Cuento | Lesión prenatal | Pavel R. Ocampo

LESIÓN PRENATAL

Por Pavel R. Ocampo

 

No es la desgracia del pueblo lo que destaca el momento absurdo por el que estamos pasando. Ni tampoco la desaforada ola de violencia que se estampa una y otra vez contra el suelo infértil de nuestros días.

    “¿Quiénes somos?”, clama una voz familiar. Un cántico encendido que se aviva constantemente con la sed de respuesta.

    ¿O es necesidad?

    —¡¿En dónde estás, mujer?! —pregunta una voz diferente, también familiar. Es férrea e imponente, y siempre nos crispa la piel de la espalda. Es un hombre.

    —No grites, por favor —suplica la primera voz—. ¿Qué tal si te escucha?

    —Sabrá que tiene una madre estúpida —grita el hombre.

    Algo se retuerce, y nos sacude; nos oprime y sentimos el dolor ajeno conectado, más que en el ombligo, en este entorno húmedo, cálido: para nosotros, un refugio del constante ajetreo en que se han convertido los días.

    —El Cuco viene hoy. Me traerá un dinero —dice el hombre. Lo escuchamos detenerse.

    —¿De nuevo? —pregunta ella, dolorida.

    —Su producto se vende bien —aclara él—. Tiene que dejar su comisión si quiere seguir vendiendo.

    —¡Pero esos malnacidos mataron a cinco ayer! —clama ella—. Tienes que pararlos.

    Él bufa.

    —O los dejo hacerlo y recibimos dinero, o lo hacen y nos matan —suelta con odio—. Ya deja de ser tan estúpida.

    Sentimos una mano que nos acaricia: es ella. De nuevo intenta protegernos. ¿De quién? De esa salvaje bestia que grita de la misma forma que habla, que injuria lo que alguien en algún momento denominó “nuestra madre”: este vehículo dotado de una increíble facilidad para albergar pequeñas e indefensas criaturas como nosotros; apenas pensantes, nos aventuramos a decir, con la idea —quizás errónea— de que allá afuera es un lugar de absoluto caos.

    Temblamos de miedo al pensar que en algún momento la luz nos sacará de aquí.

    ¿Cuál luz?, inquiere una voz en la oscuridad. No recordamos haber visto nada durante este aletargado viaje. No desde que tenemos memoria.

    Nuestra madre se recuesta, vencida. Y nosotros agradecemos los momentos como este; días en los que podemos dormir tranquilos, sin la corriente sanguínea bombeando con una presión exagerada, casi inhumana. Noches —¿o días?— en los que no necesitamos preocuparnos por lo que nos depara el día siguiente. Para nosotros, los días como estos son un sueño.

    Pero la mañana nos sorprende sin oportunidad de anticiparlo. Hay una fuerza que comprime nuestro estrecho refugio. Un golpe sacude nuestro entorno; alcanza la membrana que nos protege, y nos sacude.

    De nuevo esa visita.

    —¡Estate quieta! —ruge la voz de un hombre, diferente a nuestro padre.

    —¡No, por favor! —exclama nuestra madre, suplicante. Está aterrada; sabe que de nuevo no podrá hacer nada.

    —Otra vez el imbécil de tu marido nos dejó a ti y a mí solos —le dice la voz. La hemos escuchado ya tres veces en lo que va del mes.

    —¡Por favor!

    Sabemos que la súplica es banal, que las lágrimas —¿qué es eso?— y los forcejeos son igual de inútiles, y que sólo nos traerán más dolor… mucho más. Pero no tanto como el que nos traería permanecer inmóviles.

    —¡Bruja! —grita el hombre, y sabemos que ella lo ha herido de algún modo. “Ojalá lo suficiente para que se detenga”, pensamos, pero un golpe llega antes de que tengamos tiempo de reaccionar. Nos duele alguna parte, demasiado remota para reconocerla, y al mismo tiempo tan nuestra que el dolor nos encuentra sin dificultad.

    Alguien grita; incontables palabras, mordaces, de difícil entendimiento. O quizás sin sentido. Es nuestra madre.

    De cuando en cuando se le escapa una súplica. Somos acarreados por ella. Nuestro refugio se comprime. Somos, como ella, un ovillo en la oscuridad.

    Pero él es fuerte; tiene que serlo, porque nos somete junto con ella, y nos causa un dolor irreparable; tal vez no en el cuerpo, pero sí en un lugar más frágil. Sentimos la resistencia de ella, pero sabemos que es inútil. Él nos embiste. Nos despedaza por dentro.

    Después de varias embestidas se va. Deja detrás de sí la pestilencia del tabaco. La fetidez de su sudor que penetra nuestras almas; nos repugna. Sentimos las náuseas de ella. Se levanta precipitadamente y vomita. La violencia de sus arcadas es dolorosa; el asco que siente, insoportable. Sabemos que antes de que la luz llegue para sacarnos de aquí ya odiaremos ese olor.

    Pasan las horas y seguimos atorados en este lugar. Pasa el tiempo y aún estamos sometidos en el rincón —otra de las palabras que hemos aprendido. No queremos levantarnos, como seguramente ella tampoco. “¿Para qué hacerlo?”, pregunta, pero nosotros no tenemos la respuesta: carecemos del entendimiento de su realidad para poder aconsejarla, para poder compadecerla —¿o no?

    “No llores”, quisiéramos decirle; “todo estará bien”, prometerle. Quizás no tengamos la respuesta más apropiada, pero tenemos la única que nuestro corazón es capaz de dar en este momento: entonces reparamos en el dolor, más real, más mortífero, que atañe a nuestro órgano primario, y lloramos.

    Un espasmo la aborda a ella; está aterrada. Incluso más que hace unas horas, cuando fue atacada por el hombre. Se levanta apresuradamente y corre. No sabemos a dónde, pero nos lleva con ella.

    “¿Qué te pasa?”, pregunta. Sabemos que se vuelve contra la pared y se queda allí, como apoyándose en el concreto. “¿Qué tienes?” Ella tiembla. “Por favor, que no lo haya lastimado”, ruega. Después se queda en silencio, y durante ese tiempo su desesperación invade nuestro torrente sanguíneo. “¿Estás bien?”. Sólo entonces entendemos que nos pregunta a nosotros; también estamos sorprendidos, y miramos sin ver hacia ese punto donde nuestros cuerpos son uno.

    Sentimos cómo ella desciende, y sabemos que se ha dejado caer en el suelo.

    Si pudiéramos extender una mano y acariciarla, como ella a nosotros, y hacerle entender a través del tacto que no tiene por qué sufrir; tal como ella nos lo ha hecho saber a cada momento; incansable, valiente.

    Nuestra madre está desesperada. Estamos seguros de que voltea hacia todos lados en busca de ayuda.

    Ignoramos si podemos compartir sus pensamientos —¿es así como aprendemos?—, pero la cubierta de un libro se le aparece enfrente y recuerda aquella historia en la que la fantasía —¿o era la realidad?— le permitían llorar a alguien como nosotros, alguien en el interior de su madre.

    “No es mentira”, se dice ella, “la abuela también lo contaba”, recuerda.

    Su memoria nos transporta a su propia infancia; vemos una mecedora y a una mujer arrugada y sonriente que relata la historia de un niño que lloró en el vientre de su madre. Notamos mermar la agitación en su pecho. “Estás bien”, nos afirma ella, y de pronto nos sentimos más protegidos que antes, aunque aún apreciamos el remanente del miedo: la angustia de que ella sea la maldita y todos sus bebés estén condenados a llorar… La impotencia de no poder amarnos lo suficiente como para detener el llanto la aborda también.

    Ponemos una de nuestras pequeñas manos sobre ella; queremos tocarla, queremos decirle que estamos bien y que nada es su culpa. Entonces sentimos el contacto con su mano a través de la piel y del saco amniótico, y nos quedamos ahí, completamente abstraídos de nuestros mundos, mano con mano, sintiendo cada uno al otro.

    —Por favor… —suplica ella.

    “Por favor…”, repetimos nosotros.

    Percibimos cómo derrama lágrimas sobre el vientre y de nuevo nos aborda ese sentimiento de temor y de preocupación.

    “¿Qué tienes, mamá?”, preguntamos en pensamientos. Pero ella solloza sin control, y apenas se sostiene en su posición. “Está derrotada, vencida por el monstruo de la vida”, pensamos, y luego nos preguntamos: “¿en verdad es tan difícil vivir?”

    La sola idea provoca un desmedido arranque de terror. Pateamos. No queremos ir a la luz, no queremos salir y encontrarnos con nuestra madre; ¿está ella golpeada?, ¿está herida? ¿Está completa? ¿O será solamente una cruda demostración de lo que es la vida, y su cuerpo será deforme, lleno de las cicatrices y de los moretones que le han dejado las diarias muestras de violencia? Ella continúa su llanto, lastimero y prolongado; parece que se ahogará con él.

    Desesperados, estamos a punto de patearla con todas nuestras fuerzas, pero el sonido de un golpe seco nos detiene: es la puerta, que se ha abierto abruptamente y deja pasar el olor nauseabundo del tabaco.

    —Demonios, mujer, ¿qué haces tirada en el suelo? —grita el hombre furioso.

    —¡Aléjate! —grita ella; el temor de perdernos y el contacto posterior con nosotros han dotado de valor a nuestra madre. Deseamos que su valor no sea temporal, y presionamos los pequeños dedos para darnos fuerzas.

    Sentimos pronto el impacto contra nuestra madre. Él grita algo, pero el sonido de la bofetada ensordece sus palabras. El golpe es tan fuerte que nos derriba y rebotamos, aún protegidos por el saco.

    —¡Qué te pasa! —brama ella.

    Entonces la visión de la patada es vívida y el dolor tan real que nosotros también nos retorcemos adentro. La patada le da a ella en el estómago.

    Para nosotros el mundo se estremece y pierde sentido por un momento.

    —¡Te vas a quedar quieta!

    Después no hay golpe, sólo un doloroso espasmo en el vientre de nuestra madre, que nos produce un dolor tremendo.

    “Se acerca la luz.”

    “¡No!”, gritamos, “No queremos salir.”

    Pero el dolor se vuelve insoportable.

    —Llama a mi esposo—suplica nuestra madre en cuanto nota la violencia de sus contracciones—. Por favor… Llévame al hospital…

    Él ríe socarronamente.

    —Por favor —insiste nuestra madre; su súplica es apenas un hilo de voz.

    —Arrástrate como puedas, mujer —se burla él.

    Ella estira una mano, lo sabemos. Escuchamos el sonido de la puerta al cerrarse. Se ha ido, y nos ha dejado solos. Nuestra madre está aterrada, y nosotros también, pero tenemos que ser valientes por ella. Tratamos de relajarnos para apaciguar el dolor, pero las contracciones de los músculos son violentas, y nos golpean cada vez con más fuerza. ¿Y dónde está nuestro padre? ¿Acaso también ha sido sometido por ese hombre?

    Nuestra madre se arrastra lentamente; cree que si alguien la ve en la calle entonces habrá gente que acudirá en su auxilio y todo estará bien.

    Abre trabajosamente la puerta, y continúa arrastrándose.

    —¡No, por favor! —grita de pronto, y nosotros entendemos por qué: el saco se está volviendo rojo; todo a nuestro alrededor es rojo y rebosa el sabor del óxido.

    Nuestra madre se arrastra y sentimos el golpe después de bajar el escalón.

    —¡Ayúdenme! —ruge, pero parece que no hay nadie alrededor porque no hay ninguna respuesta.

    —Por favor —suplica desesperada—. Aún no es momento… —balbucea.

    “¿Quiénes somos?”, se vuelve a preguntar, incluso cegada por el dolor.

    Llora. Esta no es la vida que le fue prometida.

    La sangre lo cubre todo, incluso nuestro cuerpo, pero ya no tenemos miedo.

    —Por favor —vuelve a decir ella, y sentimos cómo intenta ponerse de pie.

    Después grita más fuerte: un alarido de dolor que desgarra su garganta. Vemos la luz al frente, una pequeña oquedad que permite el paso de un matiz de colores desconocidos hasta ahora por nosotros. Después sentimos el aire en nuestra coronilla, y sabemos que estamos cayendo, igual que una gota de agua, igual que las olas de la playa, igual que la lluvia que se ha cernido en la ciudad: fría e indiferente. Y lentamente nos deslizamos hacia afuera, y caemos, sin ningún objeto que pueda sostenernos.

    Un ruido sordo se escucha cuando estampamos contra el suelo…

    Y cuando el cordón que nos une se rompe, soy yo quien entiende que el pavimento es frío.

 

 

 

Pavel R. Ocampo, escritor
Pavel R. Ocampo, escritor.

Pavel R. Ocampo (Febrero de 1990), es Ingeniero en Sistemas Computacionales por el Instituto Tecnológico de Acapulco. Como escritor participó en los talleres de narrativa de CulturaAcapulco.

En el 2013 ganó el Premio Nacional de Cuento Corto José Agustín, y en el 2011 el Premio Estatal José Agustín. Ha obtenido menciones honoríficas en el XX Premio FILIJ de Literatura Infantil y Juvenil, en el Quinto y Sexto Premio Nacional de Cuento del SNEST (Sistema Nacional de Institutos Tecnológicos, 2012 y 2013). También fue finalista en el concurso nacional de literatura Gran Angular en el 20014 y ha sido beneficiario del Programa al Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico de Guerrero (PECDAG) en el año 2013 con el proyecto “Acapulco, respuestas”. Actualmente labora como investigador en una institución nacional dedicada al sector de investigación y desarrollo tecnológico.