LOS SIGNOS ROTOS
Reseña del libro Impía Vida del escritor René Rueda.
Por Sebastian Guerra Soto.
Hay un lugar donde la palabra no entra, una especie de grieta que nos hunde en la ansiedad cuando la palpamos. El drama de la condición humana implica también una batalla más profunda y encarnada contra sí mismo que contra la naturaleza que le rodea. Estamos hechos de certezas y, si algo pudiera domesticar lo que nos rodea es, sin duda, el lenguaje. Entonces: ¿cómo señalar aquello que no puede ser señalado? ¿Qué pasa cuando las palabras nombran algo que ya no existe pero lo hacen con la única finalidad de ofrecernos un código que nos ayude a reconocernos en lo de afuera (o más aún, en lo de adentro)?
Peter Stillman, uno de los personajes principales de “Ciudad de Cristal”, la novela con la que Paul Auster comienza su “Trilogía de Nueva York”, lo resume así:
“Considere una palabra que remite a una cosa: <paraguas>, por ejemplo. Cuando digo la palabra <paraguas> , usted ve el objeto en su mente (...) Un paraguas no es solo una cosa, es una cosa que cumple una función, en otras palabras, expresa la voluntad del hombre. Ahora, mi pregunta es la siguiente: ¿qué sucede cuando una cosa ya no cumple su función? ¿Sigue siendo la misma cosa o se ha convertido en otra? (...)Cuando arrancas la tela del paraguas, ¿(...) sigue siendo un paraguas? ¿Es posible seguir llamando a ese objeto un paraguas? En general, la gente lo hace. Como máximo dirán que el paraguas está roto. Para mí, eso es un error, la fuente de todos nuestros problemas (...) Y si ni siquiera podemos nombrar un objeto corriente que tenemos entre las manos, ¿cómo podemos esperar a hablar de las cosas que verdaderamente nos conciernen?”
Es verdad que una de las preocupaciones de la literatura ha sido, desde sus inicios, el problema del lenguaje, es decir que en el quehacer literario encontramos de vez en cuando otras preguntas que, más que respuestas, nos ofrecen enfoques para cuestionar mejor.
Sin embargo, esa ansiedad por lo no nombrado, por lo que crece en medio de esa grieta del lenguaje (como una hierba que nos recuerda lo salvaje de nuestra invención léxica) ha movido a la humanidad a seguir escribiendo para plantear esas certezas tan necesarias.
Así mismo también encontramos obras, autores, textos, que, usando el símil de Marguerite Duras, parecen dialogar desde esa habitación que compartimos en esta casa donde leemos y creamos.
¿Es entonces la literatura un diálogo? La mayor parte de las veces nos gusta pensar que sí. Y de ser cierto, no es sino el intercambio de preguntas en un espacio destinado a ser nombrado temporalmente, como si nuestras palabras tuvieran (que lo tienen) implícito el signo de la mortalidad que nos precede.
Y todo porque, a menos que logremos saldar ese espacio al que se refiere Auster en voz de Stillman, siempre caeremos derrotados por la eternidad de lo innombrable.
No obstante nadie aquí está descubriendo, ni pretendiendo descubrir, el hilo negro. Todo lo que se ha dicho hasta ahora ha sido escrito antes y con mejor fortuna. Entre este diálogo inagotable de la literatura, encontramos voces que parecen estar cercanas a eso que finalmente queremos terminar de decir.
En “El silencio de Dios”, Juan José Arreola nos sumerge en una serie de cuestionamientos que oscilan entre la ruptura del maniqueísmo emocional y moral que nos subyace; y la búsqueda de un sosiego que parece no tener otra salida que la gracia de lo divino: “¿Es que estoy incapacitado para la elaboración del bien? “, pregunta el narrador a Dios, su interlocutor.
Y en esa pregunta radica el malestar de la existencia y la consabida dislocación de nuestras certezas. Y Dios responde:
“Por lo demás, mi carta va escrita con palabras. Material evidentemente humano, mi intervención no deja en ellas rastro; acostumbrado al manejo de cosas más espaciosas, estos pequeños signos, resbaladizos como guijarros, resultan poco adecuados para mí.”
Hasta aquí, la única preocupación de Dios es que su respuesta llegue antes de que nuestros “huesos sean polvo”, y su intento por usar ese artefacto tan humano del lenguaje escrito sea en vano.
Es precisamente con una cita de este cuento de Arreola, que René Rueda nos da la bienvenida a “Impía vida”. Ya desde entonces nos va colocando los signos que serán nuestra moneda de cambio a lo largo de la lectura.
El libro se divide en tres partes: “Mala suerte”, “Alto rendimiento” y “Sombra que avanza”, lo cual nos pone de manifiesto una nomenclatura subterránea, como si los tres momentos por los que avanzamos sugieren una historia contada a partir de silencios, o de pequeñas vibraciones en el espejo de agua del texto.
La primera parte nos lleva por cuatro historias donde lo que prevalece es lo urbano, las anécdotas de personas que habitan en los recovecos que una ciudad donde ya no se reconocen pero que caminan por sus vidas con la rutina de por medio. Aquí, la venganza se presenta con diferentes nombres: en “Visitantes”, por ejemplo, un narrador arrobado por el día a día, ve en la huída de su amada, Vendetta, una ruptura a la certidumbre que le cobijaba. En un pasaje que recuerda a “El diluvio”, de Le Clézio, en donde el autor francés evidencia la sustancia de la que están hechas las epifanías, el protagonista cae en la cuenta de la profunda soledad en la que ahora se encuentra, la cual busca revertir con la idea de un ladrón imaginario. A pesar de sus esfuerzos, y de su negativa para nombrar lo evidente, no alcanza a tejer una realidad que lo satisfaga completamente.
Es destacable el tono casi confesional en el cual están escritos los relatos. Incluso cuando existe un narrador omnisciente, el acercamiento a la anécdota nos sugiere una complicidad entre el hecho y la voz narrativa, como si a pesar de intentar generar una distancia, el narrador lleva implícita la condición de testigo.
Esta construcción se hace evidente en D.Z.Reqber, historietista, en donde la historia corre a lo largo de una doble hélice narrativa: por un lado el protagonista que huye de la mirada, del ojo que exhibe; un dibujante en pleno bloqueo creativo. Por el otro la anécdota de una conciencia marginal.
En la segunda parte: “Alto rendimiento”, Rueda narra otra tanda de historias que, a primera vista, nada tienen que ver con las primeras. No obstante, la pregunta sigue latente: ¿cómo nombrar lo que escapa al lenguaje?
En “Sombra que avanza”, el autor revela sus intenciones. El texto denominado “Los cementerios de París”, es una parábola sobre el papel de la literatura: “porque Arkan yacía sin vida a los pies de Julio Cortázar, como un símbolo de que la literatura y sus entes, aún en estado cadáver ,eran capaces de vencer a la peor de las barbaries, al peor de los tiranos”.
Quizá, como dice Arreola, no es común dejar cartas abiertas a Dios sobre nuestra mesa de noche. Pero si en algo podemos respondernos a nosotros mismos para apaciguar la ansiedad de lo no nombrado, sin duda “Impía vida” es una misiva inclemente contra ese silencio.
Sebastian Guerra Soto (Acapulco, 1988)
Estudió la licenciatura en letras hispánicas en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos Ha publicado en diversas publicaciones tanto físicas como virtuales, así como en algunas antologías. Ha coordinado varios talleres literarios. Es autor de la plaquette de cuentos: “Un pedazo de abismo”, publicada por la editorial Rojo Siena en 2012. Formó parte del comité organizador del festival “Acapulco Barco de Libros”.