Joven acapulqueño presenta su primer novela, Purgatorio

Purgatorio

El joven acapulqueño David Hernández Escobar nos comparte un fragmento de su primera novela a publicar con el sello de Reverberante.

DESPERTAR

Ojalá las cosas fueran distinguibles; las luces pierden el brillo y la oscuridad resplandece en medio de la ambigüedad, es como si esa palabra se convirtiera en persona. Desde esta silla los objetos y las miradas de los policías aparentan hostilidad, quisiera recordar qué sucedió, necesito saber qué hice mal. El olor es repugnante, el piso y las paredes están polvosas, desearía que el tiempo parara por unos breves instantes para reflexionar por qué estoy a unos pequeños pasos de ser encarcelado, sin embargo, no paro de pensar en posibles respuestas en esta miserable delegación, bueno, al menos debo de entender que las cosas siempre pueden estar peor, aunque, mi mente trata evadirlo cada segundo que inhalo y exhalo, ¡carajo! Ahí viene Antonio; su sola presencia penetra el terror que cabe en mí, no ayuda los labios partidos y su figura ancha, creo que Antonio es la peor pesadilla para cualquier criminal, desde luego que él se encarga del diálogo para el trabajo sucio de las autoridades de este país subdesarrollado.

—¿Qué tienes que decir en tu defensa, Armando?

—Puedo contarte mi versión, la sangre en las manos no quiere decir que haya matado a alguien.

—La persona que te puede sacar de este lugar soy yo, todavía tengo muchas dudas.

 —Si me creyeras, sólo si me creyeras… que al igual que tú no sé mucho.

—Primero quiero saber de qué va tu historia, apresúrate.

Estuve recostado en una cama, era sábado, tenía una mascarilla de oxígeno y el ojo izquierdo se volvió de color negro mientras la pupila de rojo. Eran las nueve cuatro de la mañana y todo pareció normal en la estancia del hospital, una enfermera con una sonrisa en los labios abrió la puerta y mi mamá pasó llorando de felicidad por verme despierto.

—¡Armando! Pasé toda la noche preocupada y sin dormir en el hospital —sus lágrimas la delataron— pensaba que nunca volverías a caminar o te vería sonreír. No sabes lo feliz que me tienes al estar vivo, tú y tu sola presencia me enamora.

¿Armando? ¿Así me llamo? En ese entonces ni lo recordaba, ni el rostro de mi madre. Me quedé callado porque no sabía qué había pasado, sentir su abrazo y calor me mantuvo incómodo, no entendí nada de lo que estaba pasando.

—Señorita Amayrani, ya puede llevarse a su hijo, el tratamiento recetado por el doctor Walter lo podrá recoger en el lobby, —habló una enfermera de belleza extraordinaria y notable.

—Gracias por tu apoyo y amor, Sid, fuiste la mejor enfermera que nos pudo tocar.

Escuché el nombre del doctor y repentinamente la habitación pareció entrar en un conjuro, desde la vista de la ventana se podía apreciar con facilidad al Hades; su hacinamiento de cadáveres de gente pecaminosa aullando por la maldad que yacía en todas partes. La enfermera y mamá quedaron impactadas al apreciar como yo no paré los gritos que nacieron desde mi corazón envenenado de miedo; mientras las voces de niños no pararon de exigir ayuda y clemencia. Pude ver cómo ambas mujeres cayeron al piso mientras la piel se convertía en cenizas; ellas cayeron sin concluir el llanto de sufrimiento nacido de la imparable mortificación, de manera lenta se hicieron cenizas hasta que el peso de sus cuerpos cayó para mezclarse entre la putrefacción y la peste del inframundo, las cenizas de mujeres valientes volaron al grado que no aprecié con exactitud dónde fue su paradero. Las puertas, el cuadro con un extraño rostro, la silla y la ventana se rompieron hasta que solamente quedó la cama en la que permanecí recostado; desde mi posición pude ver la montaña de monstruos bañados con sangre, unos tenían forma de manos con boca y lengua en las palmas, las cuales devoraron la carne de otros demonios en la torre de muertos, otros volaban con alas de murciélago alrededor de la pila interminable de monstruo y, algunos, escalaron encima de otros para alcanzar la cima, lugar donde un sabueso con tres cabezas rugía por ver la supervivencia de los demás. En lo más profundo de la torre había ciertos pulpos con forma humana tonificada al desnudo, algunos eran un simple ojo ensangrentado que orbitaba alrededor de otras especies condenadas e incluso presencié serpientes repletas de púas del tamaño de un elefante. Un ave ennegrecida con líneas escarlata se acercó a mí desde las sombras para obstruir el panorama; escuché el grito de los niños de manera triplicada aun cuando sentía las garras del ave encajándose en mis ojos.

—¡Armando! ¿Qué pasa? ¡Me estás asustando, hijo! —Eso gritó mi madre, o al menos es lo que recuerdo.