Naked Lunch | William S. Burroughs

Naked Lunch de la Generación del Beat

William S. Burroughs (1914-1997)

 

 

Es una figura legendaria de la literatura norteamericana de este siglo, un escritor comparado con Villon, Rimbaud y Genet. Tanto su vida como su obra, de un pesimismo total y un sombrío sentido del humor, reflejan una actitud de rebelión permanente contra la sociedad convencional.

 

Estaba viviendo en una habitación del barrio moro de Tánger. Hacía un año que no me bañaba ni me cambiaba de ropa, ni me la quitaba más que para meterme una aguja cada hora en aquella carne fibrosa, como madera gris, de la adicción terminal. Nunca limpié ni quité el polvo de la habitación. Las cajas de ampolletas vacías y la basura llegaban hasta el techo. Luz y agua cortadas hacía mucho tiempo por falta de pago. No hacía absolutamente nada. Podía pasarme ocho horas mirándome la punta del zapato. Solo me ponía en movimiento cuando se vaciaba el reloj de arena corporal de la droga”, cuenta él mismo en el prólogo de su célebre libro El almuerzo desnudo.

Se editó en 1959, con el título en original Naked Lunch, fue Jack Kerouac quién le sugirió usar el título de El almuerzo desnudo para la obra escrita por Burroughs en Tánger. “Hasta mi reciente recuperación no comprendí lo que significaba exactamente lo que dicen sus palabras: ALMUERZO DESNUDO: un instante helado en que todos ven lo que hay en la punta de sus tenedores”, cuenta Burroughs.

Esta novela de Burroughs es una de las míticas que integran la literatura norteamericana, es un descenso a los infiernos de la droga y una denuncia de horror a una sociedad.

 

El almuerzo desnudo
El almuerzo desnudo (Anagrama, 1959), William S. Burroughs

 

Por el natalicio de Burroughs, te compartimos un episodio de su novela Almuerzo Desnudo (1959):


 

LA CARNE NEGRA


 

Nosotros amigos, ¿sí?

El pequeño limpiabotas puso su sonrisa de ligar y miró al Marinero a los ojos; ojos

muertos, fríos, submarinos, ojos sin huella alguna de calor de lascivia, de odio, de

cualquier sentimiento que el chico hubiera experimentado alguna vez en sí mismo, o

visto en otro, fríos e intensos a la vez, impersonales y rapaces.

El Marinero se inclinó hacia adelante y puso un dedo en el brazo del chico, en la

parte interior del codo.

Habló en un susurro apagado, de yonqui:

Con venas como ésa, chaval, ¡cómo me lo iba a pasar!

Se rió con una risa de insecto negro que parecía cumplir alguna oscura función de

orientación, como el chillido del murciélago. El Marinero rió tres veces. Paró de reír y

siguió allí inmóvil escuchándose por dentro. Había cogido la frecuencia silenciosa de la

droga. La cara se le fue ablandando como si sus pómulos prominentes fueran de cera

amarilla. Esperó medio cigarrillo. El Marinero sabía cómo esperar. Pero los ojos le

ardían con un hambre espantosa, pura. Giró lentamente su cara de emergencia

controlada hasta enfocar al hombre que acababa de entrar. El Gordo Terminal se había

sentado y barría el café con ojos neutros, como un periscopio. Cuando sus ojos pasaron

sobre el Marinero hizo una mínima señal con la cabeza. Sólo los nervios al aire de la

necesidad de droga habrían registrado algún movimiento.

El Marinero alargó una moneda al chico. Se deslizó hasta la mesa del Gordo con sus

andares flotantes y se sentó. Estuvieron un largo rato sentados en silencio. El café estaba

construido en uno de los lados de una rampa de piedra al pie de un cañón de altas

paredes blancas. Los rostros de la ciudad pasaban silenciosos como peces, manchados

por adicciones envilecedoras y lujurias de insectos. El café iluminado era una campana

neumática desprendida de su cable, hundiéndose en los más negros abismos.

El Marinero se pulía las uñas contra la solapa de su traje a cuadros. Silbaba una

cancioncilla entre los dientes amarillos y brillantes.

Cuando se movía, su ropa emanaba un olor rancio a vestuarios abandonados.

Estudió sus uñas con una intensidad fosforescente.

Tengo cosa buena, Gordo. Puedo darte veinte. Necesito un adelanto, por

supuesto.

¿En especie?

Bueno, no llevo los veinte encima. Pero te digo que es cosa fina. Coser y cantar.

El Marinero se miraba las uñas como si estudiase un plano—. Sabes que cumplo

siempre.

Que sean treinta. Y diez tubos de adelanto. Mañana a la misma hora.

Necesito uno ahora, Gordo.

Vete a dar una vuelta, encontrarás uno.

El Marinero se deslizó hacia la Plaza. Un golfillo le metió un periódico por la cara

para tapar la mano con que le ponía una pluma en el bolsillo. El Marinero no se detuvo.

Sacó la pluma y la partió como una nuez entre sus dedos gruesos, fibrosos, encarnados.

Sacó un tubo de plomo. Cortó un extremo con una navajita curva. Del tubo brotó un

vapor negro que quedó suspendido en el aire como un visón hervido. La cara del

Marinero se disolvió, su boca onduló hacia adelante como una larga manguera y sorbió

la pelusa negra vibrando con peristaltismos supersónicos, desapareció en una explosión

muda, rosácea. La cara volvió a enfocarse con insoportable precisión y claridad, el

hierro amarillo de la droga que marca a fuego las ancas grises de un millón de yonquis

llorones.

Esto durará un mes —decidió tras consultar un espejo invisible.

Todas las calles del centro descienden entre cañones más y más profundos hasta una

amplia plaza en forma de riñón, llena de oscuridad. Las paredes de calles y plazas están

perforadas de cafés y cubículos habitados, algunos de muy poca profundidad y otros que

se alargan hasta más allá de la vista formando una red de pasillos y habitaciones.

A todos los niveles se entrecruzan puentes, pasarelas, tranvías de cremallera.

Jóvenes catatónicos vestidos de mujer con trajes de arpillera y andrajos podridos, caras

intensa y groseramente pintadas de colores chillones sobre estratos de cardenales,

arabescos de cicatrices supuradas abiertas hasta el hueso nacarado se aprietan contra los

transeúntes con silenciosa y tenaz insistencia.

Traficantes de la Carne Negra, carne del gigantesco ciempiés acuático negro —que

llega a alcanzar dos metros de longitud— hallada en una ruta de rocas negras y lagunas

pardas, iridiscentes, exhiben crustáceos paralizados en unos escondrijos de la plaza y

solamente visibles para los Comedores de Carne.

Practicantes de oficios inconcebibles y ya olvidados, estraperlistas de la Tercera

Guerra Mundial, excisores de sensitividad telepática, osteópatas del espíritu,

investigadores de infracciones denunciadas por suaves ajedrecistas paranoicos,

ejecutores de autos fragmentarios de procesamiento escritos en taquigrafía hebefrénica

que acusan inimaginables mutilaciones del espíritu, agentes de estados policía sin

constituir, destructores de sueños exquisitos y nostalgias puestos a prueba en las células

hipersensibilizadas por la enfermedad de la droga y canjeados por materias primas de la

voluntad, bebedores de Fluido Pesado sellados en el ámbar translúcido de los sueños.

El Café de Reunión ocupa un lado de la Plaza, un laberinto de cocinas, restaurantes,

covachas para dormir, peligrosos balcones de hierro y sótanos que llevan a los baños

subterráneos.

Unos Chaqueteros desnudos, sentados sobre taburetes de satén blanco, sorben

jarabes de colores translúcidos con pajitas de alabastro. Los Chaqueteros no tienen

hígado y se alimentan exclusivamente de cosas dulces. Sus labios delgados, de un azul

amoratado, cubren un pico de hueso negro afilado como una navaja barbera y con el que

frecuentemente se hacen pedazos cuando se disputan clientes. Estas criaturas segregan

por sus penes erectos un fluido adictivo que prolonga la vida retardando el metabolismo.

(De hecho, se ha demostrado que todos los agentes que prolongan la vida son adictivos

en razón directa a su eficacia real.) Los adictos al fluido de Chaquetero reciben el

nombre de Reptiles. Varios de ellos derraman sobre las sillas sus huesos flexibles y su

carne rosinegra. Detrás de las orejas tienen unos abanicos de cartílago verde cubierto de

pelos eréctiles huecos a través de los cuales absorben el fluido. Estos abanicos, que se

mueven de vez en cuando impulsados por corrientes invisibles, cumplen también alguna

función de comunicación sólo conocida por los propios Reptiles.

Durante los Pánicos bienales, cuando la brutalidad desnuda de la Policía de los

Sueños asola la ciudad, los Chaqueteros se refugian en las hendiduras más profundas de

las paredes sellando ellos mismos sus cubículos de arcilla y permaneciendo varias

semanas en bioestasis. En esos días de terror gris, los Reptiles corren de un lado a otro

más y más deprisa, se gritan al cruzarse a velocidad supersónica, sus cráneos flexibles

baten en el viento negro de insectos que agonizan.

La Policía de los Sueños se desintegra en grumos de ectoplasma podrido barridos

por un viejo yonqui que tose y escupe en la mañana enferma. El contacto llega con unos

tarros de alabastro llenos de fluido de Chaquetero, y los Reptiles pueden descansar.

El aire vuelve a estar claro y tranquilo, como glicerina.

El Marinero localizó a su Reptil. Se deslizó hasta él y pidió un jarabe verde. El

Reptil tenía una boca de cartílago marrón pequeña, redonda como un disco, ojos verdes

sin expresión casi cubiertos por un párpado de fina membrana. El Marinero tuvo que

esperar una hora para que la criatura se diera cuenta de su presencia.

¿Tienes algo para el Gordo? —preguntó, y sus palabras se agitaron entre los

pelos del abanico del Reptil.

El Reptil necesitó dos horas para alzar tres dedos transparentes color de rosa

cubiertos de pelusa negra.

Unos cuantos Comedores de Carne yacen entre charcos de vómito, demasiado

débiles para moverse. (La Carne Negra es como un queso putrefacto, irresistible,

deliciosa y nauseabunda, de tal modo que los Comedores comen y vomitan y vuelven a

comer hasta que caen exhaustos.)

Un joven pintarrajeado se escurrió adentro y empuñó una de las grandes garras

negras, inundando el café de un olor dulce y enfermo.



 

Burroughs, W. S., (1959), El almuerzo desnudo, Barcelona, España, Anagrama.


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