La afortunada extravagancia de Miguel de Cervantes

La vida de Cervantes ha sido y seguirá siendo un contar y contar sin descanso, contar arrobas y fanegas, contar vecinos y deudas, contar maravedíes y contar sacos, contar trolas y contar con otros aunque nada debería hacer pensar que se ha quedado sin tiempo para contar historias por escrito, escucharlas a otros, pensarlas mientras cabalga de un sitio a otro y duerme una y otra vez en ventas, casas ajenas, posadas y lugares improvisados, enterándose de las mil y una maneras que esas gentes tienen de sobrevivir, de pasar el rato, de engañarlo y entretenerlo y hasta matarlo.

Dentro de Cervantes no creció el autor del Quijote hasta el tiempo de descuento, ya al borde de la consunción física y de la ausencia de expectativas vitales para la época. Con 50 años solo quedaba el retiro y la melancolía, el desengaño por lo hecho o lo no hecho, lo logrado o lo frustrado.

La personalidad moral y emocional de Cervantes encuentra en ese tramo biográfico un motivo más para convencer al lector más escéptico de su excepcionalidad: esa misma que se desprende de los testimonios directos de su experiencia de soldado con coraje y convicción, la misma que destilan los abrumadores testimonios sobre su terquedad de fuguista en Argel, montando una y otra vez con riesgo de su vida fugas saboteadas, y hasta esa misma personalidad que destila el duelo a espada que por diez años y la amputación de la mano derecha cuando tiene 20 años. Es hombre de repentes y espada caliente.

La rebeldía ante la expectativa de abandonar o dejar de escribir, la insumisión ante un mundo que se acaba a ojos vista, tras la muerte de Felipe II en 1598, la muerte de la mayor parte de sus amigos de la juventud, incluso la muerte de sus expectativas de autor teatral en un contexto dominado feliz y pletóricamente por el invento revolucionario de Lope de Vega y la comedia nueva.

Quijote
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha es la obra de Cervantes más representativa

Nada de eso le toca a Cervantes ya, o en ninguno de esos fenómenos debería haber hallado el estímulo o el chispazo para resucitar en vida como el “semidifunto” que será casi en seguida, según él mismo. Pero resucita y lo hace del modo más inesperado y explosivo hacia ese final de siglo, en torno a 1600, cuando casi nadie espera nada ya de un autor desaparecido del mapa literario lo menos hace diez años, y entretenido meses y meses en recabar el alimento para las tropas que conquistarán Inglaterra, aunque tampoco nada de esto salga bien (para desesperación sentida de Cervantes, que escribe dos depresivas canciones a la derrota de la Armada contra el inglés y contra Drake).

Ese es el laboratorio que engendra a un escritor inimaginable a la vista de La Galatea o del primer teatro de los años ochenta, dedicado a la propaganda política en favor del Imperio y el cristianismo. Pero ya no, o ya no solo eso, después de la vivencia intensa y turbadora de la vida cotidiana en Andalucía, y Sevilla en particular, porque esa realidad pateada y exprimida a diario ha ofrecido a su intimidad una pletórica experiencia de la pluralidad de los real que va a empezar a llenar a borbotones sus relatos y sus cuentos, quizá también su teatro y, sobre todo, sus narraciones.

Cervantes se instala desde el fin de siglo en el placer desatado de la recreación novelesca de la condición humana porque nada es solo de una vez. La ironía empieza a ser algo más que un mero recurso humorístico y cobra valor de estructura de pensamiento (y narración).

Lo hace en el formato breve, itinerante, caprichoso y radiantemente coloquial de cuentos genuinamente nuevos sobre perros que hablan sin parar, sobre golfos que no dejan de hablar o sobre un quebradizo chalado que se cree de cristal (y tampoco deja de hablar).

No renuncia a seguir experimentando y ensaya por su cuenta otra cosa más atrevida y extravagante: hacer hablar a un loco de atar que deja de ser solo loco de atar, y prolongar ese relato más allá del cuento breve de modo que en su historia quepa la literatura pagada a la experiencia cotidiana, pero también quepa la alta literatura novelesca, aventurera y sentimental que sigue gustándole sin reservas, a él y a las muchas mujeres que leen y sobre todo escuchan su literatura. Se acaba de inventar la novela moderna.