Abigail, creció con el llanto de su útero desde la adolescencia. Unos cólicos que doblegaban su vientre sin cesar. Le tocó aprender el llamado de angustia constante de su útero por la irradiación de los estrógenos. Esos que no funcionaban bien, pero que batallaban cada mes por rastros de la luna.
“Es horrible ver llorar tanto a mi útero,” pensaba a sus tiernos doce años.
En marzo del 2002, con veintisiete años, un llanto desgarrador de ese músculo de amor ha dejado algunas lágrimas en cama de Abigail. Han pasado diez días y el llanto no se va. Casi siempre al anochecer solía decir, quizás el problema soy yo. No lo he sabido cuidar, y los miomas lo laceran sin compasión, pobre mi útero. Y el agua de sus ojos no se fue aquella noche de culpabilidad.
Durante cuatro años se repitió el momento: se sentía tranquila días antes de menstruar, una seguridad en sí misma, una ilusión por ser madre y un deseo sexual activo, pero con el llanto del útero se iba todo esto. No podía dejar de llorar, no dormía, no comía solo quería morirse.
Y estando en ese punto, con Juan Luis su novio igualmente devastado, fue al ginecostetra. Su caso no era tan grave como parecía, pero el dolor estaría acompañando sus días. Era una paciente con miomatosis uterina crónica, y algunas pastillas anticonceptivas ayudarían a que este dolor no arruinara su camino.
En ese tiempo se volvió a construir y se pidió perdón miles de veces. No era culpable de ser mujer, pero si podía modificar una química de su cuerpo hasta cierto punto. Podía contemplar el sol, el canto del viento y comprender: por qué lloraba su útero sin tanta angustia.