Cuento | La torre | Alan Reyes

LA TORRE

 

Cuento incluido en la antología “Andan sueltos como locos” ,

del 1er Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila.

 

“Necesito de tu compañía, estimado amigo”. Así terminaba la desgarradora y emotiva carta que recibí de Álvaro Betancourt, y que era la razón por la que había realizado aquel viaje en auto que duró una jornada completa. Atravesé un pequeño pueblecillo, casi extinto, de pintorescas casas de adobe y calles adoquinadas para después adentrarme en el bosque que rodeaba aquel lugar, cuya singular belleza provinciana no me detuve a apreciar, ya que en mi mente resonaban aquellas últimas palabras escritas.

Conduje por un sendero que cruzaba el bosque y que estaba cubierto de hojas secas y descoloridas, pues el otoño se encontraba en su apogeo en el peculiar año de 1940. Me interné varios kilómetros, ansioso por llegar a la mansión de la familia Betancourt, donde vivía mi mejor amigo. No recordaba bien el camino, pero me fíe de mis corazonadas para llegar ahí. De pronto, apareció ante mí la avenida de tierra rojiza que dirigía a la mansión.

El sinuoso camino estaba cercado por árboles desprovistos de follaje. Sus ramas se levantaban acechadoras sobre mí, como las garras de un depredador sobre su resignada presa. Entretanto, el velo de la noche comenzaba a cubrir los nubarrones que se aglutinaban en el firmamento anunciando una tormenta en cada uno de los estruendosos rayos que rugían desde sus entrañas. Un intenso escalofrío atravesó mi cuerpo a medida que una extraña fuerza me impulsaba a seguir por el tortuoso camino rojizo que recordaba el color de la sangre.

Comenzó a llover vigorosamente, por lo que accioné el limpiaparabrisas para erradicar las copiosas gotas que se deslizaban sobre el cristal. Como la oscuridad se había vuelto más densa, encendí los faros. Al cabo de unos minutos me encontré con la mansión Betancourt. Ahí estaba, serena e imponente, flanqueada por aquellas torres que la hacían imperiosa. Sus muros aún conservaban su majestuosidad, y sus ventanales, distribuidos armoniosamente a lo largo de tres pisos, se mantenían estoicos a pesar del despiadado paso del tiempo. Mantenía esa belleza anidada en mis recuerdos de la niñez, que todavía me conmovía. Sin embargo, había algo en ella que desconocía. El júbilo que solía emanar desde su interior, cuando yo era apenas un chiquillo, se había esfumado. No quedaba más que su imponencia arquitectónica. Sólo vestigios.

Una gran verja de hierro daba acceso a los Betancourt. Alguien la abrió, pero su colosal tamaño opacaba a la diminuta figura humana que me permitía la entrada. Era como si hubiera sido abierta por algún espíritu que habitara la mansión. Al estar dentro de la propiedad, el portero se dirigió hacia mí con semblante sombrío y me dijo con voz suave:

―Lo están esperando, señor Márquez.

Asentí y me adentré en el jardín que rodeaba la casa, a través de un camino con la característica tierra rojiza del lugar. Cuando era niño, ese mismo jardín estuvo adornado elegantemente con una gran variedad de flores. Pero ahora me encontraba ante un terreno mezquino cubierto de toda clase de matojos burdos y hierbas silvestres. Apenas había luz en el interior de la casa, lo cual resultaba razonable, considerando las circunstancias.

Álvaro Betancourt ha sido mi amigo desde que tengo uso de razón. Durante nuestra niñez cometíamos las mismas travesuras. Y en nuestra juventud bebíamos del mismo vino, nos embriagábamos en las mismas juergas y frecuentábamos los mismos prostíbulos. Él era enérgico, vulgar y un amante recio, a pesar de su honorable estirpe. Mientras yo sólo era su fiel sombra; temeroso al principio, pero vehemente al sentirme en confianza. Jamás percibí un ápice de sensibilidad en la conducta de Álvaro…hasta ahora. La carta que envió, en la que me comunicaba la muerte de su hermano mayor, Valentín Betancourt, por quien sentía gran afecto, me conmocionó. Fue como si la hubiera escrito un extraño, al menos esa fue la impresión que tuve al leerla. Yo apenas conocí al difunto en vida. Sólo estaba ahí porque correspondía a la solicitud de mi amigo, quien sentía una gran devoción por su hermano.

Desde mi niñez, la muerte me pareció habitual en la mansión Betancourt. Las exequias eran tan frecuentes como las fiestas. Pero ningún deceso, ni siquiera el de la imperiosa matriarca Betancourt, madre de Álvaro, parecía haberle afectado tanto a mi buen amigo.

Al entrar a la casa, fui recibido cordialmente por Alberto, el noble y viejo mayordomo de la familia. También me recibió una extraña atmósfera que me dejó absorto. La elegancia de la edificación era opacada por las inquietantes sombras de los árboles proyectadas sobre los muros desde el exterior.

Alberto, quien era de una imponente estatura, se inclinó y me dijo al oído:

―Todo se hizo precipitadamente. Ayer fue el entierro.

― ¿Dónde está Álvaro? ―pregunté.

―En su habitación. No ha querido probar bocado en todo el día. Está muy decaído.

Subía por las amplias escaleras de caoba que dirigían a la recámara de Álvaro. Por un largo y ensombrecido pasillo, apenas iluminado por unas rudimentarias lámparas de gas, traté de recordar dónde estaba su habitación. De pronto, casi al final del camino, distinguí un delgado haz de luz que escapaba del interior de una estancia. Me acerqué a ella y abrí la puerta con cautela. Ahí estaba Álvaro, con la mirada perdida y sin expresión alguna en el rostro, tenuemente iluminado por una vela. No encontré en él rastro alguno de la alegría que lo caracterizaba. Me dirigí hacia él, que aún no se percataba de mi presencia. Lo tomé del hombro y volteó a verme con sus profundos ojos verdes repletos de lágrimas.

―Siento haber llegado tan tarde ―le dije delicadamente, conmovido por su aspecto―. Lo intenté, créeme, intenté estar contigo a tiempo.

―Llegaste a tiempo ―me dijo con su voz entrecortada y me abrazó con inmenso afecto―. ¡Estás todo empapado! ―exclamó―. Llamaré a Agatha para que te acomode en tu habitación, la misma de siempre. ¡Agatha! ¡Agatha!

La antipática y rudimentaria mujer apareció sigilosamente. Llevaba el cabello sujeto por un extraño broche que realzaba las inquietantes facciones que constituían su rostro. Y con una profunda voz, que alarmó mis oídos, se dirigió a Álvaro. La irreverente mujer ni siquiera me miró.

―Dígame, joven Álvaro ― balbuceó.

―Lleve al señor Edgar a su recámara.

― ¿La habitación de siempre?

―Sí, por favor, procure que cene y se cambie la ropa empapada. Que mi amigo no olvide nuestra hospitalidad.

―Lo haré de inmediato ―dijo Agatha, con ímpetu. ―Si me permite decirlo, joven Álvaro, creo que es hora de que retome sus hábitos. Ha pasado días sin probar bocado. Debe comer, por su bien.

― ¡Haz lo que te he dicho y déjame en paz, Agatha! ―vociferó Álvaro.

Salimos apresuradamente de la habitación. Agatha cerró la puerta con desdén. Honestamente, jamás había visto a Álvaro tan decaído. No soportaba verlo en esas condiciones. Hasta ese momento supe que mi visita sería corta.

El ama de llaves me llevó a mi habitación. Durante el breve trayecto atravesaron por mi mente los recuerdos de todas las reprimendas y torturas a las que me sometió durante mi niñez. Odiaba a Agatha, ¡simplemente la odiaba! Pero era tan leal a la familia Betancourt que sería descortés externar los sentimientos que tan desalmada mujer despertaba en mí.

De pronto, una voluptuosa figura femenina emergió de las sombras. Se acercó sigilosa y seductoramente. Un aura de erotismo, que adquirió una nitidez quimérica y me dejó perplejo, la envolvía. Justo antes de que Agatha abriera el cerrojo de mi habitación, la mujer, que exudaba sexualidad pura, se acercó a nosotros, revelando su belleza.

―Agatha, querida ―dijo con una voz remilgada. ― ¿Podrías decirle a Alberto que traiga más vino de la bodega?

―Se lo pediré enseguida, señora Betancourt.

¿Señora Betancourt? ¿Cuál era la procedencia de esta muchacha a la que Agatha llamaba señora Betancourt? La seductora mujer desapareció en la penumbra del pasillo mientras yo la miraba absorto.

―Su habitación está lista, joven Márquez, en un momento mandaré por su equipaje ―expresó la espantosa mujer. ―Anticipando su llegada, ordené a Teresa que cambiara las sábanas y las cortinas. Tal vez nadie baje a cenar, por lo que me tomaré la libertad de enviarle la cena a su cuarto, ¿o prefiere cenar solo en el comedor?

―Cenaré aquí, Agatha. Muchas gracias.

La mujer desapareció rumbo a la cocina. El eco de sus pasos resonó por el pasillo a medida que se alejaba, y fue sustituido al poco el tiempo por el eco que producían los afanados pasos de Teresita, una delgada y amable mujercilla, quien, a pesar de su avanzada edad, conservaba la candidez de una chiquilla. En cuanto la vi, mi rostro se iluminó. Al parecer su semblante era el único que, con el paso de los años, no había sufrido cambios desoladores.

―Hola, joven Edgar. ¡Qué gusto me da verlo! ―dijo la agradable mujer mientras ponía una reluciente bandeja sobre una pequeña mesa junto a una ventana ojival.

―Hola, Teresita, ¡siento la misma dicha de verte! Tan guapa como siempre. No comprendo la razón por la que una mujer tan atractiva como tú siga soltera. ¿Me concederías el honor de unir tu vida a la mía en sagrado matrimonio?

― ¡Oh, joven Edgar, es usted tan…! ― y la delgada mujercilla desplegó una encantadora sonrisa.

―Debe saber que estoy dispuesto a comprometerme con usted ya que, en esta casa, al parecer, usted es la única persona que no ha sido tocada por los tenaces dedos de la desgracia.

―No diga esas cosas, joven Edgar ―dijo la pobre mujer, consternada, pero sin perder el ánimo. ―La muerte del señor Valentín realmente me afectó.

―Sé que le afectó, pero no tanto como para hacerle perder la cordura ―dije con vehemencia mientras la veía servir mi cena.

―Todos perdieron la cordura desde antes de la muerte del señor Valentín. Hasta ese entonces tan sólo el joven Álvaro y yo la habíamos conservado.

― ¿A qué te refieres, Teresita?

―No está bien que juzgue a mis amos, vivos o difuntos, pero el señor Valentín hizo una mala elección al elegir a esa…mujerzuela como esposa.

― ¿Valentín se casó? ―pregunté, impresionado.

¡Eso es! Aquella seductora mujer que vi en el pasillo…

¡Qué mal informado está usted! ―refunfuñó Teresita. ―Claro que se casó, con esa indecorosa mujer que se pavonea por la casa como si fuera la heredera absoluta de la familia. He de juzgarla porque sé que mi amada señora Betancourt debe estar revolcándose en su tumba, ansiosa por salir y hacerse cargo de ella. Lo más desafortunado es que gran parte del patrimonio de la familia pasará a las manos de esa arrabalera.

― ¿Cuál es el nombre de esa mujer? ―pregunté intrigado, aprovechando la ocasión.

―Rebeca Ramírez. ¡Menudo nombre!

―Pero ¿qué tiene de malo que ella herede la fortuna de Valentín? Después de todo, fue su marido.

― ¡Imagínese! Gran parte del trabajo y esfuerzo de generaciones en manos de una golfilla. Pero eso no es lo principal, lo importante es que la familia, o al menos lo que queda de ella, la aborrece. Incluso Agatha…y yo también, un poco. Los días previos a la muerte del señor Valentín hubo discusiones que involucraban a esa mujer, casi siempre encabezadas por Agatha. El joven Álvaro tuvo que evitar que los señores Valentín y Gabriel llegaran a los golpes. Desde entonces, el señor Gabriel no ha venido a la casa. Tan sólo acudió a su entierro. ¿Puede creer que dos hermanos terminen así, sólo por dinero? Reconozco que la mujer del difunto señor Valentín no es muy agradable y creo que hizo una mala elección de esposa. Es mucho más joven que él, por cierto. La aborrezco por el hecho de que despreocupadamente vague por la casa, bebiendo vino cuando le place, sin considerar que debido a su presencia en esta casa dos hermanos se pelearon. Esa mujer manipuló al señor Valentín, en paz descanse, para quedarse a vivir aquí a pesar de las objeciones del señor Gabriel y de Agatha.

“¡Qué mujer!”, pensé, y mi fascinación por ella comenzó a desvanecerse.

―Usted bien sabe que Agatha siempre ha sido una persona extraña. Pero últimamente se ha comportado de una manera que atemoriza ―al decir esto, Teresita se estremeció. ―La he visto de noche merodeando por la casa de arriba abajo con una lámpara de gas. Parece sonámbula, pero sé que está consciente. ¡Lo sé! Y cada vez que la veo, ella va saliendo o entrando de la torre oriente. Ha sido así desde antes de la muerte del señor Valentín. Eso me parece muy extraño.

― ¿Crees que hay algo en la torre? ―pregunté intrigado. ―Estoy segura de que esa mujer oculta algo ahí.

― ¡Teresita, estás alucinando! ―dije, sin evitar reírme.

―Búrlese si quiere. Pero puedo olfatear los problemas. Y desde que esa mujer llegó aquí, el hedor a problemas se ha vuelto más intenso. Yo he predicho muchas de las desgracias de la familia Betancourt, pero nadie toma en cuenta mis palabras.

―Te creeré. Después de todo, yo mismo atestigüé cómo predijiste la Crisis de 1929. Y si crees que hay algo en esa torre, no hay razón para dudarlo.

―Y ahora ese pobre muchacho ―lamentó Teresita, antelando así sus quejas. ―No ha probado bocado ni sale de su habitación. ¡Ni siquiera fue al entierro de su hermano! Y en sus ojos puedo ver cómo odia a esa mujerzuela. Una y otra vez le he dicho que recluido en ese cuarto no va a conseguir nada bueno. Terminará por hacerse daño. Al parecer no se ha dado cuenta de lo agotador que resulta atender un funeral, se lo he…

En eso, la sombría figura de Agatha entró en mi habitación, interrumpiendo nuestra conversación.

―Teresa, hay que apagar todas las luces. Es tarde, estoy segura que tanto el joven Edgar como las demás personas en esta casa están dispuestas ya a descansar.

Teresa obedeció a Agatha y salió precipitadamente de mi habitación.

―Buenas noches, señor Márquez ―dijo la mujer mientras cerraba la puerta.

 

***

 

Estaba profundamente dormido cuando escuché al viento remolinear cerca de la ventana. Los cristales producían un tintineo que me causaba escalofríos. Somnoliento, miré hacia el origen de esos sonidos, como esperando a que cesaran sólo por eso, pero continuaron, así que giré violentamente hacia la puerta. De pronto, vi un haz de luz amarillenta filtrarse a través de la rendija inferior. Lentamente, se difuminó. Recordé lo que Teresita me había contado durante la cena, así que me levanté precipitadamente de la cama y me dirigí al pasillo. Al abrir la puerta, vi un resplandor ocre deslizándose hacia la torre oriente y, antes de que me dispusiera a seguirla, vi también que se desvanecía en el pasillo una espeluznante sombra. Me quedé petrificado y observé cómo la luz se extinguía en la penumbra. Después de un par de minutos, recobré los sentidos y me aventuré a recorrer el pasillo.

La habitación de Rebeca estaba casi frente a la mía. Esto lo ignoraba. Vi la puerta entreabierta, y lo que encontré tras ella hizo que enmudeciera de horror. La sangre se me congeló, por un momento creí que moriría…

Iluminada por la luz de la luna que se filtraba por la ventana, vi a Rebeca sobre su lecho, cubierta de sangre y con el rostro totalmente destrozado. Su cuello estaba retorcido y unas profundas incisiones en su cabeza dejaban entrever su cráneo.

Alterado y desorientado deambulé por el pasillo en dirección a la habitación de Álvaro. ¿Cómo es que nadie había escuchado nada? El dolor producido por todas esas heridas debió haber motivado gritos desgarradores de auxilio.

Al llegar a la recámara de Álvaro comencé a golpear la puerta con desesperación y a gritarle hasta que perdí el aliento. Él abrió taciturno, miró lo horrorizado que estaba y me sacudió violentamente.

― ¿Qué es lo que ocurre? ¿Estás bien? ―preguntó, desconcertado ante mi expresión.

― ¡Está muerta! ¡Está muerta! ―dije una y otra vez mientras apuntaba en dirección a la habitación de Rebeca.

La desgracia desapareció de su semblante y de inmediato se dirigió hacia allá, mientras yo me desmoronaba sobre el pasillo.

 

***

 

Pasaron los días, y después del entierro de Rebeca, me dispuse a regresar a casa. Deseé jamás haber leído la carta que Álvaro envió, jamás haber acudido a su llamado.

Al mirar por la ventana y contemplar lo que alguna vez tuvo encanto para mí, poco a poco me invadió el deseo de no regresar jamás, sin importar el afecto que sentía por mi amigo. Mientras pensaba en ello alguien llamó a la puerta. Lo invité a pasar. Era Álvaro. Su condición había mejorado notablemente. A paso lento, se dirigió hacia mí en un intento por consolarme y me tomó de los hombros. De pronto, dijo algo que me estremeció:

―Contéstame con honestidad, ¿tú mataste a Rebeca?

― ¿Cómo se te ocurre pensar semejante disparate? ―pregunté, escandalizado.

―Sólo contesta lo que te he preguntado.

Salí indignado de la habitación en dirección a la sala, convencido que tenía que largarme en ese instante. En el camino me encontré con Teresita, afanada como siempre. Me miró con compasión, me acarició la mejilla e hizo que me inclinara para susurrarme al oído.

―No se preocupe, muchacho, usted y yo sabemos que usted no hizo nada.

―Justamente te estaba buscando ―la idea me vino a la mente después de que la compasiva mujer me susurrara esas palabras de consuelo. ― ¿Crees que puedas conseguir la llave de la puerta de la torre oriente?

― ¡Ni en sueños! ―contestó, lacónica.

―Necesito que lo hagas por mí ―le imploré. ―No le he dicho a nadie lo que vi esa espantosa noche, pero si lo hago me tomarán por loco.

― ¿Qué vio? Dígamelo.

―No sé si era Agatha llevando una luz a lo largo del pasillo…pero vi…―titubeé.

― ¿Qué es lo que vio, muchacho?

―Una extraña sombra con un aspecto horroroso, infernal. Se deslizaba por el pasillo en dirección a la torre oriente. Y, justo después, descubrí que Rebeca…―comencé a estremecerme.

―No diga nada más ―expresó Teresita. ―Por favor, no tiene por qué decirme lo que vio aquella noche si no quiere. Haré lo que pueda para conseguir esa llave. Esta noche, cerca de las once, espéreme en el pasillo, afuera de la recámara de Agatha.

 

***

 

Aquella noche, la puerta de la habitación de Agatha se encontraba entreabierta, y a través de la hendidura brotaba una intensa luz. Yo esperaba en la penumbra a Teresita, quien inventaba razones absurdas para permanecer en el cuarto de Agatha. Me aproximé a la puerta lo suficiente como para escuchar lo que las dos mujeres charlaban.

― ¿Ya apagó las lámparas de la biblioteca, señora Agatha? ―preguntó Teresita por enésima vez.

―Te he dicho, no sé cuántas veces, que ya las apagó Alberto ―respondió Agatha, exasperada. ―Y si no tienes nada más para interrumpir mi descanso, te pido cordialmente que salgas de mi habitación.

Al escuchar esto, me sentí desanimado. Teresita había fracasado en su intento.

― ¡Espera, Teresa!

Me estremecí de alegría.

―Dejé mi broche para el cabello dentro del bolsillo de mi vestido. ¿Podrías dármelo, por favor?

― ¿El broche o el vestido? ―preguntó Teresita, inocentemente.

―El broche ―respondió Agatha, conteniendo su exasperación. ―Dejé mi vestido en el closet.

En el bolsillo donde estaba el broche de Agatha estaban también las llaves de todas las cerraduras de la casa.

―Apúrate, Teresa.

Escuché los enérgicos pasos de Teresita dirigiéndose a Agatha para entregarle el broche. Eso era señal de que podría haber conseguido la llave. ¡Me mantuve optimista! Después, el sonido de sus pasos se dirigió hacia la puerta, pero algo los detuvo.

― ¿Teresa? ―vociferó Agatha súbitamente, y mi alma pendió de un hilo. ―Ven para acá, por favor.

¡Maldición! ¿Cómo era posible que esa endemoniada mujer se hubiera percatado de las intenciones de Teresita? ¡Simplemente no podía creerlo!

― ¿Sí, señora? ―respondió la pobre moza, trémula.

―Posiblemente mañana…

¡Gracias a Dios! Se trataba de los preparativos para mi despedida. En ellos no contemplaba que, antes de irme y jamás volver, tenía yo que erradicar cualquier sospecha que me señalara como el asesino de Rebeca. Tenía que resolver el misterio que encerraba su muerte.

Teresita cerró la puerta con delicadeza y, cautelosamente, se dirigió hacia mí para entregarme la llave de la torre oriente.

―Tome, joven Márquez. Vaya a su habitación por un momento, hay que ser precavidos. Y procure ir a la torre antes que ella despierte. No tarde más de una hora.

Me dirigí a mi recámara, encendí una lámpara de gas que me proporcionó Alberto. Y esperé cerca de media hora hasta que consideré que el momento oportuno para ir a la torre había llegado.

En la espesa penumbra, mientras sujetaba la lámpara con una mano y me aferraba a la burda llave con la otra, me deslicé por el pasillo hasta que me encontré cerca de la habitación más recóndita de la mansión: la vieja y abandonada recámara de la señora Betancourt. A poco más de un metro, contigua a ese desolado lugar, se encontraba la puerta que daba acceso a la torre. La abrí con la llave que astutamente había conseguido Teresita, y me encontré ante una vieja escalinata de madera que llevaba a la cima de la torre. Poco a poco subí, tembloroso, con la luz de la lámpara iluminándome el rostro. Voces extrañas provenientes de los deteriorados muros decían:

― ¡No subas! ¡No subas!

Eran los espíritus que habitaban en la torre, y al escucharlos un terror de pesadilla me invadió. Pero mantuve la cordura. No permití que aquellas voces espectrales alteraran mis intenciones. Así que continué, ignorando sus advertencias. Al final de la escalinata había una estrecha habitación. Había en ella una puerta que no estaba cerrada con llave. La empujé y ante mí apareció una criatura que, al escuchar que la puerta se abría, emitió un extraño rugido casi infernal. Su aspecto coincidía con la sombra que había visto la noche en que Rebeca fue asesinada. Imponente y encorvada se dirigió hacia mí, con un perturbador rostro grisáceo en el que se abultaban unos llameantes ojos de demonio y una prominente mandíbula repleta de afilados dientes. Cerré la puerta, pero la bestia la derribó de un solo golpe con sus largas y afiladas uñas…aquellas uñas que habían destrozado el bello rostro de Rebeca.

Bajé corriendo la escalera, presa del terror, mientras todos los espíritus encarcelados en la torre no cesaban de decir:

― ¡Te lo advertimos! ¡Te lo advertimos!

En el último peldaño de la escalinata, tropecé, y a rastras me dirigí hacia el dormitorio de la señora Betancourt con la esperanza de resguardarme de la bestia. Por suerte, esa puerta estaba abierta, así que entré para ocultarme. Mientras yacía sobre el piso, con lágrimas de terror en los ojos, vi la figura de Agatha erguirse frente a mí. Su rostro inexpresivo me atemorizó como nunca lo había hecho.

―Cualquier intento de ocultarte será inútil ―dijo la inquietante mujer―, puede escuchar los latidos de tu corazón…no podrás escapar.

―Tú la mataste, ¡tú la mataste, maldito demonio! ¿Por qué? ¿Qué razones tenías para hacerlo?

―Más de las que tu desequilibrada mente puede imaginar. Ver a esa mujerzuela derrochando lo que la familia de mi señora había logrado con tanto esfuerzo y trabajo era razón suficiente para mí. Todos piensan que la señora Betancourt ha muerto, pero ella sigue aquí. Justo ahora está entre nosotros, cuidando de su familia, evitando que alguien estropee sus designios. Ella aún deambula por los pasillos y habitaciones de esta casa sin que nadie se dé cuenta. Sé que sigue aquí, la escucho, puedo verla, percibirla. ¿No sientes su presencia? Ella está aquí, dentro de mí…yo soy ella.

Me puse de pie, aterrado por sus palabras. ¡Agatha se había vuelto loca!

―Ahí viene la criatura, hambrienta y furiosa. Los latidos de tu corazón te delatan, no podrás escapar.

Quise abofetearla, pero ella se abalanzó sobre mí con un cuchillo que ocultaba en su faldón. Me apuñaló en el pecho. Por el dolor solté la lámpara, que estalló en llamas al golpear el piso. En menos de un instante vi a Agatha envuelta en fuego mientras gritaba, despavorida. Salí de la habitación, me desplomé, mientras las llamas consumían a la mujer. La sombra de la tragedia de Agatha se proyectaba sobre mi rostro. Preferí no mirar, suficiente era con escuchar sus gritos.

De pronto, la bestia emergió de la oscuridad, amenazante. Su presencia me petrificó…Sentí sus largas y afiladas uñas ceñirse a mis piernas y arrastrarme con fuerza por la escalinata. Escuché un ajetreo en el pasillo mientras la bestia me llevaba a la cima de la torre. La sangre brotaba a chorros de mi pecho…Ser arrastrado por ese extraño ente infernal y los murmullos espectrales de la escalinata me hicieron perder la razón por completo.

Alguien debió haber visto el rastro de mi sangre, pero fue demasiado tarde. Desde los muros pude contemplar mi cadáver tendido sobre la escalinata.

FIN

 

 

 

Alan Reyes
Alan Reyes, escritor.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Alan Reyes (Aguascalientes, 1993) es licenciado en Administración de Recursos Humanos por la Université Paris-Nord XIII. Premio Nacional de Cuento Fantástico “Amparo Dávila” (2015) en Zacatecas.