El divino arte de ser niño
Ser niño, es sin duda el arte más puro y complicado en la existencia de la humanidad. Necesitamos estar en un estado máximo de conexión físico/espiritual con el yo, con la esencia, con el ser, y sobre todo con la palabra.
El día de ayer, miércoles 7 de agosto, después de haber cumplido con algunos pendientes me decidí a ir a la segunda y última presentación de la obra "Soy luna: El musical", a cargo de el grupo de los cursos de verano de la compañía de teatro Gleeland, a la cual, me habían invitado una semana atrás.
La sede, el Heritage Auditorium (sigo sin entender la manía por los nombres fifí, pero en fin), afuera, un calor proveniente desde las mismísimas profundidades de las moradas de Satán. Adentro otro tipo de calor, ese calor que ni siquiera los aires acondicionados pueden degradar con sus condensadores, ese calor que además de sentir, puedes ver y escuchar.
19:15 h, tercera llamada y dos pequeñas actrices a escena frente aun aproximado de 400 personas, aunque creo que me estoy quedando muy corto con el número, la obscuridad y el neón no dejaban distinguir bien el contorno de las cabezas de la muchedumbre que ahí nos aglomeramos. Las pequeñas toman el escenario circular que se aploma al centro del salón, es natural para ellas, al menos así luce, y no de forma forzada se dan sus actuaciones. Ya quisieran más de uno que conozco tener esa facilidad para plantarse en escena.
Se suman tres niños más, ninguno de ellos tiene más de 15. Comienzan a cantar, y vaya los cachos de voces que salen de esas pequeñas gargantas, y a la vez bailan, y los presentes quedan totalmente enamorados de ese talento natural, de esa sencilléz para hacer lo que pocos de edad más adulta se atreven siquiera a pensar: Ser niños.
Aplausos, gritos y vítores.
La obra sigue.
Más de cuarenta niños
Cantan y bailan todos.
¿En verdad lo prepararon en cuatro semanas?
Y no salgo del asombro.
Nadie por igual.
Quisiéramos todos ser niños
y subirnos con ellos al escenario
y bailar,
y cantar con esa energía
inagotable como la del universo.
Pero no.
Nosotros no somos niños ya.
Una competencia de canto se cuenta en la primera parte de la puesta, un romance infantil, esos que son bien puros y bonitos. Amistades y las rivalidades que cuando se es niño, sólo se resuelve de una forma y nada más, jugando, no a bombazos como los adultos.
Intermedio. Neones azules y un telón en las pantallas. Hot dogs y frappes. Son casi las 20 h.
Arriba el telón, o al menos eso hacen ver las pantallas, segunda parte y nos apretamos los patines para la competencia de Roller. Más baile, más canto, más amor y más talento. Los protagonistas ganan (nada nuevo, pero a quién demonios le importa). Pero los que más ganamos somos nosotros, el público, que recibimos una lección tremenda de cómo se hacen las cosas.
Los grandes que dirigen salen a escena al terminar la puesta, tienen su mérito también, pero las estrellas son chiquiticas, así como las vemos en el cielo.
Se entregan los reconocimientos a los más grandes por haber participado en el verano Gleeland, un día anterior fue a los pequeños. La más chiquilla tiene sólo cinco años, y qué diamante en bruto hay ahí.
Abrazos y foto grupal. Se cierra el telón. Al menos por hoy.
Gracias. Pero gracias a ellos por hacer con sendo amor las cosas que hacen. Al final de cuentas así lo hacen los niños, porque ser niño es un arte, sin duda el arte más puro y complicado en la existencia de la humanidad. Necesitamos estar en un estado máximo de conexión físico/espiritual con el yo, con la esencia, con el ser, y sobre todo con la palabra.
Texto y fotografías: Iván Ortiz
Contacto: ivan@adncultura.org
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