez quemé sesenta balas. A veces me daba miedo morir, pero poco a poco se me fue quitando. Un familiar que está con Los Ardillos me mandó a decir que tarde o temprano me va a matar. ¿A dónde voy a correr? Le mandé a contestar que aquí lo espero.
Cuando apenas empezó la violencia, muchos de los nuestros se fueron con ellos. Pensaron que por estar mejor armados iban a ganar; querían sentirse seguros. Los que nos quedamos, aquí estamos. Todos somos nahuas, éramos amigos, nos encontrábamos en las pasajeras, nos saludábamos, hasta íbamos en la misma escuela. Cuando balearon a una señora fue que arreció todo. La gente dijo: «Hasta aquí»; le entramos todos para defender el pueblo.
Despegamos los ojos a las cuatro de la mañana; el aire fue despejando la neblina, dejó entrever un doliente azul. Las voces de las radios aparecieron más cercanas, los locutores leían notas de periódicos donde el gobierno anunciaba la necesidad del desarme de las policías comunitarias. Ante la situación, ven un buen pretexto para modificar a conveniencia la Ley 701 de reconocimiento, derechos y cultura de los pueblos y comunidades indígenas de Guerrero. Una ley que desde hace años los gobiernos han querido desaparecer y justo en ella se han amparado los pueblos para dar seguridad a sus territorios, como el caso de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias de los Pueblos Fundadores (CRAC-PF). El nombre de «fundadores» y «casa matriz» remite a los primeros conflictos internos de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias de la Policía Comunitaria (CRAC-PC) de las regiones Montaña Alta y Costa Montaña.
Por su parte la CRAC-PC de San Luis Acatlán, la autodenominada Casa Matriz, en un comunicado se deslinda y desconoce a la CRAC-PF. En la nota se lee: «Nunca, desde su larga trayectoria de organización y lucha, la CRAC-PC ha promovido la participación de niños en temas de seguridad. En ninguna asamblea comunitaria de los pueblos que integran el territorio comunitario, ni mucho menos en la asamblea regional se ha utilizado a infantes para atraer la atención, ejercer presión y chantajear a alguno de los tres niveles de gobierno, por muy grave que haya sido su problemática».
¿Entonces qué pasará con estos niños? Más allá de los conflictos internos de la organización, algunos presentan a la CRAC-PC como si fuera una marca, con derecho a otorgar franquicias. Mientras, la violencia crece aprovechando la falta de unión de los pueblos y organizaciones. ¿Qué sigue? En un lugar como Guerrero, donde las violaciones a los derechos humanos y la violencia sistemática están normalizadas, las mineras tienen en la mira a estos territorios y el despojo por parte de grupos delincuenciales continúa.
Cuatro hombres levantan una caja. Portan el uniforme de la policía comunitaria. Dejan caer en el asfalto el cañón de los rifles, sostienen al que fue su compañero como si sostuvieran un fuego que les quema la piel. Una camioneta los alcanza, pero deciden seguir cargando el cuerpo. Quisieran cobijar el desamparo de aquella noche del 18 de enero. La palabra se esconde y se hace nudos en un hueco, crece como un tumor hasta reventarnos todos.
Sentados en la entrada de la iglesia, los sonidos de la campana repican astillas, perforan los parpados hasta dejarlos secos. Se escucha en el megáfono una voz ahogada. Tiene miedo de viajar en el viento. Anuncia lo incomprensible: «Tienen dos horas para velar a sus muertos… tienen dos horas para velar a sus muertos. En dos horas nos vemos todos en la iglesia». ¿Cuánto tiempo se necesita para despedirse de alguien? Se encendieron las velas y las lágrimas se vistieron del color del cielo.
«F» estaba sentado sobre una piedra. Su miraba esquivaba el cuerpo, desangraba el recuerdo del amigo. Se agachó para agarrarse la cabeza; notamos una pistola 22 fajada en su pantalón, un calibre que le doblaba la edad.
Llegaron los cuerpos a misa y de ahí rumbo al camposanto. El dolor se transformó en hormigas. Cargan las cajas para llevarlas a la casa de la tierra. Cruzaron la vereda sin abrir los ojos.
Sobrevolaba un helicóptero sobre nosotros, como un insecto que llega al pueblo de los muertos, después de enterrar los cuerpos que fueron músicos, al padre que reventó estrellas en el norte. Un convoy de la Guardia Nacional subió y dio un rondín que solo tardó cinco minutos. Su tiempo y nuestro tiempo no se beben en la misma jícara; nuestro tiempo no tiene medida ni lugar fijos, como el dolor líquido que viene y se va.
Dos días después, 31 de enero, el presidente de la República Andrés Manuel López Obrador se refirió a los conflictos en Chilapa y al caso de los niños convertidos en policías comunitarios: «…demostración de fantochería, de prepotencia… esos desplantes de prepotencia no sirven, no significan nada… vergüenza les debería de dar hacer eso, no se les va a aplaudir por eso». Mientras tanto, vuelve a levantarse la neblina en La Montaña; se enclava en los ojos de quienes no conocen el dolor y la historia de Guerrero. Qué ajeno ha sido este lugar a todos los gobiernos. Siguen los desplantes de poder y la indiferencia. Se hace un hueco grande que los niños de los pueblos indígenas recubren con sus cuerpos, ellos que deben ser prioridad para este país. ¿Fantoche el dolor cuando no son tus hijos?
Texto en periódico la “Trinchera-Política y Cultura”
Foto de portada: Lenin Mosso.