La memoria del agua en La canción de los ahogados
La poesía que se escribe en Guerrero, sobre todo de autores como Antonio Salinas, tiene que ver mucho con la realidad: hay una extrapolación de las emociones más intrínsecas y juega, de manera constante, con la metáfora. Primero lo hizo con Serial, libro publicado en Tierra Adentro, en donde describe, con pinceladas precisas, la cruda realidad de un Acapulco. Ahora, en La canción de los ahogados, Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta 2016, ocurre un fenómeno similar. El autor escudriña y retoma los elementos que lo habitan: el agua, el pez, los ahogados, la familia y la infancia. En el primer apartado, titulado “Las marcas del pez”, nos refiere que “aunque vivimos en un arca de cemento varilla y agua, y vemos desde acá una honda pecera de sal” (10) siempre habitará en nuestro presente un Noé que esté dispuesto a recuperar las reminiscencias del olvido. Y precisamente en esta parte del libro incursiona en los lugares periféricos de Acapulco: las naves con peces, los olores de las tiendas, el vaivén de las personas comunes que van al mercado a hacer su compra. Nos habla del bacalao, mojarras y sardinas; nos cuenta cómo su madre, en medio de tanta agua, menciona la soledad de una mujer que vive en una pecera llena de peces hijos. Y es aquí donde Antonio Salines se convierte en una especie de Noé, en donde su arca se llena de recuerdos y de todo lo necesario para perpetuar la memoria.
Todos aquéllos que alguna vez hayan ido a un mercado donde vendan pescados, donde uno respira el olor de las escamas y el sudor del medio día, comprenderá que la poesía de Antonio Salinas es una metáfora del abandono. Todo depende del ojo del pescado y de la retina con que se lea. Y ésta, la de su voz poética, es la de un pez que nunca muere, porque sabe que la pecera donde uno se ahoga está afuera del mar. Así leemos en una de las partes medulares del libro: “Las moscas algún día fueron ángeles”, refiere Antonio Salinas al mencionar a Simic, y es aquí en donde entra una dualidad: mosca y ángeles. Los dos vuelan, tienen un mecanismo semántico; pero el poeta hace que la sentencia de Simic se evapore y reivindica a su madre como una poeta, como hacedora de la palabra y de la creación misma. Al final de este apartado, la voz poética nos da señales para comprender que hay semejanzas con la vida del poeta. Quizá (y esto lo digo como una interpretación) Antonio Salinas es el cúmulo de todos los peces nombrados en el poema, y que a su vez se pregunta en qué momento aprendió a nadar; se vuelve pez telescopio, pez globo; se asume como un pez que navega en cada uno de los versos llenos de agua y de infancia.
En la tercera parte (me salté la segunda porque la tercera fue la que me hizo llorar y de la cual quiero mencionar algunos aspectos), que está titulada “La canción de los ahogados”, es una de las más intensas de todas, no sólo por las complejas frases poéticas, sino porque la triada pez, ahogado y huracán se conjugan de manera perfecta. “La nostalgia es la canción de los ahogados” (45), refiere Antonio Salinas, y esto es porque las tormentas, disfrazadas de agua, son todo ese diluvio que nos observa desde lo más íntimo de nuestro ser; el poeta trastoca las profundidades del lector al comparar el ojo del pez y de un ahogado; porque simplemente el poeta se ve a sí mismo como la creación de estos tres elementos. Además, no sólo se transforma en un híbrido, sino que la nostalgia se vuelve su hamaca de agua, su melodía favorita y su peculiar manera de percibir los sonidos. Estos tres elementos son seres que dejan de existir y que sin embargo sienten más que cualquier otro ser vivo. Todos llevamos una tormenta, un ahogado y un pez dentro de sí que navega sin astrolabio ni sextante y que, en muchos casos, se extravía en la nostalgia.
La última parte, que lleva por título “Fotografía de la cocina”, está dedicada a su madre. El poeta se instala en algún lugar de la casa, acechando cada movimiento de la madre, hasta captar el momento en que canta mientras realiza las labores domésticas. “La he escuchado cantarlas de memoria, cuando tiende la ropa en la azotea” (61), y es así que permanece la voz poética: hay una rememoración de la infancia y de los momentos más importantes que lo marcaron. No es una casualidad que haya un retorno a la infancia, pues cada uno de nosotros va guardando, memorizando los detalles más importantes que nos brinda una madre en esa etapa de la vida. Incluso, hemos sentido, estoy seguro, que muchas veces mientras nos prepara algo, que ella se convierte en el vapor del caldo de olla, o en el rumor de lo delicioso de un platillo, como si la madre fuera el aroma hecha una mariposa que aletea en el patio (61). La conformación de este poema radica en que el poeta no olvida la significación figural que tiene la madre, pues él mismo dice que “Pienso en mi madre, lectura pluvial, barro de Dios, pez que no duerme” (61) y pienso que nadie más vigila nuestras vidas, así como un pez que nunca duerme.
La canción de los ahogados, de Antonio Salinas, es uno de esos pocos libros que como lector he sentido la necesidad de salir a buscar a mi madre y decirle cuánto es que la quiero. Son miles de imágenes que se me vienen a la memoria y pienso que la poesía está en casa, en los rincones más inesperados y en los personajes que vemos todos los días. Toño hace exactamente eso: capturar con metáforas su realidad que, también, es nuestra realidad. Acapulco, la tormenta Manuel y el olor a pescado puede estar en nuestras vidas sin que necesariamente hayamos vivido en el Puerto. La canción de los ahogados es un libro de poesía que va a quedar en el colectivo, no sólo de la comunidad cultural, sino de los lectores que se atrevan a sumergirse en este mar de versos llenos de infancia y recuerdos. Auguro que pronto Antonio Salinas nos sorprenderá con un grandioso libro. Toño, éste es mi vaticinio: tu poesía quedará en la memoria de todos los que nos hemos sumergido en tus letras.