ABUELO
Desde el cielo se precipita una sonata rimbombante de gotas; una lluvia copiosa que se cierne sobre mí y sobre la playa. Al abuelo, como coloquialmente dicen, lo partió un rayo. Quizás es una expresión casi literal en tanto acaba de suceder. Casi, porque en realidad no lo partió: calcinó hasta sus huesos con una pasmosa rapidez, y no dejó nada más que un montón de ceniza al que yo pudiera reconocer como mi abuelo.
La ceniza, sin embargo, es un mejor ejemplo.
Al padre de mi madre lo conocí a los ocho años. Antes, jamás escuché hablar de él, y en realidad nunca sentí deseos de conocerlo. Su ausencia, pues, era tan normal y ocupaba el espacio designado para él dentro de la composición social a la que llamamos familia. No es una queja ni ningún tipo de reproche; es sólo que su aparición representó un cambio para la vida como yo la conocía.
Mi madre, sin embargo, se mostró tan feliz con su aparición que yo no pude sino resignarme a que ese viejo extraño formara parte de nuestra familia. Recuerdo la mañana en que llegó. Yo era apenas un niño de seis años. Alguien llamó a la puerta; yo estaba desayunando y mi madre era víctima de esa prisa que acarrea a la gente en sus quehaceres matutinos. Pero en cuanto abrió la puerta y descubrió el rostro moreno y maduro de aquel hombre, dejó caer todo lo que llevaba en las manos y se lanzó a los brazos del —a mis ojos— desconocido. Mi madre llamó repetidas veces a mi padre; siempre jubilosa, sonriente. Estaba verdaderamente feliz, y como hacía un tiempo que yo no notaba el reflejo de esa emoción sobre su rostro, me sentí también feliz. Mi padre salió, y ambos invitaron al hombre a entrar a mi casa y sentarse en la sala. Ahí tuvieron lugar conversaciones de las que yo no fui partícipe. Quién era y cómo llegó, nunca lo pregunté.
Cuando mi madre reparó en mí, descubrió que ya era demasiado tarde para llevarme a la escuela, de modo que me prometió el día libre. Tan joven como era, esto me entusiasmó.
—¿Y quién es él? —peguntó el hombre, que por aquel entonces no estaba tan avejentado.
Me miraba fijamente, y yo no hice más que resistirle la mirada, con un recelo natural de parte de un niño que no comprende quiénes son algunas personas o por qué representan tanto para sus propios padres.
—Es tu nieto —dijo mi madre, entusiasta. Pero para mí aquello no representaba nada. Yo no asumí, por el título del parentesco, que aquel hombre era familiar mío; yo no había tenido ningún abuelo (o mejor dicho no había conocido a ninguno), de modo que la palabra “nieto” significaba tan poco para mí como “abuelo”. Para mis padres, por el contrario, parecía significar mucho. Y los tres adultos se me quedaron viendo como esperando una reacción de mi parte.
Miré a los tres, abrumado por la atención, y en seguida volví a mi cuarto con el ceño fruncido sin dirigirles una sola palabra.
Pero al cabo de un rato mi madre me hizo salir, insistiendo en que me presentaría a un gran hombre, que era también su padre. Yo me pregunté de quién se trataba porque no asocié la palabra abuelo con el padre de mi madre. Así que, víctima de la curiosidad e impulsado por el entusiasmo que ella había demostrado, yo accedí, y conocí a mi abuelo.
Se mudó a casa algunos días después. En ese entonces él no apestaba a carne quemada ni mancillaba la arena de la playa con su cuerpo, como lo hace ahora; tampoco había mar que huyera de su mancha de ceniza, como corroborando el desprecio que siento hacia él.
La lluvia, sin embargo, pronto lo acarreará y lo hará llegar al mar. “A esos recónditos lugares en donde las sirenas cantan y el leviatán devora krakens, esas criaturas que a su vez se encargan de comerse a los criminales”, ¿no es así, abuelo?
Al abuelo le fascinaba contarme historias.
¿Entonces por qué lo odio tanto? Quizás tiene que ver con la forma en que se instaló en mi casa: como un miembro más de la familia; como un niño que no tenía responsabilidades salvo la de salir a vigilarme cuando yo quería jugar al futbol con los otros niños de mi calle; como un parásito que esperaba que contarme historias fuera algo así como un modo de pagar su hospedaje y su alimento en nuestra casa.
Tuvieron que pasar dos años desde su llegada para que yo comenzara a aceptarlo. Al principio me decía cosas tan tontas como “Sigue con tu fruta, pero si te comes las semillas te plantarás al suelo”; y no lo decía con una ingenuidad propia de los ancianos de pueblo, que son a veces extremadamente sabios. El abuelo lo hacía con un dejo de malicia que se me antojaba mágica. Si yo pudiera ser un árbol…
E inadvertidamente fue haciéndose cercano a mí: mientras yo hacía tarea, él se me quedaba viendo y me decía cosas como “¿Sabes que durante las noches las letras hacen fiestas y por eso cuando lees un libro hoy entiendes algo que no entendiste ayer? ¡Ah, si son traviesas esas letras!, ¿qué no?”. Y yo me quedaba observando fijamente mis libros de texto por largos ratos, figurándome que las letras saltarían de pronto y se convertirían en una especie de bola de estambre que rodaría de un lado a otro y se reacomodaría sobre el papel al cabo de un rato. Y como no sucedía nada, de pronto me sorprendía a media noche encendiendo una linterna y abriendo los libros de Verne para sorprender a las letras. Y después, al ver que la tinta seguía tan estática como durante el día, me iba a la cama, molesto y decepcionado; decepcionado no porque hubiera comprendido el engaño de mi abuelo —aun en este instante no sé si siempre me ha mentido—, sino porque estaba convencido de que el milagro de las letras se me escabullía por alguna parte, inalcanzable para mí; y que, por alguna especie de decreto divino, sólo a mí se me vedaba la oportunidad de ver esa fiesta fantástica que mi abuelo seguramente había presenciado ya incontables veces. Pero incluso decepcionado, cada vez que tenía que abrir un libro lo hacía con esa misma expectación; con esa inocencia propia de un niño que todavía se maravilla con los dibujos animados y que los cree tan reales como lo más real.
Probablemente sea esa sensación de fraude la que comenzó a fertilizar los sentimientos negativos que ya de por sí tenía por el abuelo; ese sentimiento que, con el paso del tiempo, iba germinando como una consecuencia de que yo no pudiera presenciar el milagro. No sólo la realidad me fallaba, sino también lo fantástico.
Quizás ese fue el origen del desprecio.
Y es que no parecía haber ingenuidad en las palabras de mi abuelo; en varias ocasiones lo apreciaba convencido de sus relatos, y muchas veces decía cosas imprudentes respecto a cualquier cosa que yo estuviera haciendo. Como una tarde en que mi madre dispuso una sopa de letras para comer, y yo me quedé viendo la sopa en espera de encontrar un indicio de alguna cosa —la que fuera— en el orden de la pasta, y mi abuelo me sorprendió dando unos golpecitos con su cuchara sobre mi plato.
—Anda que a esas letras las atraparon en medio de una fiesta.
Observé fascinado el caldo, tomando por verídica la afirmación de mi abuelo porque, a pesar de que yo no había sorprendido a las letras durante su fiesta, tenía cierto sentido para mí que ellas fueran un ingrediente de mi sopa; comprendí entonces que él me había hablado con la verdad y que, de alguna forma, había sido mi culpa el no haber encontrado a las letras en su fiesta. Reparé entonces en el color de la pasta, pero lo justifiqué pensando en los camarones, que de grises se tornan rojos en cuanto se cocinan, y pensé que quizás mis letras eran parecidas. Y me pregunté, completamente embelesado, qué libro me estaba comiendo.
Esa fascinación es tan distante ahora, tan lejana como los años que han transcurrido: veinte en total.
Pero, incluso a estas alturas, no puedo evitar culpar al abuelo; incluso cuando el rayo ha acabado ya con él, cuando la noche pesa sobre mis hombros como una capa tachonada de estrellas, cuando los relámpagos en el cielo no dejan de restallar, anunciándome que pronto se llevará los restos de mi abuelo… Sí, incluso ahora tengo que culparlo.
Sobre mí ya se cierne una abundante lluvia que al estampar resuena en ecos interminables —con el splash, splash sobre la superficie de un océano furibundo. El viento lo sacude todo y acarrea fragmentos de mi abuelo sobre su manto. La lluvia iracunda cala hasta lo más profundo de mi alma con la inclemencia propia de las tormentas.
Resulta increíble que a estas alturas no pueda sino mirar hacia atrás y reprocharme por haber sido tan tonto. Yo no era más que una plata sedienta en un mundo de sequías.
“Pero es que las cosas fantásticas sólo le pasan a quien cree”, ¿verdad, abuelo? Así lo decía él, con tanta facilidad, con una crueldad desmedida. Probablemente era inconsciente de lo que sus actos ocasionaban, pero es que cada dosis de fantasía que inyectaba a mi vida se manifestaba como una especie de raíz en mis pies, una raíz que me aferraba al suelo y me impedía llegar a madurar. Las raíces crecían y me mantenían sujeto al suelo, llevándome irremediablemente a ningún lugar.
Recuerdo que en mi adolescencia él descubrió una carta que me había escrito una compañera de la escuela; en la carta, ella me decía que yo le gustaba. Mi abuelo la leyó, y después me dijo que para tener a una princesa, un príncipe debía pasar por muchas pruebas que ratificaran su amor verdadero. Pero yo no era un príncipe, y pensé que tomar aquellas pruebas me resultaba ya de por sí una lucha perdida. Así que me resigné a ser alguna clase de plebeyo. Es lo que siempre fui.
Quizás odio al viejo porque es más fácil que culparme, que admitir que he creído sus palabras, hasta la última, y haberlas tomado de manera tan literal. No estoy seguro en qué momento decidí que sus palabras eran todas verdad… O que deberían serlo. Sí, que deberían serlo. Porque la realidad que mis padres y el mundo me pintaba no lucía ni remotamente prometedora, o fascinante, o alentadora.
Ay, abuelo. ¿Qué me has hecho? Yo ya debería ser un miembro funcional de esta sociedad, debería estar trabajando en una empresa de renombre, debería estar casado y por lo menos tener un hijo para educar. Pero, ¿es que mi hijo no debe caer del cielo? Decirme (en mi ingenuidad de acudir a ti en busca de una respuesta) que a los niños se los concibe arrojando una piedra al cielo para hacer caer una estrella, y que cada estrella es en realidad un niño que espera venir al mundo…
Y sin embargo tampoco manifesté objeción, porque El niño estrella de Wilde y El principito de Saint-Exupéry parecían corroborar tu respuesta; porque incluso cuando el niño estrella descubre que sus padres son reyes, quizás habrían sido ellos quienes habían derribado la estrella. Y aunque el principito no viniera sino de un asteroide, ¿acaso los asteroides no tenían el aspecto de estrellas desde la Tierra?
Supongo que esa es la consecuencia de no tener un sentido común, pero ¿cómo podría recriminárseme por mi falta si nadie me dio las herramientas para desarrollar uno?
Ay, abuelo, y atreverte a decir tu última tontería de forma tan certera. ¿Es que el cielo se ha vuelto loco? ¿O acaso el mundo es el que está loco en su sobriedad de leyes físicas y tangibilidad mecánica, y tú y yo éramos los únicos cuerdos? ¿Es que la gente al dejarse absorber por la realidad se vuelve realmente loca y acepta sin discutir cada fenómeno clasificado como “natural”?
¿Y qué me diría esa gente realista si te viera aquí, a mis pies, vuelto una pincelada de ceniza sobre el lienzo de la realidad?
Y es que ahora no entiendo por qué después de discutir, por qué justo después de haberte reclamado tanta falsedad y tanto daño mental, justo ahora tú y tu fantasía me hacen esto.
Abuelo: confesarme que para morir hay que ser golpeado por un rayo porque así el alma tiene un perfecto sendero luminoso que la lleva desde la Tierra hasta el Cielo; y después haber extendido tus brazos en medio de la noche para recibir de lleno el impacto de electricidad estática…, el fulgor seguido por el trueno. Y luego dejarme, como evidencia de tu realidad, un montículo de ceniza que ya comienza a perderse. Y todo esto frente a mí, desafiando como en tus historias a cualquier ley natural que dicta que debí haber muerto contigo. Ahora soy incapaz de mostrar dolor; en cambio el cielo parece llorar por mí.
Pavel R. Ocampo (Febrero de 1990)
Es Ingeniero en Sistemas Computacionales por el Instituto Tecnológico de Acapulco. Como escritor participó en los talleres de narrativa de CulturaAcapulco.
En el 2013 ganó el Premio Nacional de Cuento Corto José Agustín, y en el 2011 el Premio Estatal José Agustín. Ha obtenido menciones honoríficas en el XX Premio FILIJ de Literatura Infantil y Juvenil, en el Quinto y Sexto Premio Nacional de Cuento del SNEST (Sistema Nacional de Institutos Tecnológicos, 2012 y 2013). También fue finalista en el concurso nacional de literatura Gran Angular en el 20014 y ha sido beneficiario del Programa al Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico de Guerrero (PECDAG) en el año 2013 con el proyecto “Acapulco, respuestas”. Actualmente labora como investigador en una institución nacional dedicada al sector de investigación y desarrollo tecnológico.
Texto: Pavel R. Ocampo
Ilustración: Alan Tostado
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