Además de Mayambé
“En sí, la homosexualidad está tan limitada como la heterosexualidad:
lo ideal sería ser capaz de amar a una mujer o a un hombre,
a cualquier ser humano, sin sentir miedo, inhibición u obligación”.
Simone de Beauvoir
La más grande de mis hermanas, así anunciaba Johnny Gray al espectáculo dancístico sensual de Mayambé en el Afro Casino. La pista recibía a la sensual mujer con luces tenues. Ella siendo una bailarina de afro, tenía la habilidad para hipnotizar a los clientes con el vaivén de sus caderas, solo dejaba de ser ella cuando al final del número se colocaba en la orilla posterior del escenario para ser él, quitándose la peluca y la falda, y con una pose de gallardía terminaba su espectáculo, mostrando su masculinidad inerte. En la tercera pieza musical, Mujer de Magia Negra, ella se deslizaba a la orilla de la pista para que el cliente que quisiera postrar su rostro en la intimidad de la mujer consentida de la noche, lo hiciera con infundía. Como se escribió en líneas de arriba, cuando ella quedaba desnuda los parroquianos quedaban en el asombro al ver que el varón desnudo fuera Mayambé, pero no les daba tiempo para el enojo, la excitación aún corría por sus cuerpos.
No recuerdo con precisión si fue Rosella o La Princesa Lea, quien propuso que al final del número de Mayambé, sonará en las bocinas del Afro Casino la carcajada que se dan al final de la canción “Thriller” de Michael Jackson (1982), en lo personal me opuse, pero yo no era el capitán en ese lugar de la buena vida nocturna, con ese toque final pasó de ser un asombro íntimo a una exhibición del cliente con su resbalada, en conclusión la propuesta de la vedette puso en un plano naco el final de la “más buena” de las hermanas de Johnny.
Mayambé es un icono atemporal de La Huerta, lugar que era el VIP de la Zona Roja de Acapulco. En una ocasión Mayambé se fue de gira al Bajío con otros números que hicieron mella en las noches de la “Zona”, por citar uno: Los Limbos. Para cubrir ese espacio contrataron a Karina. Ella, Karina, en la segunda pieza musical descubría el pecho con parsimonia, para mostrar sus senos firmes y seductores, se arrodillaba en la orilla de pista y el parroquiano o turista tenía la oportunidad de acariciar, besar y chupar los pechos de la vedette ante los ojos complacientes de ella. Se desprendía de ellos y volvía a caminar aún con falda de chaquira verde o multicolor. En la tercera pieza con suavidad y al ritmo de la pieza “El hombre del brazo de oro” deslizaba el resto de sus prendas a la pista y ya desnuda caminaba con movimientos candentes de cadera por toda la pista. Mayambé solo se exhibía unos segundos para salir de forma súbita por la puerta giratoria del escenario. Karina no, ella “calzaba” como el famoso “Monca” de Tuncingo, en cuanto se bajaba la falta, todos los clientes hasta los meseros echaban la espalda hacia atrás. Había un silencio, el humo de cigarro, el servicio de las copas era la atmósfera del disimulo. Pero Karina estaba lejos de ese ritmo sensual y el manejo de la pista como el sigiloso Mayambé, digamos de cierto arte escénico, Karina caminaba y Mayambé en la seducción dancística.
Mayambé quien rompía la cuarta pared eclipsó a otros personajes gays de la zona roja, que merecen ser mencionados, pero aquí un paréntesis lingüístico, en ese capítulo o pasaje de la historia de Acapulco no era común palabra “gay”, sino las que hora te puede llevar a la connotación de homofóbico: maricón, joto y puto. Eran lo más usual; y con su permiso de ustedes lectores dejaremos por el espíritu del escrito “el gay” fuera de este texto. El maricón tenía su complemento, no tenía una pareja como estos tiempos actuales, tenía o mejor dicho mantenía mayates. El mayate no perdía su esencia viril y siempre peinaditos, pero machos. Por lo regular más joven y con permiso de tener algún desliz con una chava y si era de la vida galante mejor. Nada que ver con el otro personaje de la noche: El Padrote, que será tema de otro escrito.
Pero Mayambé no fue quien inició este tipo de “show transformista” (así se le decía en los 70’s), el honor lo tiene Rubí Kabakian (o Kabaquian), bailarina con gran habilidad. Ella robaba los piropos y aplausos cuando salía hacer su número en la pista del Gato Negro, primer espacio del streptease de Acapulco. Bailaba con destreza, tal era esa destreza que los clientes, no se daban cuenta de que ella tenía una pierna más larga que la otra. Y de igual forma causaba asombro cuando ella se desprendía de sus atuendos y mostraba el pene bajo el abundante vello púbico. Antes que existiera Mayambé
Además antes de Mayambé, con lo que me platicó mi padre, el primero que fue el brillo de la Huerta Nigth Club y buscado por clientes para hacer atendidos por él, fue Jesús, mesero del lugar que un porte decente y buen cuerpo, portaba su uniforme, pero se atrevió en los 70’s a maquillarse y verse bello. En sus postrimerías llegó a tener el mote de “Chucho, La Temblorina”, ya que subió considerablemente de peso y sus brazos perdieron tono, y sus tríceps hacían oleajes en el mar de la celulitis. Fue una reina, pero no le perduró la fama. Chucho llegó a vivir frente a la casa de papá, en la entrada del primer callejón de Mal Paso, en un cuarto del tamaño de una celda, donde solo estaba su cama y un baño. Los niños le tiraban piedras a la puerta de lámina como diversión cotidiana; él salió en una ocasión con lágrimas en los ojos y se paró en la puerta exigiendo que lo dejaran en paz, “yo qué les he hecho, por favor déjenme en paz”, dijo con voz entrecortada. Los niños ya habían corrido, yo sentado en la otra acera, me conmovió. Hablé con los cuates para que no volvieran a tirar piedras a su puerta de lámina sin pintar. Aun así, ya de edad avanzada, se chapaba las mejillas y con un maquillaje discreto se iba a pasar sus tardes al zócalo del puerto. ¿Qué contempló Jesús en ese pasaje arbolado?, se dice que ese punto, corazón del centro histórico del puerto era un espacio donde el mayate se ofrecía, sobre todo el adolescente, con la esperanza de sacar dinero y comprar unos tenis, así dejar a un lado esas cholas al estilo Bruce Lee, que se usaban en esa época. Chucho se sentaba en una jardinera y con su mano derecha en un vaivén no soltaba en abanico, el maquillaje no se debía correr, gordito, pero con estética y estilo.
Quien hizo la incursión nocturna a La Huerta en los 80’s, recordará las mesas y las sillas toscas de madera rústica, algunas de ellas tenían nombres de clientes asiduos. Pues esas sillas y mesas tenían que moverse para el aseo del lugar, y el encargado de ese trajín era “El Yiyo”. Que tenía un parecido a Eugenio, personaje del cómic Condorito. Él en una soledad con la escoba y el trapeador de todos los días hacía de la polución de una noche anterior un recinto para volver hacer un recinto del goce mundano. Él tenía gruesas piernas con abundantes pelos en ellas, piernas toscas que las dejaba ver con sus shorts al estilo del mundial México 68. Pero por la noche era “La Yiya”, ya para los amigos, conocidos y clientes siempre fue “La”, siempre fue ella. Con una maestría de maquillaje y con medias puestas en sus piernas torneadas y bien formadas, las cuales las lucía gracias a su coqueta mini falda y su sencilla peluca, era toda una madame fatal, era una bella mujer, quien con poses sensuales permanecía por la noche en la entrada de la puerta principal de La Huerta, “paradita” como una muñequita en una esquina, dócil y presta a complacer. Tenía una sensualidad corporal, comparada con las sirenas de la Ilíada, con cantos corporales seducía a sus clientes, quienes la subían al automóvil para ir al hotel. Era la dueña de ese micro territorio, ya que tenía la concesión del patrón: Don Valverde. Hay que decirlo que en cada de esos viajes se podría haber jugado la vida, siempre salió victoriosa.
En La Huerta, vivían más de cincuenta mujeres que ejercían el sexo servicio por la noche, había algunas de ellas que tenían que estar en horario diurno en un pequeño bar fuera de Afro Casino, con el calor acapulqueño, pero bajo esos ventiladores de aspa larga y metálica. Ellas, las que vivían in sitio, tenían su propio cuarto, al cual tenían la absoluta libertad de decorarlo y amueblarlo a su gusto, para sus ingresos tenían lo más chic del momento, las mejores televisiones, con las videocaseteras en formato VHS, alfombras, lámparas, etc., había buenos gustos. Pero no todas las mujeres que asistían por la noche vivían ahí, ellas con sus clientes tenían que usar los cuartos “de servicio”, que era una galera como de 16 cuartos, un pequeño hotel dentro de ese mundo nocturno. Mi primer trabajo en la adolescencia fue hacer el aseo a esas habitaciones por la mañana, y por la tarde partía a estudiar el bachillerato en administración de empresa, allá en la colonia Las Cruces. Por la noche estos cuartos eran “administrados” y atendidos por La Chispa y Domingo. Ambos no se maquillaban, ni modificaban su vestimenta, Domingo lo recuerdo con sus sandalias de pato de gallo ya amoldadas a sus pies y La Chispa con su tenis Panam. Domingo era el principal y La Chispa su ayudante, este último fue asesinado en su vivienda, ubicada en El Pasito, esto ocurriría después del cierre definitivo de La Huerta.
La anécdota máxima con ellos fue: en una plática sobre una canción de Juan Gabriel, Domingo afirmó que tal pieza musical era dedicada a un Acapulqueño, ya que se lo confesó “Alberto Aguilera”, hice una leve sonrisa a mis adentros. Semanas posteriores él pidió descansar un día de afluencia clientelar, es decir un viernes o sábado. Se le fue concedido por el patrón y no solo eso, sino que llegó como cliente al Afro Casino con un amigo, y sí, era él, Juan Gabriel. El Tako Valverde, le pidió a Marco (El loco), hoy mesero del Baby’o que fuera por el babero de su hijo para que se lo autografiara. No sé si desde ahí me fui quitando los prejuicios.
No precisó si en 1973 o 1974, Elías Acosta “El Chiquito de Acapulco”, amanerado a más no poder, solía ir a la casa de vez en cuando, ya que trabaja para mi papá, ahí en el legendario Gato Negro con sus tandas de medianoche. Se sentaba en el patio con mi madre y a chismear lo que sucedía por las noches en la zonaja. Él era un presentador de las chicas que hacían show de striptease, pero tenía su estilo particular de ser ella con glamour y cierto show (un show girl) sin llegar al chiste vulgar, buscaba el doble sentido fino, no como el Aracuán, ese era directo y “vulgarzote”. Elías Acosta es mencionado en el libro “Acapulco” del periodista Ricardo Garibay, libro que de cierta forma fue un encargo del exgobernador Figueroa. Elías Acosta tuvo su fama y gloria ahí en la mismísima Zona Roja, no era “jotito” cualquiera, era “El chiquito de Acapulco”, saludarlo era como saludar a un rockstar de la época.
En los 80’s “La Mona” era el conecte de las mujeres que vivían en la Huerta con el mundo exterior: con sus shorts cortitos, en sandalias y con una blusa traslúcida, presumía la forma de sus pequeños senos, caminaba con la charola llena de platos con comida corrida de los restaurantes aledaños. Una de su característica era que ya al cuarto o al quinto viaje de entregas de comida le reventaba el Pacidrim, o lo que se hubiera metido, y su caminar se hacía extraño, pero sin perder rectitud y con ese sol recalcitrante de Acapulco, su cuerpo con andar parsimonioso empezaba a sudar, el rímel se le escurría, su pelo chino más cercano a una peluca perdía compostura y la asimetría de la cabellera se daba vuelo con el viento. Cuando un adolescente pasaba a su lado, La Mona apretaba los labios y por sus adentros suspiraba, era toda una figura diurna de la colonia. La Mona por la noche también sufría cierta metamorfosis, se arreglaba muy chic, pero él/ella era más de Costera, El Relax era uno de sus espacios, que por cierto el gerente que no recuerdo ni su nombre ni su nickname, pero sí de su fino estilo para vestir a la moda, vivía en el fondo del callejón de Malpaso. Ya en esa época empezó la sombra negra sobre ellos, el SIDA, ya que los primeros criterios sociales para ubicar la enfermedad se decía: solo le da a los putos. La Mona, sería un gran personaje para algún cuento o incluso novela.
David quien era compañero del Afro Casino, él en la barra hacia la coctelería requerida, en esa época las bebidas preparadas eran solicitadas, no como hoy que casi todo se ciñe a cerveza de tarro. Él era un chico discreto y trabajador, a lo que iba, de vez en cuando compartió de su tiempo para ir con nosotros al Navy’o, bar que aún está abierto en la calle Cuauhtémoc, fue el segundo espacio de after hours, después del 13 Negro de la Zona Roja. Pero nuestro amigo por lo regular iba de la chamba a su casa. Era discreto incluso con su homosexualidad. Era común que los meseros tuvieran una novia, compañera de trabajo, aunque estaba prohibido, la sanción era el despido para ambos, política de la empresa. Pese a eso el amor no se detenía, y como dicen los psicoanalistas: el amor no se busca, el amor aparece. No fui la excepción, pero el tema no es el punto de este texto, lo menciono, porque ella, acapulqueña, por cierto, la única hasta lo que supe. Mientras escribía estas últimas líneas tuve que hacer una pausa, me invadió el recuerdo. Ella me hizo conocer el hotel de paso “El Chuchita” que se encuentra a pie de la calle 13, con techo de lámina de asbesto y ventilador de techo. Pero también fue ella que al salir del Arcelia y despedirnos del “9” y el enanito de la puerta, nos encaminó al Hotel Bohío a las orillas de la Zona Roja, ahí me topé con él, con David, mi compañero de trabajo y descubrí a su pareja o a su desliz de ese momento. Recuerdo algunos clientes de ese hotel y a la distancia me digo que sería un escenario ideal para la fotógrafa Diane Arbus, un espacio muy freak. Según se dice que David tropezó y se mordió la lengua severamente y no pudo recuperarse, el SIDA no lo dejó hacerlo. Llegamos a ser vecinos en Cd. Renacimiento.
En los 80’s un mecánico tenía su taller en una entrada de la Zona Roja, había varias entradas, pero todos los caminos nos hacían llegar a la perdición gustosa, él tenía el nombre de uno de los Reyes Magos, vestía a la usanza de una generación que usaba los pantalones bombachos con pinza y arremangados en la bastilla, y claro, sin playera. Tosco de cuerpo y lleno de aceite quemado, sin ninguna manía o quiebre de voz, sin ningún rímel que insinuara su inclinación sexual. Aquí podemos parafrasear el refrán: caras vemos, pero intenciones no sabemos. En una barra de una cantina de la Zona, su pareja despechado nos contó su amor por él. Incrédulos hasta que llegó el mecánico, pero con en camiseta a la Pedro Infante, solo se abrazaron y para muestra de su amor con virilidad se dieron un beso en la boca delante de nosotros. Quitamos la vista de ellos y pedimos otra cerveza. El amor no tiene sexo, le escuché decir a Pablo Milanes.
A un local del “El Sarape”(espacio de música viva y con cuartos propios para ejercer el sexo servicio) se encontraba un restaurante modesto, pero con una cocina de sabores tradicionales, atendido por una pareja de mariconcitos, que tampoco eso demérito el espacio o los manjares. Hoy no se aceptaría que uno de sus guisos para chuparse de los dedos, era el caldo de iguana, picoso para recuperar la actitud ya sea para seguir la noche o llegar a casa menos perdido. Sí, claro, la pancita y otros remedios culinarios también estaban en el menú. El lugar era divino, un toque de esquina, una recuperación, un volver estar al tiro y repito: te daba la energía para regresar a la polución de luces, música, cigarro, alcohol y mujeres.
Siempre que se menciona a la Zona Roja, se refieren a las mujeres de gran diversidad que tenían presencia en el espacio del ejercicio del “pecado” en Acapulco. Deje hasta el último la mención de Raúl, “El Limbo” quien le dio vida al famoso Tivoli, ese espacio que en su entrada de escalera de alfombra roja acogía tu llegada. El Limbo no solo lo administró, sino con su número dancístico y su imitación de Juan Gabriel, ambos de primer orden, le dio un lugar en la Zona Roja. Él fue uno de los que resistió hasta el último momento en el declive de la “Zonaja”. Aquí estimado lector tuve que ir por un whisky, y escuchar en audífonos “La indiferencia” de Juanga, Raúl la interpretaba en cover desde lo profundo de sí, lo sé, porque en ese momento de la noche los espectadores no levantaban sus copas, todos atentos a su cantar, se detenía el servicio, como si el mismo Juan Gabriel estuviera en la pista. En sentido estricto él era un gran bailarín con tablas y formación. Esa fusión que hizo con su hermana para crear el show de Los Limbos, pero después ella se fue con el Captian Mendiola a Michoacán a poner otros negocios nocturnos. Y fue que arma el número con Alelhí, mancuerna de bailarines con una coreografía afro, que ni ella ni él se opacaban, era una precisión en ritmos, sincronía dancística. En un momento del baile él la subía en sus hombros en posición horizontal y giraban en la pista con velocidad expectante que atrapaban la atención del público, era un espectáculo como en Las Vegas, un lujo en la Zona Roja, en el Tívoli y también ellos la ejecutaron en la pista del Afro Casino. La anécdota que tengo en el Tívoli, fue que El Loco, nos invitó una botella de brandy Don Pedro, a media botella él bajó a la vinatería por cigarros y no regresó, nos embarcó y tuve que dejar mi reloj, regalo de graduación de la preparatoria. Pasaron los días junté el dinero de la cuenta de esa noche de amigos y fui por él, me enseñaron un buen de relojes, pero no el mío. Se quedó en las arcas del Tívoli.
Los putos (hoy comunidad gay) de la Zona Roja nunca fueron marginados, eran sujetos de ese ecosistema nocturno, no peleaban por un derecho solo eran tal cuales, el mundo inmoral no tenía cabida ahí. Sé que omití a varios por el espacio, como quien hacía los vestidos de las vedettes y el vestuario de los bailarines y bailarinas de los ballets del Afro Casino.
Dejo como homenaje a los que hicieron suya la frase de Nietzsche: hazte quien eres.
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