APOLOGÍA DE LA MUJER QUE FUI
Sobre los espejos
¿Cuántos espejos deberíamos tener? ¿Cuántos reflejos necesitamos de nosotros mismos? Un espejo grande para poder mirarnos el cuerpo entero; uno pequeño para centrarnos solamente en el rostro. ¿O necesitamos solamente dos espejos paralelos como los que tenía Charles Foster Kane en su mansión de Xanadú (Ciudadano Kane) para obtener un reflejo infinito de nosotros? Fuera de su uso decorativo el espejo es de uso individual, pues nadie necesita un espejo para mirar al otro sino solo para mirarse uno mismo. Gracias al espejo reconocemos nuestras formas, nuestros cuerpos, descubrimos el diminuto lunar que desde siempre había estado en la mejilla, nos percatamos de la espinilla que brotó esa mañana, conocemos las dimensiones de nuestros rasgos. Sobre los espejos Ángela Carter escribe: “Yo era el sujeto de la oración escrita en el espejo [...] Los espejos son objetos ambiguos. La burocracia del espejo me provee de un pasaporte para el mundo; me muestra mi apariencia”. Gracias al espejo no nos sentimos ingrávidos ni incorpóreos; el espejo nos proporciona un exterior para andar por el mundo.
Si como dice Schopenhauer el mundo es nuestra representación, es decir nosotros producimos el mundo, pero a su vez estamos incluidos en él y por ello también somos representación, entonces ¿cómo vernos a nosotros mismos? Somos la parte del mundo que nos está vedada. El espejo es, por lo tanto, uno de los medios por los cuales podemos conocer nuestra propia imagen. Mirarse al espejo es la manera más rápida de responder a la pregunta ¿cómo saber que yo soy yo? Aunque también es cierto que puede ocurrir que al mirarnos no nos refleje a nosotros sino a un otro con el que no logramos identificarnos.
El espejo es también un testigo del tiempo. Clitemnestra, en un cuento de Marguerite Yourcenar, solo se da cuenta de que han pasado diez años desde la partida de Agamenón cuando se detiene frente al espejo y se percata de que su cabello ya es gris. El espejo nos acecha como un vecino, desde su casa de reflejos. Ya nos ha contado Borges que Poe en un texto sobre el decorado de las habitaciones menciona que los espejos deben colocarse de tal manera que una persona sentada no se refleje, puesto que podría provocarle cierto malestar. ¿Qué clase de malestar? Pienso que el originado por la incomodidad de ser observada por ella misma, el absurdo de ser actor y espectador a la vez.
El espejo es pues un testigo que a veces preferimos evitar: no mirarnos al espejo nos ayuda a conjurar lo que desagrada de nuestro cuerpo, tal como Safo que “cuando se baña, se da la vuelta para no ver sus senos tristes en el espejo”. Hubo un tiempo en que yo misma evité los espejos: ellos ya no me devolvían la imagen que por tantos años había reconocido como mía; ahora me devolvían una versión extraña de mí misma, una versión monstruosa. Hay que decirlo de una vez: la imagen de un cuerpo golpeado. Evitaba los espejos para sentirme abstracta. Pero los espejos tienen memoria. En otro espejo mi ojo fue un eclipse de golpes; en otro reflejo, el espejo escribía: “esa mañana ella no se parecía a ella, su cara estaba deforme, hinchada y morada”. Parecía que había otra en el espejo; parecía que los espejos se habían rebelado contra mi imagen, arrebatándome el pasaporte para el mundo. Al final, esa otra se quedó atrapada en el espejo —¿ya les hablé de que todo lo que se mira aunque sea una sola vez en el espejo queda para siempre engullido en su memoria?—, no quise traerla a la realidad.
El rechazo hacia los espejos ocasionó que me quedara sin rostro. Fue entonces que alguien más se encargó de dibujarlo: de ser una mujer que fue violentada por su pareja, pasé a ser, por común acuerdo entre la gente, la mujer infiel. No había realidad en ello pero era creíble que una mujer lo fuera. Sin un espejo, mi nombre y su imagen habían quedado fracturados.
La escritura es un espejo, no en el sentido mimético sino como una forma de autorretratarnos, de situarnos ante nosotros mismos. La hoja en blanco es un espejo hueco. La violencia hacia las mujeres será un espejo hueco mientras no se escriba sobre ella, mientras no sea contada por las víctimas sino por los agresores. Estas palabras intentan llenar los espacios vacíos de mi historia; estas páginas son el espejo en el que al fin se atreve a mirarse la mujer que fui. Soy una testigo.
Marillen Fonseca Analco
Cuentista y ensayista. Originaria del puerto de Acapulco, radica en la ciudad de Cuernavaca. Estudió la Licenciatura en Literatura en la Universidad Autónoma de Guerrero y la Maestría en Humanidades en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Ganadora del VII Premio Estatal de Cuento, Poesía y Ensayo Literario Joven 2018, en la categoría de ensayo, con el texto titulado “Apología de la mujer que fui”. Ha participado como ponente en distintas universidades: Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Universidad Autónoma de Chihuahua, Universidad Autónoma de Nuevo León, entre otras. Recientemente publicó el ensayo “Cosmogonía melodramática: suicidio divino y destino en Borges y Mainländer” como parte del libro Philipp Mainländer: Actualidad de su pensamiento.
Texto: Marillen Fonseca Analco
Ilustración: Alan Tostado
diegomontes@adncultura.org