Tamales de pollo
Me arrepentí de haberme comido un tamal de más. Mandamos a traer de esos que llevan una pieza completa de pollo y que se venden en la gasolinera “Modelo”, pedí uno con muslo; pero el Silio se fue a su casa antes de la salida del trabajo, porque se sentía mal de salud. Me entró lo perruno, abordé su pieza sin preguntar a los demás si quería un pedazo del tamal extra. No sentía náuseas o dolor, solo embotamiento, como un vil marrano, que su problema es encontrar un lodazal para refrescar la panza.
Pero el olor de la nave de las pescaderías del mercado central, si me invitaban a vomitar, lo pasé a paso veloz. Al llegar al “Cine Río” el aroma de los tacos de tripa, terminaron de hastiarme. El taquero al verme preparó los tacos de rigor de todos los días. Los pedí para llevar, imposible comérmelos. El aroma grasoso entró hasta mi hipotálamo, malditos tamales. Para nosotros los borrachos y trabajadores de noche “los de tripas” son un manjar. Este puesto se pone a la cuatro de la madrugada y a las seis acaba todo su producto, ni para los perros queda.
Envueltos los tlacuaches en papel aluminio, crucé la calle con ellos en la mano, para tomar mi taxi colectivo, no me importaba si iban al “Rena” o a la “Zapata”, esa noche no tuve tantas propinas así que no puede pagar doble asiento para ir solo a mis anchas y lo compartí con una borracha hablantina. Empezó a contarnos su vida, que ella era bien chingona y que si viaja en taxi es porque el pinche de su marido perdió el auto en un juego de cartas, pero ya tenía pedida su nueva troca. No solo tenía que soportar mi hinchazón de barriga, sino todo el discurso con eructos y salivazos de esa señora. Algún pasajero tuvo la gracia de brindarnos un gas mortal. No aguante ese micro infierno. Me bajé a la altura de "La Garita”.
Pasaron veinte minutos y no podía abordar otro taxi colectivo. Después de media hora se detuvo uno, subí con júbilo, me tocó ahora con un borracho gordo. Sin pedirle que me contará su historia, él empezó solito, mi pinche vieja no aguanta nada, la hace de pedo si pierdo —hoy perdí el carro—, que era muy chingón y ya tenía la llave de su nueva troca. También con sus eructos con olor a caldo de res. Un ambiente insoportable, ahí me di cuenta que ya estaba pagando por mi egoísmo. El segundo tamal fue un mal augurio.
A una cuadra de mi destino, decidí bajarme para tomarme un par de chelas en cualquier cantinita de “Las Cruces”, para aligerar mi mal viaje con estas personas y llegar a la casa más relajado, además las bebidas ahí son de bajo costo.
Entré y vi la espalda de una persona conocida.
—Bróder, me invitas una chela —dije con sonrisa en los labios, como un mendigo alegre.
Volteó hacia mí y tiró su botella al piso, ésta se hizo añicos.
—Claro que te invito una mi hermano, ¡a huevo!, dos cervezas frías –gritó.
Nos sentamos, al fondo ví a la mudita, famosa borrachita de estos rumbos, sentada con un señor sombreruro con camiseta al estilo “Pepe el Toro”, él le mostró uno billetes, no sé de qué denominación eran, ella de un de repente se bajó la blusa y brotaron dos senos descomunales, el sujeto como recién nacido empezó a chuparlos sin importar la mirada de los presentes, quizá solo la mía.
La mano de “mi bróder” me sacudió el hombro y salí de mi asombro erótico. Miré a hacia sus ojos y vi que sus lágrimas estaban a flor de piel.
—Mira, te traigo unos taquitos de tripa, carnal —al mismo tiempo desenvolví el papel aluminio, el aroma de tripa aceitosa de marrano, se expandió por el lugar lúgubre.
—Nadie me ha dicho Brother, —lo dijo ya con las lágrimas a fuera de sus ojos, —tú eres el primero cabrón, ahorita te voy invitar una vieja, en la cantina “Los Limones”, hay una buena mesera, te va latir. Así que chingale a la chela y yo me comeré los tacos —me dijo limpiándose las lágrimas.
Le di un trago largo a mi cerveza, de reojo volví a ver al becerro con sombrero, preñado en las montañas de esa escuincla flaca. Pensé que debería sentir repugnancia, pero no. Sentí cierto erotismo en mi cuerpo.
Mi acompañante se llevó el taco a la boca, y antes de entrar a su cabida, escuche un ruido ensordecedor, el cual me disparó la adrenalina a flor de piel; en segundos sangre en mi uniforme de mesero; los tacos de tripa mezclados con sesos. Miré hacia un costado y solo vi un hoyo obscuro de una pistola. De él emanaba un olor fuerte a pólvora y un travieso humo
—¿Y tú, pendejo, qué pedo? —me dijo el matón.
—Yo solo me comí un tamal —dije, fue lo primero que se me vino a la cabeza.
El matón venía con un acompañante, se voltearon a ver y soltaron la carcajada.
—Mira este puto, salió con la mamada de un tamal.
—Déjalo, nos hizo reír, ya le diste en su madre a esta pinche machorra que quería bajarte a tu vieja —dijo, mirando el cuerpo inerte de mi amiga o amigo, bueno precisando a mi ex bróder.
Se dieron media vuelta, alcancé escuchar que el amigo del matón le decía a éste: Que bien que no le disparaste, es amigo de Librado, no nos la acabaríamos. Ni tú, ni yo, ni toda nuestra familia.
Al escuchar su conversación y recordar que yo era amigo del más matón de estos linderos, mi espasmo y temor me abandonaron. Me levanté de la silla, y con una servilleta me limpie la sangre de mi rostro, de mi ropa era inútil.
Volteé y vi a los demás borrachos agachados y arrinconados hacia la pared. El señor con sombrero dejó de tener la imagen de Pedro Infante para adquirir el de su fiel amigo “Mantequilla”. La mudita me miró y me guiñó en forma coqueta, levantó el pecho como un mensaje provocativo.
El segundo tamal de pollo fue mi salvación… y la amistad con Librado, por supuesto.
Desde ese día ya no escatimo, al tomar el colectivo pago dos espacios para no compartir asiento con gente borracha. Y por si las moscas me abstengo de un segundo tamal.