Las oscuras razones por las cuales escribo libros para niños
Hace 25 años decidí formar un taller de lectura con el oculto afán de contagiarles a mis hijos el virus lector. Ellos, inocentemente, no sabían que deseaba meterlos en la boca del lobo y confiaron ciegamente en mi voz que los guió hacia aquel bosque de palabras. Dieron sus primeros en ese intricado sitio pero también ascendieron lentamente por una escalera hacia la torre del Mal, sufrieron con la mascota extraviada o con el abuelo que se enfermó de cáncer, cantaron rimas felices y gozosas, conocieron un zoológico entero delineado a punta de versos, se asomaron al horno donde la bruja hornea niños rollizos, sintieron como en su propio pellejo el bullyng de los noventa o descendieron al sótano que encerraba un terrible secreto.
Este proyecto lo realizamos en las instalaciones del Museo Regional del Valle de El Fuerte, en mi ciudad natal, después de recibir una rápida capacitación por parte de mi amigo Élmer Mendoza. Me acompañaron muchachas de Servicio Social de la U de O, y más tarde, Liliana Varela, Y, lo confieso sin culpa: usé a mis hijos como conejillos de indias en ese singular laboratorio verbal. Bueno, a mis hijos y a todos aquellos niños que los acompañaron en alguna de las salas , en los jardines o las escaleras del recinto. Por lo general, hijos de personas que querían cortarles el cordón umbilical conectado al televisor. O que aspiraban a que sus niños no se zombificaran por tanto exceso de videojuegos. Éramos un puñado de papás cándidos que soñábamos con hijos lectores que nos redimieran de nuestra titubeante carrera de lectores contumaces. Por gracia de algún dios que quizá todavía deambule sobre la tierra o de la vil suerte, la mayoría de esos conejillos de indias, perdón, niños, se hicieron aficionados a la lectura de libros y algunos apasionados lectores que encontraron respuestas o más dudas a sus interrogantes esenciales: ¿quién demonios soy, tienen algún sentido la existencia, cómo se mide la calidad de la vida, puede un espejo de palabras ofrecer alguna señal de identidad?
Nos guiaba una idea que ha sido manoseada pero que sigue vigente: leer por placer, leer privilegiando la emoción, la discreta felicidad que ofrece el contacto con las palabras, el encuentro con personajes que pueden resultar conmovedores, inquietantes, entrañables. Emplear el libro como un juguete. Parece palabrería propia de un Curso de Superación Lectora, donde todos se toman de las manitas como si fuera el Club de Walt Disney, pero no lo es. Quienes hemos narrado cuentos frente a un grupo de niños lo sabemos muy bien, no estamos haciendo una especulación desde nuestros cómodos escritorios. De eso se trata: de cautivar a aquellos que no les interesa leer ni escuchar narraciones, de obtener la atención de los indiferentes, de conmover a las piedras. Los resultados son visibles a mediano plazo. Si durante la lectura se agita la respiración, se congela la sangre, las bocas se arquean, los ojos amenazan desbordarse, brotan libres las carcajadas, las lágrimas se deslizan tímidas por las mejillas o se instaura un silencio sagrado, atisbamos un futuro alentador. Si no es así, tal vez lo suyo sea otra actividad: tirar patadas voladoras, torcerse los dedos jugando videojuegos, matar el tiempo a pedradas, sentirse iluminados. . . . .por la pantalla de su computadora o su televisor. Y no hay que mortificarse, siempre ha ocurrido de esta manera: los lectores son una minoría, y lo seguirán siendo. No hay que hacerse ilusiones que solamente nos atormentan.
Nuestros propios hijos no se comportaron como meros lectores. Hicieron muchas actividades más que no pretendían alimentar nuestro ego literario y nuestra vocación de misioneros de la lectura, ¡afortunadamente! Disfrutaron la música, el cine, los videojuegos, el futbol, la conversación, la voz de sus abuelas, las series de televisión, la lluvia, el viento, la luna, los charcos, y sus juguetes. Yo, al menos no me ilusioné por convertirlos - dentro ese laboratorio literario - en monstruos lectores, capaces de de engullir libros y libros, de escupir frases brillantes, ni tampoco aspiré a exhibirlos en las fiestas para lucirme a sus costillas. Y no me engaño al sospechar que leyeron algunos libros chonchos más para alegrar mi entusiasmo que el de ellos.
Fue en ese dichoso taller de lectura -que duró 5 o 6 años - donde adquirí confianza para escribir mi primer cuento dedicado a los niños, y en particular, a mis hijos. Recuerdo que aprendí a "engordar" los cuentos que relataba, agregándoles escenas, palabras, frases, que desde mi endeble punto de vista, me parecían mejores, o más dramáticas o cómicas. Y como el autor no se hallaba presente, yo interpretaba el texto a mi antojo, haciendo estas pequeñas variaciones. Hasta ese entonces yo era un "escritor serio", que suspiraba por un lugar en el Olimpo Estatal al menos, y no sentía la menor tentación de escribir literatura para niños: ¡ni que fuera su pilmama!
La experiencia de leer - a veces obligadamente - muchos libros, me ofreció un panorama distinto acerca de lo que era la literatura infantil. Conocí a autores como Francoise Roca, Chris Van Allsburg, Anthony Browne, Jean Willis, Isol , Armin Greder, Shaun Tan, Federico Delicado, Mario Méndez, Julio Emilio Braz, Thierry Lenain o tantos más que escriben en México y que se han ganado el respeto y la atención de la multitud: Francisco Hinojosa, Toño Malpica, Mónica Brozon, Jaime Alfonso Sandoval, Vivian Mansour, Andrés Acosta, Martha Riva Palacio, etcétera, que ampliaron mi estrecha visión acerca de la calidad, la variedad y el sentido que tenía esta literatura. No eran libros para entretener a los niños y desembarazarse de ellos durante media hora; ni para inculcarles un pulcro catálogo de valores que los suele aplastar; ni para educarlos y convertirlos en seres obedientes ni en adultos en miniatura; no eran aburridos ladrillos con los que levantarían una pared a su alrededor, no. Eran libros ensuciados por la realidad, libros que acogían historias vitales, sucesos y pensamientos estrechamente vinculados a la propia existencia de sus lectores. Por eso, al recorrer sus páginas los niños se involucraron emocionalmente con su contenido, olfatearon que esas historias relataban sus experiencias más íntimas y calladas: su dolor, su tristeza, sus alegrías, sus miedos y sus esperanza: la sal de la vida.
Con esta referencias de inmediato me di cuenta que escribir Literatura para niños no era una chambonada. Ni que exigía menor habilidad, concentración y rigor que la otra, la "literatura con mayúsculas" que, por lo general, aspiran a dominar quienes esperan ser Escritores de a de veras. Así que cuando decidí escribir mi primer cuento (2001), caminaba en un terreno desconocido donde con facilidad podía hundirme en el lugar común, el moralismo, la lección edificante o el lenguaje simplón. Me esmeré en evitarlos a toda costa y logré al fin escribir El sombrero del mago - cuento que aparecería hasta 2012 en el libro llamado La niña del vestido antigüo -. El primer cuento publicado sería Caldo de perico, en 2003. Y tras éste llegaron otros como El cucaracho, Matangaguangalachanga, El sendero de los gatos apachurrados, El árbol de las muñecas tristes, La venganza de la mano amarilla, y otros más. Desde esa época no he dejado de escribir cuentos para ese público tan insobornable y franco, cruel y ajeno al silencio cortesano, como lo es el infantil. Si les gusta un cuento lo incorpora a su imaginario en el momento, pero si le aburre o no reviste para él interés alguno, lo arroja lo más lejos posible con una sangre fría que envidiarían algunos asesinos en serie. Admiro esa franqueza que la adultez y los buenos modales nos han arrebatado.
Sigo leyendo libros de cuentos, novelas, poemarios. Y no disimulo mi preferencia por los cuentos.
Han pasado ya veinticinco años desde que fundé ese taller de lectura llamado "¿Quieres que te lo cuente otra vez?" con la necia idea de cultivar miradas lectoras en mi casa. Creo que no fracasé del todo. Algunos libros les han servido para resolver algunas interrogaciones sembradas en este largo camino , otros les habrán otorgado una dicha elemental y uno que otro les han permitido comprender mejor este enigma cambiante que es a veces la vida. Para eso sirve la literatura. Incluso la destinada a la infancia.