Sobre "Lengua Materna" de Yelitza Ruiz

Lengua Materna

Yelitza Ruiz

El libro se abre a las 11 de la mañana de un miércoles caluroso, antes no fue posible porque vivo amarrado a formatos equivocados, que no era un pdf decía el cuadro de diálogo, que era un epub. Había música de fondo, porque desde temprano escribo en el buscador de Spotify música para escribir, para pensar o enfocarse, le doy reproducir a cualquier cosa random que me sugiera. Comencé a leer, y pronto me encontré llorando, lo supe por el ardor que me produce la resequedad en los ojos. Los primeros versos en la cabeza: 

A veces pienso que mamá es Wolverine

Cuando le punzan las yemas de los dedos. 

Después de un rato descarto la idea,

Cuando miro que sus uñas no crecen como garras,

Se doblan como papel en cada toque,

Cuando la quimio absorbe su calcio

 

Sería quizás porque ese día mi amigo Raúl estaba en el hospital en autopsia para descartar un cáncer que ha tratado por años. El cáncer no ha avanzado, pero tampoco ha cedido. El cáncer estable. En este momento, está en el reposo que le impone el tratamiento con yodo radiactivo. Sería quizás que el cáncer se llevó a mi amiga Jazmín en enero pasado y hace un par de años también se llevó a tía Ana.

En algunas de las pláticas con Banco de Tapitas, Mary nos decía que a los niños y las niñas habría que comprarles un visualizador de venas porque el tratamiento los desgasta tanto que las venas se adelgazan y es complicado inyectarlos. Más adelante Yelitza escribe una definición de catéter. Mary nos decía que también se necesitan parches especiales cuya función es reducir el dolor cuando tienen que introducirles el catéter en la columna. Ellos con las venas ponchadas, la espalda inmóvil y sus frágiles cuerpos atravesados por agujas, y nosotros preguntándonos qué es el dolor.  

Lengua Materna se convirtió, para mí, en un recorrido del dolor. No sólo en la construcción del dolor físico que la voz crea, sino también en el sutil dolor de la impotencia. Ver el cuerpo postrado de quien se quiere, imaginar el gemido casi ahogado de quien ha perdido las fuerzas. Yo era alguien mirando desde la esquina de una habitación del nosocomio, o de una casa de adobes, mientras el cuerpo lucha, se aferra. 

El libro también abrió la memoria de aquellos amigos con quienes no nos hemos escrito. En la noche, mientras seguía leyendo, me detuve en unos versos, abrí mi Whatsapp y le escribí a Carlos. Estaba leyendo y me acordé de ti, le dije. Pues qué leías, me preguntó. Un libro que presentaremos mañana. Me acordé de él justo en la palabra Alzheimer. Me acordé de él y la tristeza que le producía el olvido de su padre, una historia que tenía que contarse todas las mañanas para recordarle quién era él, qué hacían los demás en la casa, adónde estaban las cosas; una muestra de paciencia que no es posible sin el amor. Y luego estaba yo, tirado en la cama con fiebre de días, mientras Poncho me explicaba qué era La Circula y qué se proponía. Del otro lado, David me decía que colgara que no me esforzara, y me quería quitar el teléfono, pero no podía abandonar una llamada llena de entusiasmo. En cama, presa de la Covid, escuchaba atento sin poder hablar. Luego, imaginé la desesperación de mi madre por verme y la restricción absoluta de hacerlo. Me hacía el fuerte porque no quería que ella estuviera más triste. Y ella llamada por lo menos tres veces al día para preguntar por mí. Las enfermedades nos cambian, porque reconocerse vulnerable puede que nos haga más conscientes de nuestros límites y, por tanto, de nuestros excesos. 

Es curioso porque no fui consciente del proceso de la enfermedad y sus involucrados hasta que asumí la voz que leía en lengua materna. Es cierto, lo que Yelitza sugiere, no sólo se enferma uno, también los demás, el cuidado desgasta, fatiga, nos quita el sueño, todos nos aferramos para recuperar la vida. Sucede así con la abuela que vio morir a su madre y luego a su hija. Pero, aunque ahora mi lectura parezca un desahucio, Yelitza nos recupera con una promesa: el cuerpo que busca recrearse en otra vida, la maternidad deseada, los ritos de la costa para espantar los males:

Úntate manteca con carbonato en la cadera,

Así le hacía mi abuela a las muchachas, 

Que no encargaban al año,

Báñate en agua de pachuli 

Para que el vientre se te entibie

 

Dicen que los libros, y las artes en general, no nos salvan de nada. Sin embargo, esto no es una máxima. Puede que no haya obligación en el arte de rescatar a nadie, pero es indudable que lo que leemos nos transforma cuando nos toca. Será eso o los años, pero yo prefiero darle el beneficio de la duda a lo que leo, a lo que veo, a la contemplación de los otros, porque no puedo ser, no podemos ser, sin mirar a los demás. La negación del otro es una barrera para la empatía, para la comprensión del dolor ajeno, de las nuevas enfermedades que nos consumen. Por eso, Lengua Materna, es una ventana hacia la infancia adolorida, hacia el lenguaje secreto que construimos con nuestras madres, la forma en que nos comunicamos en la casa, un espacio pequeño con reglas que no son universales, pero que luego cuando se escriben como lo hecho Yelitza uno puede leer en la soledad, para saberse que nunca, nunca en ningún dolor estamos solos.