Dos cuentos
de Analí Lagunas Díaz
Silencio de ciudad.
A lo lejos una alarma relampaguea en medio de la noche.
Es muy tarde para que haya tanto ruido, dice ella agotada. Una vez dicho eso la alarma enmudeció, como si hubiera oído la queja de la hastiada mujer. Vivir en el centro de una ciudad tiene algunas desventajas, el ruido es, por mucho, la mayor. Algunas noches, cuando el niño no puede conciliarse con el sueño, ella maldice la nocturnidad inquieta que afuera ocurre. Solo anhela un poco de calma, pero no hay noche, ni siquiera la de los aburridos martes, que el silencio se acomode entre las cuatro paredes de aquella casa.
La excesiva tranquilidad del marido respecto al ruido la consterna. Envidia muchísimo esa indiferencia que él tiene para el sonido. Él ya no distingue el chocante bramido de la alarma del banco y el escape abierto de las motocicletas, que atraviesan en un parpadeo la avenida, ya no lo sorprende. Y esa indiferencia también la asusta.
Más veces de las que a ella le gustaría admitir, se ha preguntado si esos ruidos serán pura invención suya, si serán un pretexto creado para quejarse de la ciudad, de la vida a la que aún le cuesta adaptarse. Tal vez el ruido le duele en lo profundo de la añoranza, ahí donde guarda el recuerdo de las noches en calma que vivió en el pueblo, donde después del crepúsculo solo el ruido de algunos coches desafiaba la soledad de las calles.
Contingencia Selectiva
En aquellos días una nata de humo gris cubrió el cielo de las ciudades y muchos hombres dejaron de mirar el cielo, las mujeres, que son las últimas en perder la esperanza, siguieron volteando la mirada esperando encontrar algún destello, acaso alguna señal que indicara que no todo comenzaba a perderse. Los niños, en cambio, siguieron encontrando y contando estrellas, ellos continuaron su ritual de asomarse a las ventanas antes de dormir para llevarse el brillo de la luna hasta la oscuridad de sus camas.
Este extraño fenómeno fue nombrado por los científicos como Contingencia Selectiva, porque se comprobó, gracias a grupos de estudio focalizados, que solo los niños podían contemplar el manto estelar. Especularon sobre las posibles causas, pero nada rebasó la teoría y al cabo de un tiempo las hojas que se dedicaron a estudiar el fenómeno terminaron apiladas en un tiradero de basura a cielo abierto.
Los meses pasaron y todos se habituaron al desastre; los poetas y los lobos dejaron de aullarle a la luna y las flores, los árboles e incluso las cactáceas perecieron ahogadas con el llanto de una lluvia gris que quemaba. El fin estaba cerca, pero nadie podía advertirlo. Ni siquiera los niños intuyeron que el poder mirar a pleno el cielo estrellado era solo una concesión que los dioses les habían otorgado como consuelo, por la terrible devastación que se avecinaba.
De aquellos días ya solo se cuenta que los niños fueron los últimos que pudieron ver las estrellas y nombrar las constelaciones.
Analí Lagunas Díaz (Taxco, Gro. 1989)