Señor Santiago y el Cazador de Sombras de Guillermo Leyva

Señor Santiago y el Cazador de Sombras

Ese tres de mayo, cuando se anunció el quinto toro de la noche; Domingo Rodríguez, sentado en primera fila, comprendió que sería la última vez que acudiría a un jaripeo; más aún, sería la última noche de su vida. Mientras el montador se daba tiempo para acomodarse, los latidos de Domingo se armonizaban con las tarolas de la banda, cuyos redobles crecientes invocaban el silencio y contenían el aliento de la gente, añadiendo más suspenso y tensión a ese momento tan ceremonioso en que hombre y bestia se enfrentaban. El mismo nombre del toro: “Cazador de sombras” y la misma música de hacía veinticinco años, retumbaron en sus oídos y lo hicieron sudar frío.        

Cuando los caporales abrieron las puertas del cajón, la bestia salió con una impetuosidad insólita, liberando también la euforia contenida en todos los presentes. El jinete no pudo resistir más de tres reparos y, aunque buscó desesperadamente el pretal para apoyarse, salió impulsado con violencia, cayendo aturdido en el suelo. Contrario a seguir su instinto de embestir a su montador, el toro se dirigió veloz hacia Domingo y justo en el momento en que saltaba para aplastarlo, una impecable lazada de uno de los jinetes lo sujeto por los cuernos, haciéndolo caer entre una nube de polvo. Domingo dejó de escuchar la música y el bullicio; se desvaneció y sólo despertó cuando ya estaba en su cama, rodeado de su esposa y sus tres hijos.

—Mi hora ha llegado, mujer, ve por el cura, pues no debe quedarme mucho tiempo. 

Sin decir palabra, como si entendiera lo que ocurría, Mercedes tomó su rebozo y un paraguas y salió con prisa hacia la calle.

Ante la desazón de sus hijos que lo observaban con gran preocupación, Domingo habló:

—Como les he platicado, yo fui un montador de toros, el mejor de la región; así conocí a tu madre y aceptó casarse conmigo con la promesa de que dejaría esta actividad tan peligrosa. Pero no le cumplí; tan pronto naciste tú, Pablo, aproveché su cuarentena para volver a las ferias y seguir montando. La paga era buena, pero lo que más me gustaba era burlar a la muerte en cada toro que enfrentaba, escuchar mi nombre en los gritos de la gente, disfrutar la fama y tener siempre la atención de las mujeres.

Todo esto me trajo muchos problemas con su madre, de quien nunca obtuve halagos ni admiración y siempre se opuso a que me ganara la vida de esta manera. En una ocasión me partí el brazo al caerme un toro encima; su madre, llorando me suplicó que dejara esto de los toros, pues no quería quedar viuda y con huérfanos. Una vez más le prometí alejarme de esto sin poder cumplirle. Luego naciste tú, María; y ni la ilusión cumplida de tener la parejita; niña y niño, me hizo cumplir mi promesa; y para el colmo, resulta que cuando naciste tú, José, yo no estuve presente por irme a una feria al estado de Morelos y al regresar me encontré la casa vacía. Su madre se había ido a la casa de sus padres, cumpliendo su amenaza de dejarme.

De inmediato fui a buscarla, pero por más que le rogué para que me diera otra oportunidad, estaba determinada a no regresar conmigo. De nada sirvió hablar con mis suegros.

 “Prometiste y no cumpliste, m’ija tiene techo y comida en esta casa, al igual que mis nietos; y si ella no quiere regresar contigo aquí siempre será bienvenida” -Me dijo su abuelo.

“Tu fama de mujeriego y bebedor es mal ejemplo para los niños. Si no te mata un toro en cualquier ratito vas a acabar mal entre tanto maleante que hay en esos lugares” -Me dijo su abuela muy molesta. 

Su madre y sus abuelos siempre me insistieron que nunca dejarían que yo les infundiera ese gusto por la montada a ustedes dos. Por eso a veces Mercedes se lamentaba de haber tenido dos hijos varones por el temor a que siguieran mi camino.

Ya cansado de tanto insistir, mejor me levanté pa’ retirarme, pero su madre intervino desesperada.

—¿Y si hace lo que dijiste papá? Todavía queda esa posibilidad.

—No m’ija, esto es cosa seria y no creo que este hombre esté preparado para hacer algo así.

—Yo haría cualquier cosa por recuperar a mi familia. -Les dije.

Se hizo un gran silencio lleno de misterio y de miradas que se cruzaban como animando al otro a hablar. Por fin, tu abuelo me miró un largo rato y me dijo con determinación: Tienes que “empautarte” con Señor Santiago. Tendrás que jurar que jamás volverás a ser montador de toros, ni volver a beber, aparte de otras cosas que te indicará el cura.

Sentí mucho miedo, había escuchado de esos “pactos especiales” con Señor Santiago; nadie sabía cabalmente en qué consistían y no eran muchos los casos conocidos, pues no todos los que lo solicitaban tenían el privilegio de ser elegidos por el Santo para tan honroso acuerdo; además se comentaba que muchos no habían cumplido con el pacto y habían desaparecido misteriosamente o se les veía deambular sin sus facultades mentales por los poblados de la región. Muy pocos habían llegado a un buen final, pues no era fácil resistirse a las tentaciones del mal. Sin embargo, la posibilidad de recuperar a mi familia me hizo agarrar valor.

Acudí a la iglesia a confesarme, dejé una ofrenda y hablé con el cura del posible pacto. Me volvió a advertir de los riesgos de ser elegido y no cumplir, pero ya estaba decidido. El cura me miró con resignación y dijo: estaré en oración especial desde hoy, pidiendo por ti, y si el santo considera que eres digno de ese “trato”, recibirás una señal en la víspera de su día; que, como bien sabes, es el veinticuatro de julio. Mientras tanto, procura no acercarte a ningún lugar donde haya fiesta, bebidas, mujeres y corridas de toros, pues justo ahí las tentaciones se te aparecerán de diversas formas, tratando de perderte en el camino que has decidido seguir. Vente en ayunas a misa y no olvides confesarte todos los domingos. 

Hice todo como el cura me pidió y esperé ansioso esas doce semanas hasta que llegó la fecha del veinticuatro de julio; pero para evitar tentaciones decidí escuchar los cuetes y la música, que acompañaban al santo, desde mi cama. Le pedí a un vecino que me encerrara con llave para no sentir la provocación de unirme a la velada y terminar bebiendo hasta el amanecer, como en todas las fiestas del pueblo.

Ya era casi la media noche cuando empecé a sentir un sueño muy pesado y cerré los ojos. De pronto dejé de escuchar la música y el tronido creciente de los cuetes que anunciaban el fin de la vigilia y me quedé dormido. Todo estaba en silencio cuando escuché en mis sueños los cascos de un caballo que se acercaba. Quise levantarme para mirar por la ventana, pero no pude moverme ni tantito; sin embargo, alcancé a escuchar cuando el caballo se paró junto a la casa y un jinete que se “apeaba”.  Nunca oí que se abriera la puerta, pero alguien se arrimó hasta mi cama. Quise abrir los ojos y gritar, pero no tenía voz, igualito que cuando se te “sube el muerto”. Entonces, Él me habló.

—Domingo Rodríguez. He venido a decirte que he aceptado pactar contigo; mañana a medio día debes acudir con el cura, el ya sabrá lo que te tiene que decir, no puedes contarle jamás a nadie de lo que hables con él y conmigo hasta que estés en tu lecho de muerte.

Y así lo hice, supongo que al cura también le habló Señor Santiago en sus sueños, pues me dijo que ya me esperaba. 

Todo fue felicidad durante varios meses, cumplí con lo que se me había pedido al pie de la letra hasta que el tres de mayo llegó la feria del pueblo. La música de las bandas que llegaban de los pueblos vecinos se juntaba en una mezcla de alientos y tamboras que apresuraban los latidos de mi corazón, provocándome a salir y unirme a la gran fiesta. Me asomé a la calle para ver el paseo del pendón, cuando una mojiganga me jaló y empezamos a bailar. Sin darme cuenta me envolví en el ambiente; de pronto me vi rodeado de personas que bailaban, bebían y se bañaban en cerveza y mezcal. El recorrido, el calor de la primavera y las gotas de alcohol que cayeron en mi boca me despertaron una sed increíble. Como si me leyera el pensamiento, una joven hermosa con una botella en la mano me acerco un pequeño jarro con una bebida exquisita que bebí de un solo trago, sólo para volverlo a llenar una y otra vez hasta vaciar el frasco por completo. La joven me sonrió provocativa y se alejó hacia la avanzada del pendón. Quise seguirla, pero la perdí entre el alboroto del público, músicos, jinetes y bailarines de las diferentes danzas que acompañaban el desfile. Corrí abriéndome paso entre el avispero de gente; tan empecinado estaba en encontrarla que no me di cuenta que ya había llegado a las afueras del corral de toros. Llegué justo para escuchar la “oración del jinete” La música de viento y el olor de las bestias terminaron por enloquecer mis sentidos; me olvidé de la joven y busqué un lugar cerca del cajón de jaripeo. Cuando el primer montador trepó al toro y despertó la ovación de la gente mi adrenalina ya estaba al tope y volví a sentir en el estómago el placer del peligro por retar a la muerte.

Todo parecía tan normal hasta que se anunció el quinto toro de la noche: “El Cazador de Sombras”, un ejemplar negro, brillante, que con su enorme musculatura parecía romper los tubos de metal. Cuando el jinete se preparaba para montarlo, un brusco y extraño movimiento del toro lo hizo caer dentro del cajón, lesionándolo gravemente con las pezuñas; lo tuvieron que arrastrar por entre las patas del animal, pues los caporales nunca pudieron abrir la puerta. Una gran pausa se generó, mientras se veía la posibilidad de sustituir al jinete. De pronto apareció a mi lado la misma joven y me dijo en voz baja al oído mientras me ofrecía más bebida: -Nadie quiere montar este toro, dicen que no hay suficientes jinetes, la verdad es que le tienen miedo, lo van a regresar al encierro, ya no hay valientes como tú Domingo. Al mismo tiempo escuché a la multitud enardecida gritar mi nombre: ¡Domingo! ¡Domingo! ¡Domingo! Una “diana” de la banda añadió más emoción a ese momento tan lleno de encanto. Con el pecho lleno de orgullo me levanté y me ofrecí para montar; los demás jinetes me miraron sorprendidos y me abrieron paso. Mientras me ajustaba, apresurado, los guantes, espuelas y chaparreras; murmuré mi propia oración del jinete:

“Señor, yo no te pido un toro fácil de montar, más bien te pido valor para enfrentarlo, destreza para dar un buen espectáculo y salir del ruedo con honor; y si ésta ha de ser mi cita con la muerte, te pido que me lleves a tu lado y me digas: Pásale hijo, tu boleto de entrada está pagado, aquí todas las tardes serán de triunfo y gloria para ti”.

Tomé un puño de tierra que desvanecí entre mis dedos y me dirigí hacia el cajón; sin hacer tanta ceremonia caí sobre el lomo del toro y sentí como mis piernas se pegaban a su piel negra y suave. El animal salió impaciente tan pronto se abrió la puerta. A pesar de los violentos reparos logré aguantar más de los ocho segundos reglamentarios. Entre gritos y señas los vaqueros me indicaban que ya me bajara, que ya era suficiente. Me preparé para lanzarme al suelo, pero noté que mis piernas estaban totalmente fundidas a su cuerpo y, aunque permanecía pegado a su lomo, sentía mi espalda arquearse y a punto de romperse por los intensos “reguileteos” a uno y otro lado. De pronto la bestia dejó de reparar y empezó a correr a gran velocidad hacia una de las puertas de salida que brincó sin dificultad. Todos los jinetes nos siguieron tratando de lazar al animal, mientras me gritaban desesperados: ¡Tírate al suelo!, ¡tírate al suelo! Pero el “Cazador de Sombras” era mucho más veloz que sus caballos y pronto dejé de escucharlos.

La noche se volvió completamente negra por las nubes y no me permitía ver más allá del cuerpo de la bestia que resoplaba con fuerza, pero sentí el olor de los pinos, las ramas de los encinos y las hojas de “rasca” que golpeaban en mi rostro; por lo que comprendí que nos enfilábamos hacia el bosque. Por fin una nube se movió, dejando pasar algo de luz y me di cuenta que nos encontrábamos en las faldas del cerro de “El Toro”. De pronto me acordé que había violado mi pacto y comprendí quién me llevaba a cuestas. Sentí la peor angustia de mi vida, pues sabía de las consecuencias. Quise pedir perdón aclamando a Señor Santiago, quise hablarle al demonio para negociar con él, pero solo escuché un extraño alarido saliendo de lo más profundo de mis entrañas. Casi desfallecía cuando me pareció oír el galope de un caballo que se acercaba por la izquierda.

—¡Suéltalo! 

Fue una voz de trueno, al mismo tiempo que escuchaba el inconfundible zumbido del floreo de una reata preparándose para lazar. De manera impecable, el “Cazador de sombras” fue atrapado por los cuernos; el olor a reata quemada sobre el fuste de la silla inundó el ambiente, pero la bestia no se detuvo y aceleró su carrera haciendo pedazos la soga. Un segundo intento terminó igual; la reata se reventó después de un agudo rechinido al enredarse sobre la montura. 

Pude ver a poca distancia la entrada a la temida “Cueva del diablo”, lugar donde aseguraba la gente habían desaparecido varios animales y pobladores; quienes lograban salir de ahí quedaban dementes, pues habían sido tocados por el demonio.

El tercer intento por detener al toro por fin tuvo éxito. La bestia se detuvo en seco. Entre el polvo y los matorrales, finalmente Domingo pudo vislumbrar a un hermoso caballo blanco y un jinete con una vestimenta tan dorada que, aún en la penumbra, brillaba como con luz propia. Los chapetones, argollas y estribos de la montura reflejaban en destellos de oro los escasos rayos de la luna.

“Suéltalo” volvió a gritar el jinete con voz de trueno, pero el toro no me soltaba y seguía resistiéndose. Entonces el jinete desenfundó una larga espada plateada que levantó sobre su cabeza. El toro se preparó para embestir y pelear, pero de pronto dio un tremendo reparo que me lanzó sobre las ramas de un encino, agitó su cornamenta perfecta y volvió a reventar la reata. Casi desfallecido, alcancé a ver cómo se perdía en el interior de la cueva.

El misterioso jinete se acercó a mí y apoyándose en su caballo me bajó del árbol sin ninguna dificultad, me acomodó boca abajo en la silla, pues no tenía fuerzas para permanecer sentado. Él se montó “anancas” y nos encaminamos de regreso al pueblo.

—Domingo, Domingo, la tentación fue más fuerte que tú y no cumpliste con tu parte del pacto. Acudí a tu llamado para salvar tu alma, pero un gran precio habrás de pagar a cambio de ello. Vendré por ti en uno de los días más felices que habrás de vivir en esta tierra y ese día será cuando nazca el primer nieto que con tanto gozo habrás de esperar, mientras tanto, te daré la oportunidad de cuidar a tu familia. Busca otra forma de ganarte la vida y evita las acechanzas del demonio, pues este “amigo” nunca descansa.

Cuando entramos a la calle principal todo era silencio, ni siquiera un perro ladrando que avisara de nuestra presencia. El reloj de la iglesia marcó las dos de la mañana, “la mala hora” decía la gente del pueblo, aunque para mí significaba volver a nacer y empezar una nueva vida junto a mi familia. Después supe que todos se encerraron con miedo, por lo ocurrido, y nadie se atrevió a ir a buscarme. Empezó a llover con fuertes relámpagos y así llegamos a las puertas de la casa donde el jinete me bajó. Desde lo más profundo de mi corazón le di las gracias, quise decirle algo más, pero él me agarró de los hombros y me miró de tal manera que no pude contener el llanto y ya no pude pronunciar palabra. De un salto se trepó al caballo y lo vi perderse entre la obscuridad; cuando los cascos del caballo dejaron de escucharse los perros aullaron como despertando de un mal sueño. Toqué a la puerta y ya tu madre me esperaba, apenas crucé la puerta y me desplomé en sus brazos; con trabajo me arrastró hasta la cama, me acercó ropa seca y me limpió la cara de las heridas que traía. Caí en un sueño profundo por más de doce horas.

Veinticinco años habían pasado desde que, a Domingo Rodríguez, el mejor montador de toros de la región, se lo había llevado el diablo en el lomo de un toro negro y fue rescatado gracias a un pacto que hizo con Señor Santiago. Todo ese tiempo cumplió a cabalidad lo acordado, viviendo del campo y acudiendo a los toros sólo como espectador. Tan feliz era que se había olvidado por completo de las últimas palabras de El Santo, hasta que sintió que moría aplastado por el Cazador de Sombras.

—Pablo, si hoy me toca entregar cuentas al señor también significa que tu hijo debe estar por nacer, aunque todavía no se cumplan los nueve meses, debes prepararte porque seguramente va a ser sietemesino como yo. Que tristeza me da no conocer a mi nieto y morir sin la dicha de ser abuelo, era la ilusión más grande que tenía. Como ya sabemos que va a ser hombrecito te quiero pedir como última voluntad que le pongas, por nombre, Santiago.

El cura llegó, el mismo que intervino en el pacto. Pidió a la familia despedirse para quedarse a solas con Domingo. También parecía conocer de todo lo acontecido.

—Dame tu confesión, Domingo, creo que debemos apurarnos para la extremaunción -Dijo, mientras buscaba en su maletín los santos óleos y preparaba la ostia para la última comunión. 

Todo quedó en silencio, ese extraño silencio que siempre anunciaba un acontecimiento extraordinario en el pueblo.

—Padre, yo creo que ya no hay tiempo para eso, deme su bendición, oigo pasos de un caballo que se acerca.

 Y ya no hubo tiempo ni silencios, sólo la nada en el último hálito de Domingo, que escuchó los pasos, casi al modo de un trote elegante, de un caballo blanco con herraduras de oro.

Por Guillermo Leyva Rodríguez