Hace 25 años decidí formar un taller de lectura con el oculto afán de contagiarles a mis hijos el virus lector. Ellos, inocentemente, no sabían que deseaba meterlos en la boca del lobo y confiaron ciegamente en mi voz que los guió hacia aquel bosque de palabras. Dieron sus primeros en ese intricado sitio pero también ascendieron lentamente por una escalera hacia la torre del Mal