Todo lo que no se nombra
Finalista del I Premio Internacional de Cuento Rafaela Cuevas Jiménez
—Estuve a punto de matar a un hombre. No me atreví porque en aquel entonces era demasiado joven para llevar un cadáver en mi memoria. Tampoco quería mancharme la conciencia a tan temprana edad; aunque por dentro, con lo que me sucedió, no se podría haber estado más sucia. Ser mujer en un lugar como Acapulco es como estar muerta en vida; y la mayoría de las personas no lo saben hasta que nos van a dejar flores a una tumba. ¿Y para qué sirven? Cuando estamos muertos el perdón no sirve de nada.
Con esas palabras Juliana comenzó —mi amiga de hace muchos años— a contarme su trágica historia. No había tenido el valor de escucharla, hasta ese momento en que nos citamos en Britannia para tomar unos tarros de cerveza oscura. Ella se había ido de Acapulco por razones personales, pues desde el asesinato de un amigo que teníamos en común perdimos completa comunicación, y yo no había tenido la iniciativa de buscarla para saber sobre su paradero.
Dio un trago a la cerveza y sacó un cigarro. Yo miraba los camiones Costera que avanzaban lento por el tráfico de las seis de la tarde. El sol parecía una inmensa mancha amarilla que se derretía lentamente hasta mezclarse con las flacas nubes de agosto. Juliana parecía intacta a los años: sus ojos de alcaraván y sus manos de seda conservaban la belleza de la juventud.
—Quiero contarte que me dolió mucho la muerte de Luis. Sabes perfectamente lo que significó para mí. Con el paso del tiempo he perdido a muchas personas cercanas y he aprendido a llevar el dolor en mi vida. Lo que no puedo comprender es por qué unos tipos lo decapitaron sin remordimiento. Él tenía diecinueve años. ¡Toda una vida por delante! Cuando supe de su muerte sentí que algo se desgarró en mí. De verdad, Quintero, no te imaginas el dolor que me atormentó los siguientes años. Salía a la calle con temor de que en cualquier momento me subieran a una camioneta y ya no regresara a casa. Es horrible salir a las calles con el miedo colgándote de los ojos. Aunque esto no es lo que vine a contarte. Esta historia ya te la sabes, o por lo menos conoces una versión barata de los hechos. Lo que vine a decirte es por qué me fui de Acapulco, de este pinche infierno que viví.
En mi corazón había una desesperación por conocer lo ocurrido, pero también había algo de miedo. Sé perfectamente cómo se siente estar lejos. Yo viví los mejores años de mi vida en Acapulco, y cuando me fui a estudiar fuera una gran parte de mí se quedó en casa. Por eso quise escuchar su historia, porque todos tenemos algo que decir, y ese ominoso acontecimiento tenía que llegar tarde o temprano. Que a mí me haya tocado recordarla, es lo que menos importa.
***
—Todo comenzó cuando salí de casa. Yo vivía en un departamento en el Coloso, cerca de un mercado. Eran las ocho de la mañana cuando mi novio me marcó por teléfono. Él había llegado a Acapulco desde hacía seis meses porque era policía federal. Lo mandaron para “salvaguardar” las colonias más violentas. Tú sabes perfectamente que eso era algo imposible. Pero bueno, gracias a eso lo conocí porque una amiga en común me lo presentó en una fiesta. En ese entonces él se estaba quedando en un departamento de Costa Azul y ya habíamos quedado de desayunar juntos. Cuando salí de casa —y antes de tomar taxi— bajé al mercado. Compré cuatro tamales y dos vasos de atole. Luego de pagar hice la parada a un colectivo amarillo y me subí.
»Cuando cerré la puerta sentí una piedra en mi pecho. Algo me decía que debí haberme sentado en la parte trasera y no en el copiloto. No me di cuenta que el vidrio de las ventanas estaba arriba, y antes de pedirle que me bajara, sentí en la sien la boca helada de una pistola. «No se te ocurra hacer nada, pendeja», me dijo. Me quedé quieta, tratando de no cometer un error.
»Me dijo que me pasara a la parte de atrás, pero algo me impedía moverme. Sentía acalambrado todo el cuerpo, como si llevara dentro de las venas un montón de piedras. Así que como pude me pasé al asiento de atrás del auto y en ese instante pude sentir que mi vida se estaba yendo poco a poco. Mientras él manejaba sacó de la guantera una cinta gris. «Póntela en los ojos y no se te ocurra gritar», me dijo; y yo, resignada, dejé la bolsa de los tamales en el otro lado del asiento y tomé la cinta.
»En ese momento no pensé en otra cosa que en la muerte. Cuando me puse la cinta en los ojos el hombre me dio un cachazo y caí desguanzada. Sentí cómo el atole caliente me caía en mi rostro y mojaba mis pechos. «Me va a matar», pensé. En ese instante se me vinieron a la mente todos mis planes: la carrera de Administración que apenas había iniciado, el dolor que iba a sentir mi familia cuando se enterara de mi asesinato, y los sueños perdidos que jamás iba a cumplir. No te miento, Quintero, pero todo eso lo pensé mientras sentía en el cuerpo un inmenso fuego. De pronto el colectivo se detuvo. Me pregunté una y mil veces a dónde me había llevado, y comprendí que estábamos cerca de la plaza Albañil. Escuché perfectamente la voz de la bolillera, del taquero, del vendedor de agua, del chivero. Tenía la esperanza de que alguien escuchara mi grito de auxilio; pero cuando el hombre abrió la puerta sentí cerca la muerte. Me quitó la bolsa de mano que traía y sacó mi celular.
¿En dónde está el dinero?, preguntó emputado.
No traigo más que doscientos pesos, respondí.
»Cuando terminé de decir la última palabra sentí en mis labios un golpe seco, como si los nudillos de su mano se hubieran incrustado en mi mandíbula. Luego de revisar mis cosas me dijo que me quitara la ropa. Y sin contradecirlo lo hice. Quintero, a mí no me importaba tanto ser penetrada por ese estúpido. Lo único que le pedí a Dios fue que no me matara. Ésa era mi oración. Así que me quité el short y me bajé el calzón. El hombre se acercó, como si nunca en su vida hubiese estado con una mujer, y… ya te imaginas lo que pasó. Le pedí a Dios con más fuerza que no se le escapara una bala, porque el cuello de la pistola rosaba mi hombro cada vez que entraba. Después, cuando terminó, y aún con los ojos tapados, detuvo el auto y me sacó a puñetazos. A lo lejos escuchaba el murmullo de la gente que pasaba y los pasos de quienes atravesaban la avenida. Fueron los cinco minutos más angustiantes de mi vida.
»Escuché cómo se subía el pantalón y el cierre. Jaló mi calzón, mi short y los aventó al suelo. Y sin tanta compasión me dio tres patadas en las costillas. Sentí cómo el aire se me escapaba de los pulmones y cómo las voces de afuera se mezclaban con el dolor que mi cuerpo estaba sintiendo. El hombre comenzó a decirme que me iba a matar. Estaba esperando a que jalara el gatillo. «No quiero que te muevas. Si lo haces, te juro que no la cuentas». De mi labio comenzó a escurrir sangre. «Cuando dejes de escuchar el carro, te largas», me dijo. Y yo, hecha bolita en el suelo, escuché cómo el motor del colectivo se encendió y cómo las llantas arrancaron. El silencio no tardó en llegar. Como pude me quité la cinta gris del rostro y busqué mi ropa. Mi cuerpo me dolía: ya tenía una ligera hinchazón en la nariz y sentía mis costillas hechas polvo. «¿Qué le voy a decir a Sergio?», me pregunté. Al levantarme vi la bolsa de los tamales en el suelo. Los miré con odio y los pisé con todas mis fuerzas, hasta desbaratarlos por completo. Los vasos de atole estaban ahí, aplastados, como si sus costillas también estuvieran molidas.
»Inmediatamente busqué un lugar seguro porque tenía miedo de que el hombre regresara a balearme. No sabía en dónde estaba; pero luego vi unos departamentos y fui a tocar el timbre para pedir ayuda. En la primera casa una señora se asomó, me vio toda ajetreada y me cerró la puerta en las narices. Después toqué otras dos. Fue inútil. Al no lograr nada me senté en unas escaleras a llorar todo lo que no había llorado. Me temblaban las piernas, las manos y el corazón.
Luego de unos instantes un colectivo se detuvo frente a mí. Para mi suerte era un amigo. Me vio e inmediatamente bajó del auto.
¿Qué te pasó?
Nada.
Pero, ¿por qué estás toda madreada?
No me pasó nada. Hazme un paro. Llévame a mi casa.
»No lo pensó dos veces y me subió al auto. En el trayecto no presté atención a nada. Sólo quería llegar a mi habitación y llorar toda la tarde. Cuando llegamos a casa mi amigo limpió la sangre que tenía en mi rostro. Mi mamá estaba sentada en la sala, con unas señoras de Compartamos. No me importó que me vieran. Lo único que quería era encerrarme y quedarme ahí por siempre. Cuando me vieron advertí que una señora regordeta comenzó a murmurar cosas sobre mí.
Señora, Juliana estaba en una banqueta y yo la subí al auto…
Pero, ¿qué fue lo que pasó?
»Él se encogió de hombros.
No lo sé. Que ella le explique.
»Mientras tanto me tiré en la cama a llorar todo lo que pude. Sólo tenía ganas de vaciarme, de no dar explicaciones. Después mi mamá entró y me preguntó que qué tenía, y yo sólo le respondí «Nada». «¿Qué te pasó, hija? », insistió. Y comencé a llorar con más fuerza, como si quisiera sacar el océano que tenía clavado en mi pecho. Me metí al baño para quitarme toda la suciedad que había en mi cuerpo. Sentía la mirada pegajosa y triste de mi madre que atravesaba mi espalda. Ella estaba enojada, desesperada y con ganas de arrancar el cielo para encontrar al culpable. Sin darme cuenta, marcó por teléfono a Sergio y a unos tíos que también trabajaban de taxistas. Cuando salí del baño me senté en la sala y mi mamá fue tras de mí. No sé cuánto tiempo pasó, pero de pronto vi entrar a Sergio. Tenía los ojos bien abiertos y vi que en sus venas albergaba un coraje inexplicable.
¿Qué fue lo que te pasó, amor?
Nada, no me pasó nada.
»Él se levantó rápido y dio un largo puñetazo a la pared.
¿Te acuerdas cómo era?, me preguntó.
No. No pude verlo. Me tapó los ojos.
¡Hijo de perra! Lo voy a encontrar y lo haré pedazos.
No, Sergio. Yo no quiero llevar un muerto en mi conciencia.
»Comenzó a dar vueltas en la sala y volvió a dar un golpe fuerte a la pared.
Me da más miedo verte así. Mejor cálmate y olvidemos esto.
¿Cómo me pides esto?
Si quieres ayudarme, entonces encontremos una mejor solución. Pero no, yo no quiero cargar con un muerto, ya te dije.
»Me dio mucho miedo ver a Sergio en ese estado. Lo vi tan enojado que estoy segura hubiera sido capaz de recorrer todo Acapulco hasta encontrar a aquel hombre. Con la poca tranquilidad que tenía, le dije que mejor fuéramos al Ministerio Público para denunciar. Él me contradijo diciendo que lo que me hicieron se tenía que pagar con la muerte; pero le repetí hasta el cansancio que no iba a permitir que mi novio se convirtiera en la misma mierda del mundo. Así que sin otra alternativa me subió a la patrulla y fuimos a denunciar. En el trayecto me acordé de Luis, de mi familia, de todos los sueños que aún me faltaban por cumplir; porque —aunque no dejé de ser la misma— yo ya era otra, alguien diferente: un espejo roto que jamás iba a poder reflejar de nuevo lo mismo de ayer.
Me parecía tan desconcertante escuchar todo lo que me estaba narrando, que no había reparado del tiempo ni tenía intención de interrumpirla. La tarde ya había llegado al Puerto. Las nubes ruborizadas se escondían en las profundidades del cielo. Los bares que estaban alrededor se habían llenado de chilangos y borrachos. Juliana había fumado tres cigarros y yo sólo me había tomado dos tarros de cerveza. Aún estábamos conscientes como para delirar o decir mentiras. Mientras fumaba un cigarro, me pregunté en qué iba a terminar la historia que me estaba contando.
»Cuando llegué al Ministerio Público, Sergio comenzó a movilizar a todos los policías. Hicieron retén en el Coloso, en la Sabana, en la Base Naval y en La Cima. Aunque no lo creas, a los pocos minutos ya habían detenido a tres sospechosos. Le enviaron tres fotografías de hombres diferentes y me los mostró. Pero nunca pude reconocerlo. Después de media hora comenzaron a llegar más sospechosos, hasta el momento en que le dije a Sergio que ya no hiciera eso, que dejara las cosas por la paz. Pero eso no es lo más duro. Cuando me recibió una abogada las cosas cambiaron repentinamente. Entré en una oficina. Vi algunas florecitas que adornaban la ventana y un montón de papeles y archivos que se caían por el aire que apenas entraba. La cara de la abogada era de muy pocos amigos y, malhumorada, me dijo «Siéntate». Su rostro parecía cargar con una cruz familiar que le atravesaba el alma. Con voz rasposa, continuó. «Ahora sí cuéntame. ¿Qué fue lo que te pasó?» Mi mamá estaba conmigo y le pedí a Sergio que la sacara. No quería que escuchara todo lo que me había pasado. Así que cuando ella salió, comencé a contarle todo lo que ya te conté. Al terminar me preguntó que quién era Sergio, y cuando le dije que era policía federal se levantó y me preguntó si me acordaba de aquel hombre. Le respondí que no.
¿Puedes reconocerlo?
No. No pude verlo.
Pero, ¿qué es lo que recuerdas? Debe haber algo que te permita reconocerlo.
»Me sorprendió mucho que me preguntara eso.
Hay algo que jamás se me va a olvidar. Su voz. Era rasposa y gruesa. Calculo que tenía como treinta y cinco años.
¿Qué más?
Tenía el rostro cacareco y las manos rasposas, como de albañil.
¿Estás segura que puedes acordarte de su voz?
Estoy completamente segura, respondí sin titubear.
»Cuando terminé de contarle se levantó, dejó la máquina en el escritorio y fue a los archiveros que tenía a lado de la ventana. Buscó con una desesperación de niña y se acercó con un montón de documentos sin firmar, llenos de polvo y manchas. Sacudió los folders con la mano derecha y extendió las hojas en donde venían algunas denuncias. Leyó detenidamente cada línea trazada, como buscando algo en aquellas palabras escritas, y vi cómo su semblante comenzó a cambiar.
»Me miró fijamente. Tomó unas hojas y comenzó a leer: «Eran las nueve de la mañana cuando me subí al colectivo. Estaba cerca de la plaza Albañil y ahí, en medio de todas las personas que pasaban, me violó y me dejó tirada. Lo único que recuerdo es su voz». Dejó la hoja en el escritorio, tomó otra y leyó: «El hombre tenía el rostro lleno de pozos y sus manos eran rugosas. Me acuerdo porque me quitó el celular y me dejó esta marca en mi brazo». Su rostro comenzó a palidecer. Tomó una última hoja: «Yo salí de la secundaria y ya me iba a la casa. Cuando me subí al colectivo el chofer sacó una pistola y me llevó a un lugar que no recuerdo. Sólo sé que su voz era gruesa y su cara estaba llena de granos».
»Quintero, no te miento, sentí tan horrible mientras escuchaba lo que me leía la abogada. Ésa era mi historia narrada en tres versiones diferentes. ¿Sí entiendes lo que te quiero decir? Aquel tipo le había hecho lo mismo a otras niñas, y más jóvenes que yo. A mis veinte años ya conocía ciertas cosas; pero, ¿qué puede saber una niña de secundaria? Ahí es donde el coraje brotó en mi corazón. ¿Cómo se atrevió a robarles los sueños a esas pobres niñas que apenas comenzaban a vivir?
»Cuando terminó de leer me pregunté por qué carajo no habían hecho nada por averiguar o por investigar los casos. ¡Qué pinche impotencia! Pero, claro, como mi novio era policía federal a mí sí me iban a hacer caso, porque los muy estúpidos abogados no pensaban mover un dedo y lo único que pretendían hacer era apilar mi historia entre los papeles arrumbados. Así que de inmediato la policía federal y estatal se movilizó y comenzaron a buscar al culpable.
»Después de que el médico legista me hiciera unos estudios, de que me dieran la pastilla del día siguiente y de que diagnosticaran un desgarre, me canalizaron con el psicólogo. Era un tipo gordo, acedo, que apestaba a sudor y que tenía los dientes amarillos y chuecos. Cuando me senté comenzó a preguntarme cómo me sentía, que si tenía ganas de gritar, que si sentía ganas de vengarme. ¿Te puedes imaginar la clase de preguntas estúpidas que me hizo ese dizque psicólogo? ¿Qué quería que le respondiera? No, pues estoy feliz de lo que me había pasado. ¡Pobre idiota!
»Luego de la entrevista, Sergio llegó con otros policías y entraron en la oficina.
Ya traemos al culpable, dijo.
Pero, ¿cómo? ¿En dónde lo encontraron?, pregunté, aún incrédula.
Rastreamos tu celular con la ayuda del GPS. Lo buscamos en la colonia Renacimiento, atrás de la zapatería Giovanna. En un paradero particular encontramos el Tsuru. Adentro había muchos teléfonos celulares y credenciales de muchas niñas. Entre ellas estaba la tuya. Pero tienes que reconocerlo para que podamos proceder.
Eso es lo que quiero. Que ese perro pase todos los días de su vida en la cárcel, respondí.
»En gran parte sentí alivio porque Sergio me hizo caso. Sabía perfectamente que, aunque me estaba llevando la chingada, lo mejor era hacer las cosas por las buenas, porque tarde o temprano lo que uno hace se le regresa.
»Ya había oscurecido. Cuando el comandante llegó me pidió que me acercara a las oficinas. El presunto culpable había llegado con dos mujeres —que resultaron ser su mamá y su esposa— y dos niñas que, supongo, eran sus dos hijas. Al salir me encontré de frente con la mujer más joven —luego supuse que ella era su esposa— y me miró a los ojos con ganas de arrastrarme por el pasillo. «Seguro eres una de sus putas», dijo. Al fondo, la mujer más grande me clavó la mirada.
»Era increíble imaginar que esas dos mujeres solaparan a un hombre como él. ¿Te imaginas? Tenía dos hijas. No eran mayor de diez años. ¡Y sólo pensar que ese tipo ya les había hecho algo! Comenzó a invadirme una sensación de repugnancia y asco. Yo sólo quería identificarlo para que procedieran y lo encerraran. Y sí, Quintero, después de escuchar su asquerosa voz, la policía lo arrestó y lo dejaron ahí para ver si tenía más cargos en su contra.
»Lo más triste y duro pasó después. Sergio me dijo que para que el tipo pasara más tiempo en la cárcel, y así aumentar los cargos en su contra, era necesario abrir los expedientes de las demás niñas y buscarlas para que ellas también declararan y lo identificaran. Pensé que eso iba a ser algo muy doloroso y difícil; y así ocurrió porque, al día siguiente, nos dirigimos a las casas aledañas del Coloso para buscar a las niñas. Algunas ya estaban crecidas, porque sus denuncias tenían más de dos años; otras tantas habían cambiado de domicilio; supongo que por miedo. Y es que, ¿quién se quiere quedar en un lugar que te recuerda un pasado tan mierda? Así que, después de buscar y buscar, decidimos quedarnos con las tres jovencitas que encontramos. Ellas, estoy segura, también deseaban ver a aquel hombre encerrado en la cárcel. Al principio no querían denunciar, pero me atreví a contarles mi experiencia. Fue triste verlas llorar, porque cada palabra mía era parte de la misma historia que ellas habían encarnado. «Tienen que armarse de valor porque si no ese tipo saldrá pronto de la cárcel y otras niñas más serán víctimas», comenté a cada una. Cuando llegamos al Ministerio Público noté que en las tres jovencitas había una seguridad infalible, un rencor que aún no desaparecía del todo.
La tarde se desvanecía como un relámpago. Las palmeras del camellón de la Costera bailaban lentas, empujadas por la brisa que nacía de la playa. Yo había permanecido impávido, pues su historia me había conmovido hasta los huesos. Llevábamos seis tarros de cerveza y ya sentía que la cabeza me daba vueltas. Juliana pidió otro tarro de cerveza y se la tomó de un trago. Yo me sentía muy mareado y apenas podía percibir su dolor. La tarde ya se había ahogado entre las luces del camellón; y la luna, sonriente, asomaba su rostro de las lívidas nubes que pendían del cielo.
»Cuando las niñas denunciaron sentí que algo cambió en mi vida. Había mucha similitud en las cosas que me habían pasado. Sentí tanta impotencia de no poder borrarles esa mancha. Después de todo lo ocurrido Sergio apareció en la sala y me sacó de la oficina. Mi madre estaba afuera, con los nervios de punta, y me abrazó. Eso era lo que necesitaba.
»Cansada de todo decidí irme de Acapulco. Llegué a Ciudad de México con la esperanza de encontrar una mejor vida. Me dolió mucho dejar a mi familia. Ahora entiendo que cuando uno se va de casa deja absolutamente todo. Lo único que nos llevamos es el nombre y los sueños; porque los recuerdos se quedan ahí guardados, en los pasillos, en la música que uno escucha, en los desayunos familiares. Con todo esto aprendí que Acapulco ya no era el paraíso de antes. Preferí irme antes que llevar un cadáver en la memoria. Hasta ahora no sé si aquel hombre seguirá en la cárcel, ni tampoco tuve el valor de volver a buscar a las niñas. Creo que fue lo mejor.
»Quintero, ya vámonos. Es tarde. Mañana tengo que regresar a la ciudad.
La noche había llegado trotando, con su cabalgata titilante, a desolar los recuerdos. Aún mareado por el ámbar de la cerveza la miré, con ojos permisivos, y pude ver que una oquedad brotaba de sus labios. La plática se había hecho larga. Nunca imaginé que a Juliana le hubiesen pasado todas estas cosas. Ahora entiendo por qué muchas personas prefirieron irse de Acapulco. Aquí te pueden matar en cualquier momento y a nadie le va a importar.
Después, la acompañé a tomar un taxi. El chofer tenía unos lentes oscuros. Vi en él algo familiar, pero no pude saber qué era.
Nos despedimos. Al cerrar la puerta sentí algo en mi pecho.
Cuando llegué a Anclas me subí al taxi colectivo y le marqué. Su teléfono sonó cinco veces. Volví a marcar. No contestó.
A los diez minutos llegué a La Cima y me senté en una banqueta. Marqué otras diez veces y no contestó. Caminé hacia mi casa. Abrí la puerta. Nadie estaba despierto.
Entré en mi habitación y me quedé dormido.
Semblanza: Luis Ricardo Palma de Jesús (Acapulco, 1990) es licenciado en Literatura Hispanoamericana y Maestro en Humanidades por la Universidad Autónoma de Guerrero. Obtuvo el Premio Estatal de Ensayo CONACYT (2014), el XVIII Premio Estatal de Cuento y Poesía María Luisa Ocampo (2016), ganador del Premio Programa Editorial con el libro Las maneras de conjugar la muerte (2016) y finalista del I Premio Internacional de Cuento Rafaela Cuevas Jiménez (2021). Ha publicado cuentos en las revistas Norte/Sur, Cardenal y Círculo de poesía. Es autor de libro El sueño que no era (Praxis). Becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico de Guerrero (PECDAG, 2015), del Programa Los signos en rotación dentro del Festival Cultural Interfaz 2017 y del PazAporte 2020, en Literatura.