Amor en Cuarentena
Un cuento de Andrés Monroy
A los feos no nos pega el virus, somos inmunes. Algo así, palabras más palabras menos decía Miguel. Y como a él, los compas solían decirle que estaba más feo que una mentada de madre en ayunas, se sentía protegido.
Le decían el Sapo y trabajaba en la playa haciendo de todo. A ratos vendía fruta, pescadillas, a ratos gafas, trajes de baño, pareos. Rentaba la moto acuática, la banana, las sillas, las mesas y de ser posible hasta la arena. Había sido salvavidas e intentado incluso pasar por masajista.
No vayas hijo, ahorita ni hay nada. Que no ves lo que dicen en la tele, "quédate en casa", insistía su madre, está muy fea la cosa. Estoy más feo yo, jefa, le respondía. A usté como ya le llegó doble su pensión, qué le preocupa. De ahí podemos ir comiendo, mijo, ya surtimos la despensa. No jefita, yo sí ocupo mis centavos, ni modos que le agarre de su pensión pa la huama.
En efecto, muerta estaba la ciudad, desierta estaba la playa. ¿No hay nada Perro? ¡No hay nada parna! Hijo de la chi... pues hay que ir a las Hamacas, aunque sea a jalar tarraya. No, Sapito, ahorita no están dejando los marinos. Me dijo el Negro que dieron la orden de que nadie bajara. A la madre, ¿y ora? Pues a aguantar vara, yo nomás me salí porque verdá de dios ya no aguantaba a mi vieja.
Qué pasó mi rey, lo saludó el Tequereque. Mi Rey Feo. Ya ni me digas cabrón, qué pasión. En efecto, Miguel se había apuntado para hacerla de rey feo en el carnaval de la ciudad, que de por sí venía tarde. Y ora que sentía que ya la tenía hecha. El festival, como todo lo demás, había sido cancelado. Ya me veía con Niurka, bailando y pegándome tremendos trompazos. Ya ni modo compita, como dicen las abuelas: cuando hay pa carne es vigilia. Oye sí cañón, ahora sí cayó con madre la cuaresma. La cuaresmeña.
Qué pasó Pachagüe, no hay jale edá. Nada manito, parece que la dejó el novio, ¡tá triste la calle! Con decirte que llevo una dejada en toda la mañana, ¡40 míseros pesos! Siquiera hermano, siquiera tienes la nave. Ora yo, ¡tá muerta la playa! ¡Ni un alma! No sé qué le voy a hacer. Ora ve. Pues jálate a la Terminal. Total, si te va a picar, te va a picar el alacrán. ¿A la Terminal? ¿Y a qué tu? ¡Ora qué no te enteraste!
Era verdad. Después de varias semanas en el océano y tras ser rechazado en puertos de distintos países, el Princesa de los Mares atracaba en Acapulco, por orden presidencial. No sabía, fijate, como mi jefa se la pasa viendo noticias todo el día, yo mejor me encierro a oír mis discos. Sí manito, salió en todas los canales. Están diciendo que vienen no sé cuántas gentes y que es posible que todos vengan infectados. ¡Óra! Sí pues, si hasta la gente y los periodistas estaban diciendo que cómo era posible pero ya ves tu abuelito, candil de la calle y oscuridad de la casa. ¿Y cuándo llega? Según que llegaba hoy, yo no he ido para allá, he andado acá en el Centro. Quesque se podía poner feo porque dizque iba ir gente a apedrear a los del barco para que no se bajaran, hazme el favor.
"Si te va a picar, te va a picar el alacrán", se repetía Miguel, llegando al Parque de la Reina. El barco, enorme, sobresalía por encima del edificio de la Terminal. Un avispero de soldados y marinos corría de un lado a otro en la Costera y desde el Fuerte de San Diego, un centenar de hombres, mujeres y niños gritaban imprecaciones y lanzaban objetos que en su mayoría, no llegaban ni a media calle. Una escena "surreal" dirían los diarios, como tantas a últimas fechas.
Entre la confusión de militares y navales que corrían como hormigas, chocando unos con otros y regresando en la dirección opuesta, Miguel logró colarse casi hasta la puerta. A lo lejos vio a una mancha de hombres ataviados en blanco, con botas y mascarillas que les cubrían la cabeza. Por un momento pensó que eran astronautas y sin notarlo avanzó curioso hacia ellos. Un centenar de autobuses hacían fila en el patio de la Terminal. Y al abrirse las puertas y comenzar a descender los turistas por la escalera todo fue un correr aquí y allá, como los pichones en la plancha del zócalo, los zanates en el malecón o las golondrinas en el Sanborns.
Hey míster, míster, teican acapulco pencil, uan dolar, uan dolar, ofrecía Miguel a los turistas mientras desembarcaban. Había pasado al mercado Noa Noa por un ciento de lapiceros fiados, con el nombre de Acapulco y una ranita en la arena. Me representan, pensó. Míster, leidi, míster, se metía entre los doctores, teica lirel recuerdito, lucatis, biuriful pencil, blacanblue, blacanblue. Los extranjeros que podían, le estiraban un billete, muy sonrientes, aliviados del final de su odisea, agradecidos por haber sido recibidos y complacidos de que alguien se les acercara con tal naturalidad y desparpajo.
Laidi, míster, laidi. Había vendido más de la mitad de las plumas y se arrepentía de no haber pedido más. Animado por la respuesta y consciente de que el éxito de su empresa estaba en la osadía, dobló la apuesta. Uan dolar pencils, fri jiugs an kises fri, uan dolar pencils. El ánimo, afecto y agradecimiento que le mostraban los foráneos, contrastaba rotundamente con la gélida mirada de los médicos a través de sus mascarillas. Oiga, váyase, no puede estar aquí, le repetían molestos, pero sin poder descuidar sus labores, pasando un aparato frente al rostro de los pasajeros y llevándolos hacia los autobuses. Uno y otro los doctores hacían señas a los policías navales pero aquellos aguardaban para escoltar los camiones o de plano se negaban a acercarse.
Uan pencil, uan dolar pencil, dijo el Sapo y vio irse el último lapicero de su bolsa. No cabía de emoción. Había hecho algo más de cien dólares en menos de diez minutos. Era su día de suerte. Se encaminó a la salida, pero una voz femenina le detuvo. I want a pen! Can I buy a pen? No lo podía creer. I want a pencil! Can you sell me a pencil, please? Era una mujer rubia, delgada, de ojos verdes y mirada encendida. Iba del brazo de un médico. Aim sorri güerita, ya se me acabaron, over, apenas contestó Miguel, boquiabierto. Oh! Bad luck! I am a unlucky woman! El médico, como el resto, hacía señas a soldados y marinos para que sacaran a Miguel. Bat, yu nou biutiful leidi, fri jiugs and fri kises yet, dijo Miguel, apostando al paroxismo. Oh boy, dijo la mujer y en un veloz movimiento, abrió los brazos en señal de aprobación, soltándose del doctor. Miguel no dudó, se acercó, arqueó su cuerpo y se fundió en un abrazo con la extranjera provocando un griterío y alboroto entre todos los presentes. Los viajeros aplaudían y silbaban sorprendidos, los médicos vociferaban y al fin un par de policías navales corrieron hacia adentro con los toletes dispuestos.
Se hizo un círculo de turistas, doctores, policías, gente de la terminal y en medio de todos ellos, Miguel bailaba con la mujer un par de pasos de cumbia, sin cumbia alguna de fondo. Toda una escena, digna de un mundo en ficción. Los policías navales tomaron a Miguel por los brazos, como con miedo y lo separaron de la mujer. Los extranjeros reclamaban pero sonriendo y se dejaban llevar a los vehículos. El barullo amainó así como había crecido. Y en medio del silencio que volvía a adueñarse del lugar y del momento, pocos vieron a la mujer acercarse a Miguel, tomarle por el hombro, bajar su cubrebocas al mentón y plantarle un besazo como de telenovela. Un beso que al joven le pareció que había durado dos horas. Y que a los médicos alrededor casi hace desmayar.
Nadie me la va a creer, pensaba Miguel de regreso hacia su casa. Ni en la playa, ni en el barrio, ni la jefa. Nadie, ni él, atendía el detalle de que médicos y marinos le habían dejado ir así, tan campante como había llegado. Nadie me la va a creer. Solo algunos, de los encaramados en el Fuerte de San Diego, le habían lanzado botes de agua vacíos y gritado "ora leproso", entre varias groserías. Nadie me la va a creer.
Pero sí. Doña Juana sí se la creyó. Le rezó avesmarías, padrenuestros, le prendió una veladora y le rogó que fuera a hacerse el exámen. Hersia jefa, todavía no me muero y usté ya me está velando. Para dónde voy a ir, si ni seguro tengo, solo que a la Similares. Pero al día siguiente, cuando le agarró la fiebre, el dolor de huesos y la pesadez, entonces sí tuvo miedo. Ay mijito, ya te contagiaron. Y ora qué vamos a hacer. Ya llamé como quinientas veces al mentado número ese que dieron en las noticias y no me contesta nadie. Ya ni modo jefecita, cuando te toca, te toca.
Entre llantos, rosarios, tés de gordolobo, vaporubs, noticieros y paracetamoles, doña Juana pasó las siguientes horas pegada al televisor, con la impotencia de no saber qué hacer ni tener a nadie que le ayudara. Y segura que ella sería la siguiente en ser mencionada en las noticias. Hasta la mañana del tercer día en que tomando un café negro con Miguelito en la mesa, escucharon la noticia: "Esta mañana, el sub secretario de salud, Hugo López Gatell, informó que tras las pruebas realizadas a los 2 mil pasajeros, entre turistas y tripulación, que viajaban en el crucero Princesa de los Mares, no se obtuvo ningún resultado positivo. Esto es, no viajaba ningún enfermo ni contagiado con el covid-19".
Ya ve jefa, casi gritó Miguel incorporándose en la mesa y sintiéndose de golpe aliviado, ¡le dije! ¡le dije! ¡Los feos estamos inmunes! Le dije. ¡Lo mío era fiebre de amor!