Nunca es el mismo cielo
La electricidad se fue alrededor de las 10:30 de la noche. El día había estado nublado y la tarde cayó fresca como pocas veces sucede en el verano. En la casa, la electricidad se va muy poco, pero esta vez las colonias fueron tantas que “la luz de la ciudad” era escasa. La noche era profunda y el cielo un espectáculo poco común: estaba lleno de estrellas hermosamente desordenadas; un cielo que apenas recuerdo en Playa Ventura, con una vía láctea que nacía del mar para luego desaparecer en las alturas. Años más lejos, recuerdo el impasible cielo de mi pueblo, el rítmico bullicio de los grillos, el croar de las ranas y otros sonidos indescifrables. Me quedé parado mirando hacia arriba, un atisbo de luna que superaba las palabras: inefable, se dice. Métete, dijo David, no ves cómo están las cosas.
Me recosté en la cama, la noche entraba por la ventana pequeña, había dos estrellas grandes apenas encima de una montaña, brillaban con intensidad. Me preguntaba si eran los planetas o las estrellas las que titilan. Busqué en el Google, pero la falla de energía hizo que se apagaran las antenas, no había señal celular ni internet. David preguntaba que si este no sería el inicio de un apocalipsis. Así empieza el desastre: un apagón masivo, las redes desconectadas, imposibilitados de pedir ayuda o de emitir alguna señal. Se asomaba a la ventana y veía las luces de los coches. Se recostó en la cama, miraba su celular con la esperanza de que en pocos minutos la red volviera. Ya, apaga eso, le dije, disfruta el silencio. No puedo, contestó, yo no soporto el silencio.
Yo lo disfrutaba, el silencio se sentía como una loza que viene cayendo hacia ti pero nunca llega. Se escucha todo, dijo él. Era cierto, los coches, los ruidos de los vecinos, la música de algún vehículo que pasaba por la calle. David no sólo no soporta el silencio, sino que tampoco tolera la oscuridad. Le dije entonces que no sería el fin del mundo, por lo menos no con los zombis que tanto prefiere en las series y películas, en este caso quizás comenzarían a salir demonios más oscuros que la noche, llegarían tocando las puertas, informes, sin una cara como la nuestra, y no, tampoco serían como Voldemort, siempre es peor, porque los demonios viven en nuestra cabeza, le dije. Ya cállate, me dijo, sabes que me da miedo. Mira lo que hay en la azotea de la casa —apunté al techo de la casa vecina—, algo se mueve muy rápido. No miró, se tapó los ojos y repitió cállate, cállate, cállate...
Me quedé mirando las estrellas y pensé en las noches que habría que caminar hacia el campo para amarrar los caballos. Los pies se acostumbraban al camino, o la memoria les indicaba, uno podía correr en la noche, sin caerse; podía incluso percibir el sonido de las serpientes. Recuerdo mucho que por un tiempo me dio miedo el ulular los búhos, el grito del pájaro perro cerca de los arroyos y escuchar el aullido de los coyotes, el olor de las flores que sólo huelen de noche, los murciélagos que chupaban la sangre al ganado, distinguir el olor de la madera. La noche me daba miedo, hoy la recuerdo como otro mundo al que pocos tienen acceso.
No es lo mismo, por supuesto, una tormenta en la ciudad que una tormenta en nuestra casita de adobe. Desde ese pequeño montículo veía el cielo abrirse por la furia de los rayos y las centellas, aprendí a preguntarme sobre el poder de un relámpago y la velocidad del sonido en los truenos. Cuando la luz se iba, y eso era cada tormenta, sólo nos quedaba la lluvia sobre las tejas, el olor de la cocina y las pláticas entre nosotros. La luz más grande era la veladora encendida en el altar.
En la comida o en la cena había café, pan, frijoles servidos con salsa de molcajete, queso fresco, pipisa, rábanos y tortillas recién sacadas del comal. El fuego de la chimenea inundaba la cocina. Mi madre hacía unas quesadillas de flor de yerbasanta dobladas en el comal, luego poníamos la salsa y al abrirla el queso se derretía. A veces hacíamos picaditas con salsa, queso, crema y frijoles fritos. Para mí fue todo un descubrimiento saber que había picaditas con otros guisados. Pero aún prefiero mis picaditas de frijoles calentados en manteca acompañados de retoños del guaje.
Nos quedamos dormidos en el piso. Despertamos por la luz de la habitación. Eran las 12 y minutos de la noche. Nos metimos en la cama y al apagar la luz miré de nuevo por la ventana. La belleza inusitada de la noche se había ido, las dos estrellas que estaban en el horizonte ya no se veían y la luna nueva ahora era una línea poco visible. Nunca es el mismo cielo, pensé, seguramente el momento volverá a repetirse, pero nunca es el mismo tiempo.
Foto de portada PxHere