Narrativa joven guerrerense: cuentos de Érick Salgado

Cuentos de Érick Salgado

imagen de Alan Tostado
Ilustración Alan Tostado

 

Nuevo lunar

Comenzó en el hotel, cuando me fui de fin de semana con María para festejar que había llegado el dinero de mi liquidación. Le estaba besando el cuello y luego fui bajando poco a poco. Cuando llegué a su ombligo, se puso de pie en la cama para subir su pierna en mi hombro. Me apretó y se inclinó hacia la pared para tener mejor soporte; entonces miró mi espalda.

No te había visto ese lunar –me dijo.

¿Hmm? ¿Cuál? –pregunté separando mi lengua de sus labios.

Este que tienes en la espalda.

Hmm ni yo…

Horas más tarde nos metimos a bañar. Yo entré primero. Cuando ella llegó al baño yo ya estaba enjabonado, entonces le pedí que me quitara la espuma de la espalda y ella accedió cariñosamente. Luego comenzamos a planear cómo nos gastaríamos el dinero antes mencionado.

¿Me rascas la espalda? –le pedí de repente, pues sentí un ligero piquete de comezón.

¿Ahí?

Más arriba, a la derecha… ahí, sí, más… Au, au, me arde.

Oye, te está saliendo sangre.

¿Qué?

Me mostró su mano llena de espuma roja. Yo me moví hacia la regadera para enjuagar mi espalda y sentí un ligero ardor al hacer contacto con el agua.

Mira –dijo María, mostrando una pequeña lasca rojinegra–. Es una costra. A ver, date vuelta… Es donde tenías el lunar, el que te dije hace rato.

Entonces no era lunar –finalicé la conversación y nos seguimos bañando. Salimos del baño para vestirnos e irnos a comer algo.

En el restaurante sucedió otra cosa similar. Cuando terminamos de comer, me levanté de mi asiento y María ahogó un grito mientras clavaba sus ojos en mi silla. Miré por instinto y encontré una mancha roja en el respaldo. Por lógica, traté de ver si me había manchado y noté que mi playera estaba empapada de sangre. Supe que sería mía. Recordé la herida de la ducha y empecé a sentir un ardor que crecía detrás de mi hombro. María me miró extrañada y tomó unas servilletas.

Date vuelta –ordenó, movió mi playera y buscó la herida–. Se te abrió más –me dijo.

Pero qué chingados, y ni sé qué me pasó –mientras yo estaba hablando ella se apresuró a limpiar el respaldo de la silla. Pagué la cuenta y salimos de ahí.

¿Es muy grande? –pregunté.

Maso –dijo desinteresada–, pero vamos a ponerte un curita o algo.

Pasamos a la farmacia por el mentado curita, pero no fue suficiente. Lo que en un principio había sido un lunar, ahora era una llaga de dos centímetros; y me ardía bastante. el farmacéutico nos dijo que pasáramos a la clínica para que me pusieran puntos.

¿Qué te pasó? –me preguntó el enfermero. Me miró extrañado cuando le dije que no sabía.

Pues al menos con los puntos ya no sangrarás –finalizó.

Salimos un poco confundidos, pero nos fuimos a un bar para olvidar el asunto con unas cuantas cervezas de por medio. Todo salió bien. Cantamos y bailamos mucho, más que otros días; incluso sentí que vomitaría por tanto movimiento y cerveza. Abandonamos el lugar tambaleándonos y soltando carcajadas como si hubiéramos ido a un show de comedia.

Al cruzar la puerta, nos topamos con un par de sujetos igual de borrachos que nosotros, o más; no sé, pero sí eran más conflictivos. Yo iba saliendo del lugar cuando choqué con uno de ellos y se molestó por eso. Me dijo fíjate, cabrón y me empujó por la espalda. Sentí más dolor del esperado, lo cual me hizo voltear para encarar al tipo aquel. Pero a verlo me sorprendió su mirada de sorpresa, bien irónico; pero estaba confundido y no despegaba su mirada de su mano: estaba llena de sangre; de mi espalda había salido un gran chorro casi a presión. El tipo me miró con asco y se alejó poco a poco sin decir nada. María me tomó por la cintura y me indicó que nos fuéramos a casa cuanto antes.

Conforme avanzamos, el dolor en mi espalda incrementaba. Le pedí a María que me revisara y me dijera si se me habían abierto los puntos, pero ella no me hacía caso; insistía en llegar a casa cuanto antes. En el camino fui pensando que tenía razón, allá podría lavarme y revisar bien los puntos. Quizá sólo se habrían movido al rozar contra otra persona en la pista de baile.

¿Qué buscas? –le pregunté a María cuando vi que tenía la mano metida en su bolso.

Las llaves –dijo.

Yo las traigo.

Llegamos a casa sin mayor contratiempo, pero mi herida seguía sangrando un poco. Los puntos se habían zafado, pero el hilo seguía prendido a mi piel. María me dijo que me acostara y se metió al baño.

No tardo –dijo–. Voy por gasas y agua oxigenada.

Caminé hacia la cama pero me sentí extrañamente cansado y decidí tenderme en el piso. Al poner mi pecho en el suelo sentí una punzada a la altura de mi pectoral derecho; pensé que por la fuerza que estaba haciendo, mi herida se habría abierto un poco más. Me resultaba molesto quedarme ahí, sentía un dolor extraño, como si un aire frío entrara por mi herida. Me acosté por completo y traté de ignorar el dolor. Llamé a María varias veces pero no contestaba. Decidí alzar la voz pero, al intentar gritar, una terrible punzada me interrumpió y el nombre de María se desfiguró en un aullido de dolor. Como por instinto, busqué algo que me estuviera lastimando en la espalda, una navaja, un cuchillo, pero no encontré nada.

Me levanté como pude y vi que en mi pectoral derecho una mancha de sangre comenzaba a pintarse poco a poco al momento que el dolor aumentaba sin compasión. No podía hablarle a María, no tenía voz, me dirigí al baño tratando de articular su nombre, de pedirle ayuda, abrí la puerta de un empujón y vi su cara de terror o sorpresa, no sé, pero tenía este muñeco de vudú en su mano. Al verme lo atravesó por completo con un lápiz. Al mismo tiempo algo invisible atravesó mi pecho y por poco me desmayo del dolor. Como pude, me fui sobre ella y su cabeza fue a dar contra el retrete. Y pues con la poca energía que me quedaba me vine para acá, doctor.

 

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Rojo negro

Su sueño no lo retrataba como en las viejas historias que su abuelo le contaba: la figura clásica de un hombre rojo con cuernos y patas de cabra, cola de serpiente con vida propia y un pequeño triángulo en la punta. El viejo le aseguraba esa imagen; cómo olvidara. Le contó que lo vio más de una vez en las madrugadas cuando llegaba empapado de mezcal y de agua de mujeres que no eran su esposa. Lo veía recargado al lado de la puerta de su casa. El viejo sabía que debía pasar cerca de él si quería entrar a dormir, pero le daba miedo. Por eso siempre se quedaba dormido en la banqueta.

Su sueño reproducía esa historia, pero la imagen era difusa. Era un hombre que ni siquiera se describía mediante rituales o sacrificios. Tampoco podía afirmar que fuera elegante, pues en realidad al despertar no recordaba su vestimenta, ni un detalle que resaltara elegancia, ni una corbata o zapatos brillantes. Sin embargo, sabía que era él, así como uno sabe que adentro tiene el corazón aunque no lo haya visto nunca.

En su sueño, encarnando el cuerpo de su difunto abuelo, se acercaba caminando, ebrio y con los dedos todavía un poco pegajosos por la viscosidad de sus amantes. Poco a poco la imagen de una llamarada roja se dejaba ver en la puerta. El miedo crecía en forma de enredaderas oscuras a su alrededor. Al acercarse a la puerta, el miedo lo vencía, y se daba vuelta para dormir en la banqueta. Al quedarse dormido, despertaba.

La serie de sueños había sido detonada por el comentario de un amigo suyo en una reunión de alcohol y cigarros. Su amigo contó que una tía suya lo había visto de pie en su puerta. Esto le hizo recordar las historias de su abuelo y esa misma noche comenzó a soñarlo. Al principio fue un sueño irrelevante, pero al repetirse constantemente le infundió miedo y más tarde curiosidad. Lo peor era tener que despertar de madrugada siempre que se recostaba a dormir en la banqueta del sueño.

La última noche que soñó con él percibió una atmósfera distinta. Todo parecía moverse más rápido y las enredaderas del miedo decían una plegaria susurrante que no cesaba. Se acercó hacia la puerta como todas las veces y se quedó de pie, tratando de darle forma al humo rojo que serpenteaba al frente. Pensó por un momento que quizá no era el diablo. Quizá sólo era la forma de su miedo. Quizá esa nube roja sin rostro sólo fuera una nube roja sin rostro. Quizá el color rojo no significa alerta, a pesar de que sea el color de las heridas y de las serpientes venenosas.

Avanzó un poco, pensando en que despertaría como cada vez; sintió sus pasos ebrios tambaleantes, como si se negaran a encontrarse con la malicia carmín que respiraba al frente. Pensó en taparse la nariz y la boca, pero antes de cualquier movimiento, el juego narrativo de los sueños lo introdujo a la casa de su abuelo, evadiendo el encuentro con aquel humo. Pensó que lo había librado. Habría sido fácil si su abuelo se animara a entrar. Quizá. Miró alrededor buscando certezas y detrás del cancel de la puerta vio la figura temida, pero ya no era humo amorfo, sino la silueta marcada a contraluz de un hombre robusto con una serpiente zigzagueando a los lados. Tuvo miedo. Trató de ignorar la escena, pero una serie de golpes en la puerta se lo impidieron. Era él; quería entrar. Trató de esperar a que todo pasara, pero los golpes seguían sonando en la puerta cada vez más fuerte y continuo. Se acercó hacia la puerta con curiosidad; es un sueño, se dijo. Los golpes cesaban poco a poco. Tomó la manija de la puerta, pero esta le quemó la mano y despertó sobresaltado. Se sorprendió más al darse cuenta de que no estaba en su cama, sino de pie ante la puerta y los golpes seguían sonando detrás.

 

Las cosas y la ausencia

A veces las cosas desaparecían de su lugar, las buscábamos por toda la casa, pero no las encontrábamos. Luego decidíamos reemplazar los objetos perdidos por otros nuevos. Lo malo es que cuando ya teníamos el reemplazo, el objeto viejo reaparecía en el lugar menos sospechado: adentro del horno, debajo de alguna almohada o en la cesta de ropa sucia. Al principio pensamos que alguien nos estaba jugando una broma pesada (¡Mira que ponernos a gastar en compras a lo tonto!), pero no. Ninguno de los que vivimos aquí fue el culpable; a todos nos sucedía la misma locura. Según entiendo, nadie, ni por muy payaso que fuera, se atrevería a gastar tanto dinero reemplazando a lo tonto cargadores, licuadoras, relojes, jarrones o llaves.

Con el paso de los días, las cosas dejaron de reaparecer. Es decir, las cosas que desaparecían ya no regresaban como al principio. Eso significó un momento de gran angustia para todos, porque nos estábamos quedando sin pertenencias. Fue raro; no pensamos que alguien nos estuviera robando, porque estábamos acostumbrados a que las cosas desaparecieran y aparecieran por sí solas, además, nadie había entrado a nuestra casa, ni siquiera de visita. Por todo eso, nos propusimos averiguar qué sucedía con nuestras cosas. Primero, colocamos cámaras por todos los rincones del edificio. Es lo que cualquiera con sentido común habría hecho, sin embargo, sucedió lo que alguien con más sentido común habría previsto: ¡las cámaras desaparecieron! Nos reímos y lloramos de coraje al mismo tiempo. Después nos turnamos para hacer guardias. Yo comencé con la tarea. Estuve casi veinte horas sentado en la sala observando con cuidado cada objeto que ahí se encontraba, pero no sucedió nada. Cuando estaba por completar mi jornada de 24 horas, llegó Patricio, gritando con coraje que yo era un inútil, que mi guardia no sirvió para un carajo y mil cosas más. Yo pude haberme molestado por sus ofensas, pero me pareció hilarante verlo acercarse calzando sólo un zapato y usando su corbata sin una camisa debajo. Le pregunté qué había pasado y sólo contestó "¿Pues tú qué crees?"

Después de las guardias, intentamos otros métodos de vigilancia que resultaron igual de inservibles. Todo continuó desapareciendo poco a poco, incluso nuestro dinero. Al final, decidimos guardar nuestras cosas en un gran baúl que colocamos en el centro de la sala y cerramos con cadenas y candado. Nos pusimos a observarlo con cuidado por tres días y tres noches completas, hasta que, de un momento a otro, desapareció. ¡Desapareció frente a nuestras narices! Fue el colmo, pero al menos ahora estábamos seguros de que nuestras pertenencias simplemente desaparecían.

Contamos lo sucedido a algunos conocidos, pero ninguno de ellos quería creernos. Al comenzar a contárselos, nos tachaban de locos y no podíamos terminar de contarles con detalle lo que vivimos. Después dejamos de contarles y simplemente decidimos cambiarnos de casa. Como nadie nos creía, decidí escribir esto antes de mudarnos. Lo que temo, es que no me dé tiempo de escribir porque el cuaderno.

 

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Angustia

Cuando hicieron el recorte de personal se sintió bastante angustiado. Salió de la oficina sin mentarle la madre a su ex-jefe. Camino a casa pensó en sus ligeros ahorros, en los precios de la comida, en cómo racionar un kilo de tortillas en una semana. Se le ocurrió vender su bicicleta, algún sillón o ropa vieja. A medio recorrido, entró a una tienda por una botella de tequila; era mayor la culpa que el costo de la bebida, pero se convenció por comprarla y siguió su camino dando tragos de vez en vez.

Abrió la puerta del edificio como todas las veces, entró en silencio y se dirigió a su departamento. Subió las escaleras y la angustia regresó: faltan dos semanas para pagar la renta. Me quedaré sin dinero. No debí comprar el tequila; era mejor pan, o frijoles.

Siguió subiendo sin darse cuenta de que había pasado de su departamento. El aire frío de la azotea lo hizo reaccionar. Casi le dio risa y decidió bajar, analizando en calma su situación. Bajó las escaleras sin detenerse y se encontró de frente con el primer departamento. Qué pedo…, pensó. Se sintió más cansado por tener que subir nuevamente y porque no podía dominar su angustia ni sus pensamientos. Subió los catorce escalones rutinarios y el mismo aire frío golpeó su rostro. Se odió un poco. Las luces de los edificios llamaron su atención y la distracción se convirtió en una ligera calma. Respiró profundamente, destapó la botella y bebió largo rato en la terraza. Con el paso de los minutos la calma aumentó. El frío del aire le hizo pensar en su cama, una ducha caliente y televisión.

Bajó por las escaleras y sin mucha precisión metió la llave en la chapa, pero no abrió. Batalló hasta que la puerta se abrió por dentro; su vecino. Otra vez borracho, dijo. Disculpe, respondió y subió hacia su edificio. Contó los escalones para no pasarse otra vez, pero al contar siete escalones llegó hasta la azotea. Entre desesperado y confundido bajó de nuevo contando los escalones para no pasarse, y una vez más llegó hasta el primer piso. Al ver el número 1 grabado en la puerta perdió la cabeza. Se asomó por el barandal hacia arriba, pero no conseguía ver la puerta. Subió un poco y ahí estaba ese aire frío que lo había burlado desde un inicio. Se desesperó, sintió que todo el edificio daba vueltas alrededor de él, buscó su puerta con la mirada pero no conseguía mantenerse en pie. Perdió el equilibrio y se fue rodando por los escalones hasta el primer departamento. Se levantó a medias, sintió el barandal en su mano, un molino de viento frío en su estómago y el concreto de los escalones en su nariz, asfixia, se arrastró hacia arriba, buscaba el número 2 de su hogar, el número 2 del segundo piso, el número 2 de los dos mil pesos que había que pagar dentro de 2 semanas. Sintió que alguien sacaba su mano desde su estómago y vomitó en los escalones. El mundo dejó de dar vueltas poco a poco. Pudo escuchar carros fuera del edificio, vio saliva y gotas de sangre en el piso. Levantó sus llaves, buscó la botella de tequila, sorbió el líquido que se había regado en el suelo, al contacto con su boca se pintó de rojo. Gateó hasta la puerta de su departamento. Número dos. Bebió el resto del tequila y entró sin ponerse de pie.

 

Érick Salgado nació el 14 de septiembre de 1991 en Iguala, Guerrero; radica y trabaja en la misma ciudad. Es profesor de inglés y corrector de estilo en Letramía, revista literaria editada en CDMX. Es director y cofundador del proyecto Kaleido, que incluye la revista literaria Kaleido y el centro de estudios artísticos y de humanidades Casa Kaleido. Publicó la primera edición del libro de cuentos La puerta secreta bajo el sello editorial de Editorial ABN Arte Buhonero, Baja California, México; la segunda edición de la misma obra con Ediciones Zetina, Cuernavaca, Morelos; y el minificcionario Gotas para los ojos bajo el sello editorial de Arribos, México, D. F. Ha publicado cuentos en revistas digitales como Nomastique, Delatripa, Moria y A buen puerto.