Sinfonía de un tigre interior
A la llegada de la tarde del Viernes Santo, Judas llevó a su familia al parque de la colonia para que disfrutaran de un helado de chocolate. Las sonrisas de sus hijos lo hacían feliz, pero en esta ocasión no se le notaba. A pesar de las malas rachas en el negocio, la alfarería le permitía algunos pequeños placeres, como degustar de un sabroso helado; las ventas de algunos jarrones le ayudaban a cubrir los gastos mínimos necesarios de su familia, algo que él valoraba, en estos tiempos de incertidumbre. Se podría decir que cuidaba cada peso de su negocio para destinarlo a la familia, pero esa tarde solo a la esposa y a los hijos se les veía el regocijo.
La habilidad que poseía para moldear el barro lo distinguía de otros alfareros, cada pieza que construían sus manos eran apreciadas por los clientes del mercado, su esposa se sentía orgullosa de ese talento. Después de la última cucharada de su helado, su amada, con una servilleta le limpió las comisuras de sus labios; con delicadeza, le acomodó el cuello de su suéter y también la boina que meses atrás le había regalado. A ella siempre le gustaba que la trajera puesta al salir a la calle. Su esposa le dijo que su perfil era más de soldado que de alfarero, a ese comentario expresó una sonrisa fingida. Judas miró su reloj, levantó su cabeza y lentamente la giró contemplando su entorno, temía que alguien siguiera sus pasos, al descartar algo extraño se tranquilizó un poco, había llegado la hora de separarse de ellos, con un fuerte abrazo se despidió de sus hijos, besó a su esposa en la mejilla y le susurró: si Dios lo permite nos vemos en casa, a la hora de la cena.
Entre el bullicio de la calle y con pasos pausados, se encaminó a la parada del transporte público. Sacó una cajetilla de cigarros y prendió uno. Con este en la boca, giró hacia atrás, alzó su mano y, como un pañuelo, la agitó en el viento para decirles adiós. Después siguió su curso. A dos cuadras del parque tomó la urban, que lo llevaría a su taller, espacio heredado de su abuelo. El chofer recibía a sus pasajeros con música a todo volumen, Judas subió y se sentó en el único espacio que quedaba, se ajustó la boina, y en un ambiente de canciones modernas comenzó a revisar los mensajes del WhatsApp, un número desconocido lo sorprendió con el texto: Por la boca muere el pez. Nunca imaginó que se mancharía la conciencia con la sangre de un inocente.
Maldita sea, no puedo continuar con este escrito; por más que lo releo, me duele la cabeza. Frente a mi computadora el apuro de obtener una buena historia me carcome el ánimo, este dolor como un tigre se ha introducido en mi mente, lo escucho rugir, con fuertes zarpazos desgarra mi cerebro, si no hago nada contra este felino terminará por destruir todas mis ideas. Los analgésicos que he consumido no han logrado enjaularlo. Justo ahora siento como camina por mi sien izquierda. Sus pisadas no me dejan seguir pensando en Judas. Estoy desesperado, todo por unos malditos pesos de esa revista de tercera.
Voy por un vaso con agua fría e ingiero el líquido sin hacer pausas. De pronto, mi mente queda en silencio; el efecto de alguna pastilla consiguió una tregua con el tigre. Me acuesto en el sofá y duermo por 15 minutos. Ese pequeño descanso resultó reparador. El tigre que me tiene inquieto aún sigue dormido; escucho sus ronquidos. Podría ser el momento preciso para matarlo y liberarme de él para siempre. Enciendo un cigarro, lo fumo con calma, mientras hago esto abro la Biblia en el Evangelio de San Mateo, después de leer algunos versículos, llego a la conclusión de que Judas Iscariote nunca debió ahorcarse. Fue su mayor error hacerle creer a todos que él era el culpable del amargo destino de un buen hombre.
Mientras el tigre sigue dormido, aprovecho para ir a la computadora, y escribo:
Judas, después de aquel mensaje de WhatsApp, aumentó su temor a perder su vida. Un día atrás, “la maña” se presentó a su taller, le hicieron saber que tenía que pagar una cuota o de lo contrario lo matarían. Para salir de la situación les dijo que él era solo un empleado, que el negocio pertenencia a su primo Jesús, y que lo podían encontrar a tres locales adelante. Le creyeron, pero ese día su familiar no se encontraba. Regresaron al otro día por la tarde. Jesús se negó a dar dinero y desmintió ser el patrón de su primo. Mientras Judas estaba en la heladería del parque, su primo recibía siete tiros, los sicarios dejaron una cartulina, con la leyenda, DE EJEMPLO. Antes de irse del lugar uno de los matones le escribió un mensaje al celular de Judas: por la boca muere el pez.
Judas se bajó de la urban para llegar a la calle de los talleres de alfarería, al arribar a ella vio a varias personas afuera del taller de su primo, aceleró su caminar, se abrió pasó entre los mirones, al llegar al interior del taller vio tirado el cuerpo de Jesús con el letrero a su costado derecho con la leyenda: DE EJEMPLO. Él se paralizó, y así observó la llega de la esposa del occiso, quien venía con sus dos hijos. La familia se desplomó ante el cuerpo de Jesús, los llantos y gritos del porqué de lo sucedido fueron tan lastimosos que lo sacaron del trance.
Judas se dio media vuelta y caminó sin rumbo, deambuló por las calles por más de dos horas, subió a un puente para cruzar la avenida, se dijo asimismo: ojo por ojo, diente por diente. Miró hacia al asfalto y se dejó caer, se impactó, quedándose sin vida, su boina se alejaba con el viento.
Uno de los matones regresó al taller de Judas, lo encontró cerrado. Venía a cumplir lo del mensaje: matarlo por mentir. Se retiró, no tenía prisa, volvería. No sabían que él no les daría el gusto de ser ellos sus ejecutores.
Cuando le doy el último teclado a la computadora, despierta el tigre. Esta vez camina justo en mi frente, sus rugidos son más violentos. ¡Qué fastidio compartir mi vida con este felino! Pese a todo este mal, el cuento ha quedado resuelto. Enciendo otro cigarro, mientras expulso el humo de mi boca, decido marcarle al psiquiatra, le hago saber que ese maldito dolor de cabeza no me deja estar en paz, el tigre cada vez gana más territorio. El psiquiatra solo me dice que suba la dosis y me cuelga, ¡maldito!, grito mientras siento ganas de vomitar, el dolor empieza a hacerse más agudo, me duelen los ojos a tal grado que me molesta la luz, siento que el ruido me tritura el cerebro, estoy a punto de un derrame, este maldito tigre me está matando con sus rugidos. Enfurecido, tiro el celular contra el piso, voy por una soga. Ahora entiendo a Judas Iscariote.