Cuando el aullido destrozó la ventana
Elegías de Rafael Valera Benítez
Nació en Santo Domingo, el 9 de agosto de 1928. Poeta, ensayista, diplomático, doctor en derecho de la Universidad de Santo Domingo.
Su poesía es trasunto de su temperamento. Como miembro fundador de la Generación del 48, sus versos aparecen en Los Cuadernos Dominicanos de Cultura y en revistas y suplementos, en antologías importantes. Hasta que publica Trío en colaboración con Máximo Avilés Blonda y Lupo Hernández Rueda, 1957. En 1966 publica su último libro llamado Elegías.
La Elegía es este el nombre que reciben la serie de composiciones poéticas y literarias, en las que se lamenta algún infortunio, como la muerte de un ser cercano o la simple pérdida de la ilusión, que se caracterizan por no tener una métrica fija.
Es un poema de queja. Se extiende a cualquier tema que el escritor considere propicio, sea este concreto o completamente abstracto, es decir, se ocupe de aquellos asuntos relacionados con el alma, como tal fue el caso del poeta dominicano Rafael Valera, en el cual demuestra el dolor y la ausencia de sus muertos hermosos, sus hermanos, amigos, a su misma persona que dentro de las distintas situaciones creía derrumbar sus ideales buscando la victoria que lo alejaría de la precariedad de aquella generación, haciendo un énfasis al episodio de su madre, la mujer, el honor, en un país en donde la sangre era derramada en las calles a causas de las revueltas y el desinterés de los más poderosos ante la cultura, el desabasto de medicinas, la migración a otros países, como Valera lo nombra en su décima elegía:
Cuando el alma
nacía como puño en el frío: yo estuve
en mi país luchando, sufriendo,
sollozando al lado de sus nubes,
de sus muertos, de su sombra.
Así desde su trinchera que era la poesía junto a Máximo Avilés, retrataban las distintas carencias del país, incluso honrando a sus caídos y a las grietas de la tierra en donde sus letras se escondían detrás del miedo.
Falleció trágicamente cuando su vehículo, que había dejado sin el freno, lo arrolló en su propia casa en el 2001.
Presentamos tres poemas de su obra Elegías:
Elegías
(fragmentos)
PRIMERA ELEGÍA
En la noche era sólo la estatua
el designio perfecto, el ademán de
tu hermosura clavada o sollozante.
El espejo se movía hacia tu alma
y la noche cumplía en islas su deseo,
su sandalia ceñida por un perfume
alto. No eras una sombra, un pétalo
doblado por la mano purísima, por
el sueño desnudo, libertando,
sin nombre ya posible.
¿Estabas antes? Antes de mí,
soñando, joya muda, abierto
corredor por donde fui sin ojos
con un traje de sombra y de misterio
que sólo conocían tus manos.
Solo podría volver a aquella casa
de crueles puertas donde moré
desesperado, ungido por tu luz
ligera, amor, amor que me envolviste
con tu breve conducta de lucero,
de árbol transparente, de agua
conquistada por la maravilla
de no ser sino el espejo,
el ademán, aquel que designio
de rendir toda la primavera.
Sigue viviendo, voz dormida
por un mediodía de altas puertas,
enjambre, sueño bajo la noche
en nubes como animales tibios
que te reconocían la garganta
cada vez que yacías como mar
o muerta siempre viva bajo mi
corazón, bajo mi pecho de ceniza.
Ahora la estatua ha enmudecida.
Un río de luz la sustituye, una
mujer dispone el breve día: Teresa.
* * *
NOVENA ELEGÍA
Catedrales del mar, rostros, gemidos,
¿Cuándo vendrá vuestra palabra a
levantarme, cuando regresará el vestido
de los muertos para tocar mi pueblo? Ahora
vivo lejos, el sur, bajo un frío que corta
la memoria y veo descender un rifle, una
amapola que ardió sobre mi patria abriendo
el aire la luz, las poblaciones: todo venía
buscándome y no pude dar mi mano por
entonces. Bebo en la noche la vida de los
muertos que me amaron y sufro como aquel
que se sacó los ojos o derribó una puerta.
Sólo quiero gemir tendido bajo el
frío, asesinar el sueño o todo amor posible.
Ya no tendré mi vida más, mi deseo de hablar
o de reír como si entrara en una casa tibia,
como si viera a mi padre señalando los
libros, el aula, aquel caballo que abría
la provincia recorriendo el aroma bajo su
mandato. Venid, venid a mí, muertos hermosos,
dedos que manejan la luz perdida para
siempre. Aún bajo la tierra sólo vosotros
podéis tocar mi alma, mi sangre con una
llamarada o un lirio. Muertos míos de
junio: arde junio
en la luz, vuestro junio en el aire que
sois aún en los pulmones de los asesinos
cuidando por sus vidas manchadas, por el
árbol que abría su música frutal bajo
la noche de pólvora. Sólo queda en el
mar la muerte ahora, la ceniza de un
cuerpo, el frío de una mano hallada en
un país desencajado, diurno, ceniciento.
¿Cuándo vendrá la ira, la fuerza de
la luz bajo la tierra ahora? el invierno
golpea los andenes, las habitaciones donde
me siguen silbatos, patios ferroviarios,
los cabellos de alguien, cartas de
criminales, sollozos: restos de cuanto
alzaba una mirada un día con ternura.
Venid, venid a mí muertos de junio
ahora cuando sólo puedo gemir. Traed
el acerado reino, la población hundida
el aula humilde y triste. Yo sufro como
aquel a quien se le escapó la frente.
Siento el dedo del frío clavarme su
latido, lejos, al sur, y miro arder
a junio arriba, todavía: él sostiene un
país desnudo, triste, diurno, ceniciento.
* * *
DÉCIMA ELEGÍA
Cuando mi corazón oía en la tiniebla
el silbo de la herida. Cuando todo rodaba
o llovía sin nombre y el látigo usurpaba
el aire a la fragancia. Cuando
el aullido destrozó la ventana,
la cuna, la sonrisa, que un niño deja sobre
el mundo para sostenerlo. Cuando el alma
nacía como puño en el frío: yo estuve
en mi país luchando, sufriendo,
sollozando al lado de sus nubes,
de sus muertos, de su sombra.
Estuve en su fragancia sumergido.
En el vaho terrible y la niebla de las
cárceles. Estuve entre alambradas con
hombres que un día desaparecieron dejando
sus sonrisas. Entre sombríos muros, junto
a rostros que salían del árbol en pedazos,
de la patria caoba tallados por el aire
de las poblaciones. Nacía el pan, la luz,
el miedo en mi país hallado por los asesinos.
Llovía en medio de la noche, y el caballo, la
aldea sollozaron cuando el esbirro nos arrancó
la sangre, las uñas, el hálito de nuestra
pobre carne desterrada en las mazmorras.
Mi país es de madera, un río de
caobas sin freno. Dulce colmena de
albañiles, un alud de carpinteros que
agujerean el alba como ruiseñores. Cada
mañana se escapa de sus manos cantando
y la madera arde, remonta, vibra,
sueña en el aroma que amenaza
anegar toda la isla. Esta es la
luz vejada, la casa en que nací
viendo la carne del pino sonreír
en cada puerta, el honor de la
palmera cobijar al desnudo, al
hombre entristecido que mira
todavía su tierra, su sudor,
sus hijos secuestrados.
Estuve en ese mar sin término
de látigos, perfumes, muertos,
perseguidos, cárceles, sollozos,
asesinos, sueños, viudas, delaciones,
puertas derribadas, sobresaltos,
heridas, uñas, huérfanos, sangre
sonora, pus, estrangulados. Y
estuve lejos de mi casa,
perdido. Lejos de cuanto amo.
Lejos de la madera, del
poblador sudoroso, de mis hijos,
de mi aire. Me desterró la ira
del tirano y pude, en otros
cielos, conocer la lúgubre
pasión del solitario, el frío
del enfermo de lejanía,
de niebla, de silencio.
Yo estuve en ese mar sin
término. Y estoy tendido ahora
en el rumor de la carpintería.
Rafael Valera Benítez
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Hernández Rueda, Lupo, (1981), La generación del 48 en la literatura dominicana, Santo Domingo, República Dominicana, UCMM.
https://acento.com.do/2018/opinion/8556673-poemas-la-primavera-rafael-valera-benitez
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