La guerra y nosotrxs
Lo que nos deja de tarea Jaime Montejo
“Toda lucha tiene sus riesgos, y mitigar algunas desventajas, era algo que teníamos que hacer”.
Recibo un mensaje de parte del compañero Jaime Montejo en la noche del 27 de abril. Me avisa a través de su compañera de vida y lucha, Elvira Madrid, que le han diagnosticado neumonía por COVID. Están buscando internarlo en un hospital público. Me mandan foto de su hoja de triage (clasificación que se realiza de acuerdo a la gravedad del paciente) del Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER) ubicado en la Ciudad de México. La saturación de oxígeno documentada en el apartado de signos vitales es de 78%. Uno de los datos de gravedad de COVID-19 es la oxigenación baja, se ha designado un nivel debajo de 90% como parámetro general para la hospitalización. El de Jaime está muy por debajo de esa cifra.
Elvira me avisa que están intentando por tercera vez en esa noche que un hospital acepte a Jaime. Su voz no disimula el cansancio y la preocupación. Sé que ella también presenta síntomas, pero el que necesita atención urgente es su compañero. Empiezan los mensajes a paso frenético a colegas y compañeros. No he trabajado en la Ciudad de México, no sé cuál es la mejor estrategia para que Jaime reciba la atención y tratamiento que necesita.
Colegas de la capital, me aconsejan revisar la app que el gobierno de la Ciudad de México ha promovido para orientar a la población respecto a la disponibilidad de camas en los hospitales de la Secretaría de Salud, IMSS, ISSSTE y del Gobierno Municipal. Anoto algunas opciones que aún aparecen en verde y amarillo, aunque de los hospitales de los que Jaime es derechohabiente, pocos tienen disponibilidad.
Vuelvo a hablar con Elvira. Se oye agotada e indignada. Me dice que en las dos opciones que le menciono parecen tener disponibilidad en la app pero en el INER donde se encuentra con Jaime, el personal les acaba de informar que no hay camas. Es imposible pensar que la aplicación se actualiza al mismo paso que la ocupación real de camas. Mi frustración crece. Consulto de nuevo con mis colegas. Una saturación de 78% constituye una urgencia calificada. ¿Una sala de urgencias del IMSS realmente rechazaría a Jaime bajo esas condiciones aunque no sea derechohabiente?
Trabajo en una sala de urgencias del IMSS en el estado de Veracruz y sé que en mi hospital no ocurriría, sin embargo desconozco las políticas de atención a pacientes del COVID en la Ciudad de México. Hay consenso entre mis colegas. — Lo deben atender o por lo menos proporcionarle la atención inicial. Sugiero a Elvira que lleven al compañero al hospital del IMSS de Villa Coapa, siendo el más cercano. Son las 11p.m. Elvira me escribe, —“Ok voy para allá”. Espero.
Mientras, llegan mensajes de otros compañeros, les digo, avísenme si encuentran otra opción. De esa forma hemos resuelto las urgencias de otras personas, multiplicando esfuerzos a través de nuestras redes de apoyo. ¿Qué más?
A las 12:55 a.m., le escribo a Elvira: —“¿amiga pudieron entrar?”. Me contesta, —“no, ya vamos de camino a casa”. Se me cae el corazón. Le aviso que seguiré insistiendo con otros conocidos para ver si podrán asegurar el ingreso de Jaime. No puedo imaginar lo que ha de estar sintiendo. Jaime, con el nivel de oxígeno tan bajo en su cuerpo que por sí sólo provoca ansiedad. ¿Cómo estará?
Jaime, un ser humano que a sus 56 años se ha destacado por luchar por los derechos colectivos en las más difíciles de condiciones, incluyendo el de la salud, ahora necesita lo mínimo de ese sistema, ante la situación de precariedad física que está viviendo. ¿Cómo nombrar a ese fenómeno que hace que no reciba la atención que él requiere? ¿Es negligencia? ¿Es muerte sistematizada e impuesta? ¿Es omisión? ¿Es clasismo? Cualquiera que sea el nombre que le quede, es más que una simple pandemia.
En televisión y redes sociales, el gobierno federal sigue emitiendo indicaciones sobre los datos del COVID, cuándo y cómo buscar atención hospitalaria; la gran disyuntiva se da entre los reportes oficiales y lo que se vive desde abajo. Escribe en su muro de Facebook la Dra. Eva Tovar Hirashima (urgencióloga): “Sería interesante que alguna reportera pidiera el micrófono y se comunicara con otro colega que está afuera de un hospital entrevistando a alguien que tiene una saturación de 80%, con sangrado de tubo digestivo, que acaban de batear por tercera vez de alguno de los departamentos de urgencias y que anda deambulando esperando que en algún lugar lo atiendan. En fin, esa persona, me pregunto qué pensará cuando el Dr. López-Gatell le explica con tanta claridad los síntomas de alarma y le dice que vaya a su clínica o a urgencias o que hable al 911 o que le pregunte a la app de Susana Distancia. Qué pensará esa persona cuando oye hablar a la autoridad decir cosas que, pues a pesar de sonar muy coherentes, no parecen aplicar a la realidad de la mayoría. Oh bueno, para que no digan que me quejo que esto no es una democracia, diré de todos. Gaslighting se dice en inglés. En español le llaman informe diario.”
Desde temprano empiezan de nuevo los esfuerzos para asegurarle una cama hospitalaria a Jaime. A las 8a.m. me llega el único mensaje de Elvira: —Todo estaba lleno, qué triste todo lo que pasa y lo que vi. Mis siguientes llamadas van sin contestar, temo que Jaime se ha agravado. Llegan noticias de una posibilidad de atención en otra institución hospitalaria. Intento reenviarle la información a Elvira a través de otros contactos.
A medio día, un compañero me avisa que Jaime y Elvira se encuentran en el Hospital General, con posibilidad de que Jaime tenga una cama. Viene un primer aliento de alivio. Me enteré días después que antes del General, Jaime había intentado conseguir una cama en 17 hospitales privados y públicos desde el 26 de abril. Cuando por fin lo aceptaron en el General, contaba con una saturación de oxígeno de 58%. — “Vi mucha gente esperando y vi morir a mucha gente,” me relató Elvira.
Los amigos cercanos esperamos a que reciba el tratamiento adecuado, que su cuerpo responda y sobreviva a esta embestida como lo ha hecho tantas veces en su vida. Que Elvira pueda descansar y atenderse. Son los deseos de quienes hemos conocido a esos dos compañeros ejemplares a través los años.
En los días siguientes, llegan avisos intermitentes de parte de compañeras de Brigada Callejera de Apoyo a la Mujer “Elisa Martínez”, organización enfocada a ayudar a trabajadoras sexuales, organización que Jaime y Elvira con otras compañeras fundaron en los años noventa, derivado de sus primeros acercamientos a las trabajadoras sexuales en la época en la cual estudiaban en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Brigada Callejera a la fecha, tiene más de 25 años de experiencia en acompañamiento y organización con las trabajadoras sexuales, tanto en la Ciudad de México como en la región fronteriza de Tapachula, Chiapas.
Su lucha ha sido fundamental en garantizar mayor seguridad a las trabajadoras sexuales, personas trans, migrantes y personas con VIH y SIDA. Brigada Callejera, ha abogado por el acceso a servicios de salud de esas poblaciones marginadas, reprimidas y olvidadas por el Estado y la sociedad.
Dentro de una multitud de acciones de la Brigada, crearon una línea de condones y clínicas de atención a la salud de trabajadoras sexuales, lograron el reconocimiento del trabajo sexual como actividad lícita en la Ciudad de México. La Brigada ha sido capaz de escuchar a las trabajadoras sexuales no como víctimas si no que como actores políticos con voz propia. En este punto cimentó su aprendizaje político desde la escucha.
Cuando llegó la pandemia de COVID a México, Jaime y Elvira no dudaron en hacer todo para asegurar que las trabajadoras sexuales no se quedaran abandonadas sin ingresos y techo. Se dieron la tarea de organizar un comedor popular y la entrega de despensas, además de presionar a autoridades capitalinas para que atendieran las necesidades básicas de las trabajadoras. Fue en esas actividades donde se infectaron del coronavirus.
El martes 5 de mayo recibo una llamada de un médico y compañero desde el estado de Guerrero. Ha sido una de las personas que desde lejos ha estado al pendiente de Jaime. Me habla de otros temas y luego me pregunta: “¿estás sentada?”. Se enlentece mi pulso y mi respiración. Sé que las palabras que seguirán serán de las que marcan y mi cuerpo se prepara imperceptiblemente para el golpe. Me avisa que se ha confirmado el fallecimiento de Jaime en esa madrugada. Hablamos. Me aconseja que descanse y que mejor no vaya a trabajar, me abraza con las palabras y el tono de su voz. Colgamos. Descanso la cabeza contra la pared y lloro. Vienen días de lágrimas colectivas. Brota la rabia que apenas se asoma a través del aire grueso que es un dolor compartido por tantas personas. Nos escribimos. Nos abrazamos a distancia. Muchas y muchos expresan su preocupación por Elvira. Pasan días y aún no podemos entregarnos a ese mundo en el cual Jaime no estará haciendo frente, con nosotras y nosotros, ante las injusticias del sistema que lo dejó a la deriva.
Jaime, hasta el último respiro de su vida, acompaña a las y los marginados en las calles de la Ciudad de México. Haciendo lo que él sabe es lo correcto, lo digno y justo, aunque también conoce el riesgo que representa. Así lo encuentra el COVID-19: llevando a cabo un acto de profunda congruencia. Caminando en comunidad.
No es que no entienda las indicaciones de resguardo en casa. Es que entiende demasiado bien que no puede haber cuarentena para las y los más vulnerables. Y se rehúsa a dejarlos solas y solos. Días antes, Jaime le escribe a Sergio Rodríguez, las siguientes palabras: “Sergio. Con la novedad que Jaime y Elvira estamos en cuarentena con todos los signos de COVID-19. No podíamos no dar las últimas batallas que estamos dando, si no era en la calle con el comedor comunitario en Resistencia, la entrega de condones, el acompañamiento a personas con VIH a la clínica Condesa para que reanudaran sus tratamientos y el COVID-19, no les agarre en tierra de nadie. También la atención de enfermos, no podíamos darla desde la comodidad de nuestros cantones. Toda lucha tiene sus riesgos, y mitigar algunas desventajas, era algo que teníamos que hacer.”
Amor insurgente
No sé si Jaime hubiera sobrevivido al COVID-19 al recibir atención médica desde el momento que inició con dificultad respiratoria o si el atravesar la ciudad durante tres días con una saturación de oxígeno peligrosamente reducida es lo que aseguró su fallecimiento. Desde los meses que llevo atendiendo pacientes afectados por COVID y estudiando la experiencia de especialistas de otros países golpeados duramente por la enfermedad, puedo constatar que el diagnóstico y tratamiento temprano de la hipoxemia son de los factores más importantes en asegurar un mejor pronóstico. Al decir del urgenciólogo estadounidense, Dr. Richard Levitan: “el curso de la enfermedad no es inevitable, el diagnóstico y tratamiento temprano con oxígeno, maniobras de posicionamiento, agentes antiinflamatorios y el seguimiento de biomarcadores tiene un desenlace mucho más favorable”.
A Jaime le fue negada la atención médica necesaria, nunca debió habérsele sido negada atención con una saturación de oxígeno tan baja, sus familiares nunca debieron haber tenido que trasladarlo de un lugar a otro por sus propios medios. Los servicios de salud no deben depender de tener conocidos quienes pueden insistir en un servicio adecuado. Ninguna institución de salud debe negar atención de urgencias, los servicios de salud deben ser gratuitos y de calidad para todas y todos.
La negación de servicios provocó en Jaime y Elvira, trauma emocional y físico. Los fracasos de un sistema de salud, desmantelado y precario, dejan huellas profundas en la población y van más allá de la morbi-mortalidad registrada en la estadística. Por diseño intencionado del sistema político y económico, el sistema de salud en el cual laboro reproduce la lógica de la necropolítica en la cual los cuerpos de muchas y muchos sobran.
En estos últimos meses, el gobierno federal encabezado por López Obrador y funcionarios de las instituciones de salud, han apelado más de una vez a la “nobleza” de las y los trabajadores de salud para hacer frente a la crisis por la pandemia. La experiencia generalizada de trabajadores de salud en estos meses ha sido de angustia, cansancio, enojo y decepción profundos al verse obligados a laborar sin las medidas de seguridad adecuadas. Quizás por primera vez en mucho tiempo, durante esta pandemia, también las y los trabajadores de salud nos hemos tenido que asomar a la realidad en la que somos desechables.
La guerra es otra
Se ha aludido frecuentemente a una guerra durante esta pandemia. Se nos ha asemejado a las y los trabajadores de salud a soldados. Se han referido al coronavirus como un enemigo sigiloso, listo y sin piedad. Sin embargo, no comparto ese paradigma. No considero que el COVID-19 sea nuestro enemigo, ni que la pandemia haya traído la guerra a nuestras vidas. Me atrevo a pensar que Jaime estaría de acuerdo conmigo. Creo que él, junto a las y los trabajadores sexuales, las personas con VIH y SIDA, las y los migrantes, los miles de víctimas de desaparición forzada, desplazados internos, defensores de derechos humanos asesinados, las y los niños de la Montaña de Guerrero arrinconados en la cosecha de goma de amapola, las trabajadoras de las maquilas del norte del país, las cientas de miles de personas que no ganan un salario digno y carecen de seguridad social o de jubilación digna, las y los víctimas de tortura y asesinatos extrajudiciales llevados a cabo por fuerzas policiales y armadas, junto a los miles de trabajadores de salud quienes cotidianamente sentimos el peso fulminante de no contar con el equipo o material suficientes para proveer servicios de salud de calidad a nuestros pacientes, estarían de acuerdo conmigo: que desde siglos en México hemos estado sujetas y sujetos a una guerra.
Si no fuera así, Jaime Montejo no hubiera estado en las calles de la Ciudad de México, tratando de aminorar la intensidad de los síntomas de esa guerra. En los Estados Unidos, el COVID ha afectado desproporcionadamente a las comunidades afroamericanas, en México a los sectores más vulnerables. Esa propensión se enraíza en condiciones de profundas desigualdades sociales, políticas y económicas y no en razones genéticas. Estuvimos en guerra, mucho antes del COVID-19. Jaime, como muchas y muchos de nuestros compañeros, perdió su vida debido a esa guerra.
Escasos meses antes de que se reportara el primer caso de COVID 19 en México, me encontraba en una comunidad del estado de Guerrero, en un taller de salud organizado por la “Brigada de Salud Comunitaria 43” a la cual pertenezco. Recuerdo haber pensado y compartido en voz alta con las y los demás que teníamos que prepararnos en conocimientos de salud para un momento en el cual iba a ser imposible moverse de la comunidad.
En su momento, la preocupación mayor que daba cauce a mi reflexión era la represión y violencia que se viven en la región: la guerra. Nunca pensé que esa realidad llegaría tan prontamente y menos con la cara de una pandemia.
Quizás en unos meses “pase” el COVID-19. Habrá brotes secundarios, casos aislados o agrupados. Pero la guerra que muchos llaman “normalidad” seguirá con mayor crudeza. Hay reportes de regiones en México con estado de casi hambruna. Quienes han quedado sin servicios de salud ante la suspensión de servicios, probablemente presentarán descontroles y descompensaciones importantes de sus enfermedades. La salud mental se deteriorará de forma colectiva. Las medidas de control poblacional que se implementaron durante la pandemia posiblemente en muchos lugares seguirán ya como normas. La recesión económica global ya empieza.
¿Nosotras y nosotros, aquí abajo, qué estaremos haciendo?
Como médica, he tenido la experiencia de trabajar dentro del sistema de salud estatal y de manera autónoma en la construcción de salud comunitaria. Espero nos encuentren los próximos días, meses y años, llevando a la vida diaria las lecciones profundas que nos deja la vida y muerte de Jaime.
Estos meses de pandemia, nos dejan claro que si no nos damos la tarea urgente de tejer nuestras redes de solidaridad, seremos cada vez más vulnerables ante las expresiones de un sistema que reparte la muerte: pandemias, represión militar, despojo, muerte por enfermedades curables, hambre, falta de agua, trabajo precario, destrucción ambiental, exclusión, etc.
En una plática a estudiantes de medicina de la UNAM el año pasado, plantée la urgencia de definir de qué lado estamos. La experiencia de esta contingencia me regresa a ese planteamiento. Como sector salud, estamos sujetas y sujetos a los abusos de autoridad que provienen desde arriba, condiciones inadecuadas de trabajo, recortes en presupuesto, salarios reducidos, incertidumbre y condiciones de jubilación cada vez más inciertas. Sin embargo, nos toca ya tener claridad y honestidad en cómo hemos participado en la reproducción de esas violencias.
¿Quiénes decidieron priorizar la vida de Jaime durante el 27 y 28 de abril pasados y quiénes decidieron no responder a la necesidad del ser humano frente a ellos? ¿Dónde hemos estado como sector mientras han sido golpeados otros sectores de este país? ¿Cuándo fue la última vez que marchamos o protestamos por los derechos del pueblo en general y no sólo por aumentos salariales o para denunciar el fenómeno creciente de demandas legales en nuestra contra? ¿Por los derechos de nuestras y nuestros pacientes a la salud? ¿Cuándo fue la última vez que nos hayamos sumado a los esfuerzos de familiares de desaparecidos, a posicionarnos en contra de los feminicidios, a exigir salud universal? La brecha entre los trabajadores de salud y la población en general se ha ampliado más con el paso de cada década; lejos queda la época de las revueltas de batas blancas codo a codo con otros grupos desfavorecidos.
Ante eso, es fundamental poner contexto histórico a los acontecimientos, por ejemplo, del Hospital De Las Americas en Ecatepec. Al final, las muestras de frustración enormes de grandes sectores de la población y las creencias populares que los pacientes están siendo asesinados en los hospitales, aunque nos parezcan ridículas a quienes laboramos como profesionistas de salud, deben contemplarse con un entendimiento de cuál ha sido la experiencia generalizada de la población con el sistema de salud durante estos largos años. La reacción de nuestro gremio de desprecio en contra de los pobladores de Ecatepec, tachándoles de violentos, ignorantes y “nacos” e incluso los llamados a “no darles atención médica” deja claro que no estamos escuchando.
Como trabajadores de salud se supone que somos de las personas más cercanas a la condición humana y el proceso de enfermedad, ¿por qué no somos las y los primeros en reconocer y hablar de esa desigualdad y violencia sistémica? ¿Por qué como gremio de un país en el cual más de dos tercios de la población trabaja informalmente, además del llamado a la población a quedarse en casa, no hemos presionado al gobierno federal y a los gobiernos estatales a que proveen las condiciones económicas y sociales necesarias para que las y los más vulnerables puedan realizar cuarentena? Ahora que nos ha tocado el golpe fuerte de ver enfermarse e incluso morir a muchas y muchos compañeros y hemos sentido en parte la vulnerabilidad que predomina en las vidas de muchas y muchos mexicanos sin o con pandemia, ¿seremos capaces como sector de desarrollar ese ojo crítico y hacer puentes como parte de un pueblo golpeado?
De forma inusual, la pandemia nos ha puesto como trabajadores de salud frente a la realidad de que podemos morir tan sólo por el hecho de realizar nuestra labor y también que nuestros derechos laborales se ven acortados y fuera de las prioridades de la lógica neoliberal. Esto, lejos a que nos excepcionalice como héroes, nos debería acercar a las experiencias de muchas y muchos trabajadores de otros sectores del país. Los encuentros clínicos en este contexto de pandemia se han vuelto ventanas a la vulnerabilidad que sufre la gran mayoría en este país.
La Brigada de Salud Comunitaria 43 en la cual participo, nació en gran parte debido a las experiencias de negligencia, racismo, clasismo y violencia de género que informan los encuentros de la población de la zona centro de Guerrero con el sistema de salud, pero que no son exclusivos de esa región del país. La experiencia de Jaime y Elvira es muestra de ello. En el corazón de las experiencias de salud comunitaria de las cuales el trabajo de Brigada Callejera, la Brigada de Salud Comunitaria 43, el sistema de salud Zapatista y tantos otros, hacen parte, se afirma otra realidad: hacer comunidad nos cura. Es una opción preferencial para quienes creemos y defendemos una salud para todas y todos.
¿Nos quedaremos esperando que llegue la siguiente pandemia con esperanzas de que las estructuras de salud que se gestionan desde una visión de utilidad de cuerpos sean las que nos cuiden? ¿O desde ahora mismo volveremos a dignificar nuestros territorios y nuestras vidas con una auto defensa social integral que incluya una preparación en cuidados de la salud centrados en la vida? La opción siempre ha sido nuestra. Así como la guerra siempre ha sido de ellos. Jaime nos sigue dando ejemplo firme; “Después del Covid-19, la lucha de clases se va a profundizar en todos los rincones del mundo y allí estaremos para seguir dando la batalla y destruir a este sistema de muerte.” (Jaime Montejo)
Texto escrito por: Mandeep Dhillon (urgencióloga basada en el estado de Veracruz e integrante de la Brigada de Salud Comunitaria 43 de Tixtla, Guerrero)