Sirenas y tortillas
De algo estoy seguro, era un niño cuando escuché a las sirenas por primera vez. Probablemente uno muy pequeño, porque cuando le contaba a alguien sobre mi aflicción solo se reían y decían que era “tremendo” o “bien bárbaro”, supongo que creían que se trataba de alguna situación parecida a la de los amigos imaginarios, como el hijo de Doña Caro. La diferencia es que el hijo de Doña Caro se veía feliz cuando hablaba con su amigo, sus cachetes chamagosos subían constantemente hasta cubrir sus ojos; entonces abría la boca y su risa o sus gritos de alegría se escuchaban hasta la casa de Doña Trini, la vecina de enfrente, y todos decían que ese Fernandito también era “tremendo” o “bien bárbaro”. Pero a mí nunca me pasó así, además Fernandito dejó de ser Fernandito, se volvió Nando como a los 8 años y su amigo dejó de aparecer. Yo siempre me he llamado Rogelio, y las sirenas nunca han dejado de llorar.
Sigo sin recordar la primera vez que las escuché, solo sé que su llanto nunca ha dejado de acompañarme, más de 30 años escuchándolas y todavía no puedo adivinar cuando es que volverán a despertarme. La verdad es que no debería afectarme tanto, a fin de cuentas, solo es en la mañana y no aparecen todos los días, a veces pasan meses sin escucharse, además me alivia mucho que nunca vienen por la noche. Pero es que me arruina el día escucharlas llorar, me tortura. Su sonido me enferma, mi piel se hiela, mi carne se tensa, mi desayuno ya no sabe igual y durante el camino a la fábrica no dejo de pensar en qué les hacen para que lloren así, quién las traerá, cómo las meterán ahí. El día que descubrí que las tenían en la tortillería recibí los golpes más desesperados que mi madre me pudo dar. Ante mi insistencia y después de gritarme que las sirenas no existen, que dónde vivimos ni siquiera hay mar y que debía dejar de hablar de eso porque la gente ya nos veía mal; mi madre no soportó más “mis delirios”, como ella los llamaba y se lanzó sobre mí con una furia guardada poco más de 18 años, con la fuerza que tuvieron en ella los comentarios que escuchaba sobre mí y con el palo de la escoba, me golpeó; me golpeaba y lloraba porque dice que quería pero no se podía detener. Y entre cada golpe repetía que aquí en Teoloyucan no hay sirenas, no hay mar, que el sonido venía de las máquinas de la tortillería y que me callara de una pinche vez; aunque en ese momento yo no hacía más que encorvar mi cuerpo para recibir sus golpes.
Después de ese día las sirenas no volvieron a salir de mi boca, ni para contarle a mis amigos de la plaza cuando me preguntaban sobre ellas, ni para preguntarles si también las escuchaban; de todas formas, no daban mucha información, solo preguntaban y se reían, pero al menos les interesaba. Después de ese día busqué trabajo y trabajé de todo hasta que terminé aquí, en la fábrica de jeringas. Mi mamá se siente mejor cuando en vez de hablarle de sirenas le platico cómo todo el día presioné un botón, mis amigos de la plaza ya no son mis amigos, ya no preguntan nada y ya no quieren que les hable, aunque cada que paso se siguen riendo, la gente que me conocía ya se olvidó de lo “bárbaro” y lo “tremendo” que soy o que era, pero las sirenas siguen en la tortillería, y esta mañana las escuché.
Foto de portada: ookiedough.org
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