Cicatriz que te mira, palabra que sutura
Francesca Gargallo Celentani
Los pasos que constituyen la marcha poética de Hubert Matiúwàa recorren una geografía de epopeya en la cual las personas nunca se olvidan, se convierten en la experiencia ética que da función al habla de la comunidad, restauran su emotividad y visibilizan la realidad de una historia que cala en la conciencia individual de cada quien. La lengua mè’phàà, como promesa del lenguaje evocativo de las ralladoras de goma de opio, de las niñas secuestradas, de los asesinados impunemente, de los niños convertidos en sicarios, se hace poesía cuando mi joven amigo Hubert Matiúwàa, doblemente colega en cuanto filósofo y poeta, nombra la realidad, la hace ser a los ojos de quien entiende, la resiste y confronta.
La lengua mè’ phàà de Hubert es la de Malinaltepec, una de las siete variantes de la familia tlapaneca que se habla en el estado de Guerrero, México. Pertenece al grupo lingüístico otomangue, un tronco muy antiguo y difuso en Mesoamérica, a ese grupo pertenecen lenguas tan diferentes como el altivo diidxazá y el fresco trino del hñahñú, lenguas que no entiendo pero que me gusta escuchar. El mè’phàà es una lengua tonal que en poesía permite discernir en un verso hasta cuatro tonos diversos. El parentesco del mè’phàà con el subtiava de Nicaragua, una lengua que ha ido extinguiéndose a lo largo de la primera mitad del siglo XX, me lleva a pensar en una lengua antigua de pueblos que se movían por la costa pacífica de toda Mesoamérica, mercaderes, colonizadores, prófugos del expansionismo nahua, curiosos, un poco todo. Del mè’phàà, lengua que hablan hoy cerca de 100 000 personas en la zona de La Montaña de Guerrero y en un municipio de Morelos, no nos llegaron códigos. Por supuesto no sólo se escribió en nahua y en maya, del ñuu savi, otra lengua de la familia otomangue, nos han llegado códigos pintados en piel de venado que son una de las joyas del arte antiguo de México. Se sabe de la destrucción de textos escritos antiguos, como al parecer sucedió con los libros en diidxazá, algunos de cuyos códigos fueron quemados por el inquisidor que destruyó en 1562 la bibliografía maya y casi 5000 piezas de su arte religioso, el fanático franciscano Diego de Landa. Al parecer, aunque hablada desde tiempos muy remotos, el mè’phàà sólo se escribe desde el siglo XX. La poesía escrita en mè’phàà, por lo tanto, tiene también una función histórica y ontológica, nombra el ser y el estar en la lógica del mundo, fijándolos en símbolos que transitan de la oralidad a la escritura y viceversa.
Hubert Matiúwàa es uno de los grandes poetas de la lengua mè’phàà, un joven poeta de México que nombra la piel que cubre la tierra, Xtámbaa, para cuidar lo que importa, la casa, la selva, lo vivo, lo muerto, y la cicatriz que dejan en el territorio los asesinatos impunes, el tráfico de mujeres, los abusos sobre los cuerpos que son y significan la infancia violentada por el hambre y los abusos. Tsína rí nàyaxà - Cicatriz que te mira (Pluralia, 2018) es precisamente el canto del ojo de la herida, la denuncia que limpia la tierra para que vuelva a florecer después de haber sido ofendida. La cicatriz que mira al hermano es en efecto el inicio de un canto de duelo, un honrar al pasado presente para que el presente futuro sea capaz de sanar, de dar vida a algo distinto a la fuga, al dolor de la madre, la venganza sobre los hijos de la tierra y el funeral. Ya en Xtámbaa (Pluralia, 2016), Hubert había afirmado “Regresará a nuestro cuerpo/ la saliva y humo que dejamos en el camino”, en Tsína rí nàyaxà, le hace decir a la víctima cuyo trabajo obligado denuncia “Quiero regresar/ a las tardes de Zapotitlán,/ a los caminos con la leche de olor/ para despertar las hojas/ y quemarle los pies al diablo”.
En el primer largo canto que da nombre al poemario, y que está dedicado a la memoria de los asesinados impunemente en la Montaña del estado de Guerrero, la tierra, los pájaros, las visiones de la abuela, las hormigas y la lluvia son testigos de la violencia y ayudan a recolectar los huesos del hermano perseguido, fugitivo y al fin asesinado; sin embargo, es la voz, la palabra de la lengua que al nombrar hace que las cosas existan, la que da aliento al recuerdo y, a través de la voz que truena, permite la afirmación del propio camino. Es por esa voz que bajaron a caballo los de Malina, que los pueblos desafiaron el miedo a los asesinos para honrar la antigua costumbre de dar sepultura al cuerpo del hombre, de la mujer, que en una comunidad todas y todos somos, ese cuerpo que los malos de siempre pretenden que quede insepulto para infundir miedo. El ritual funerario es un trámite imprescindible para la vida social. El poema de Hubert Matiúwàa enseña al país el camino imprescindible para la paz: transitar las veredas de la verdad, agotar el ritual de honrar a los muertos ofreciéndoles justicia. Para estar en silencio es necesario haber escuchado y atendido el grito. Sin restitución de la memoria, no hay paz posible.
“Sobre el pueblo
la neblina se enciende,
nos hierve en la cicatriz,
estás donde se reúne nuestra cara,
haces falta allá para entrecruzar la vida,
a mí también me hace falta tu agreste silencio,
para caminar juntos y luchar ante aquellos
que compran leyes
y mandan soldados a violar a Inés y a Valentina.”
Y no es sólo la vida física, es la vida del amor, la vida de la esperanza, la vida del mudarse de pueblo para trenzarse y dar vida a nuevas vidas la que canta Hubert Matiúwàa. La hace poesía, transitando de una lengua a otra, de lo dicho a lo escrito, nuevamente, para que sea posible de otra forma, más serena, finalmente digna, sin hambre, porque como la describe es triste: “Se quedó con sus ojos de hoja seca,/ esperando a que volviera/ y nunca volvió”.
Como el primero, el poema “El niño”, casi al final del corto y denso poemario Tsína rí nàyaxà, apela a la ontología del deber ser en una tierra sin derechos. Así si a la amapola se le llama maíz bola y la gente está atada a trabajarla, a defenderla del fuego de los soldados y a morir por su savia, a los niños que las súplicas de las amiguitas no logran retener, Hubert se niega a llamarlos sicarios, aunque describa el cuerno de chivo que les cuelgan. Para la poesía en lengua mè’phàà del hombre nacido en Malinaltepec, que siembra calabaza y ofrece café a las amigas y amigos, si a un niño lo convierten en sicario sin que se le pueda evitar, entonces todos se convierten en él hasta que la realidad se revierta: “Desde entonces,/ dicen que los de la Montaña/ somos buenos para eso/ y no dejan de venir para llevarse a los niños/ y sembrarles la muerte en las manos”.
Foto de portada: Miguel Benítez Ramírez.