El asesino a la carta | Cuento de Gaba Romualdo

 

[EL ASESINO DE LA CARTA]

Por Gaba Romualdo

 

Estaba tomando el desayuno en el lugar de costumbre. Una pastelería modesta donde la especialidad son precisamente los pasteles para llevar, el café es un extra, por lo que las mesitas que tienen para los clientes siempre están disponibles, y no como en los restaurantes y cafeterías con más demanda del pueblo, donde la bulla es insufrible, y el chillido de la carne contra los sartenes no le deja a uno leer cómodamente. En cambio en mi lugar favorito, tras un pequeño exhibidor de cristal, desde hace unos treinta años Araceli toma pedidos y despacha pasteles a los clientes que miran el escaparate mientras se pasan la lengua por los labios escogiendo su pastel. Se da usted cuenta, Señor Mateos, siguen buscando al asesino de la carta, me dijo pegando manotazos al periódico desde la otra esquina del lugar, donde servía mi café esa mañana. Y quién es ese, le pregunté esperando a que me contara sobre algún psicópata. Tome, me acercó el periódico, véalo por usted mismo en lo que termino con su café.

En el centro de la página había un anuncio que desde antes de leer ya se apreciaba particular. Enseguida me acomodé los anteojos. Se busca al asesino de la carta, leí en voz alta y miré por encima de los anteojos a Araceli. Y al anuncio de “Se busca” le acompañaba la fotografía de una carta escrita a máquina que leí en voz baja: “Yo la asesiné. Fue mi primera vez. No tenía otra salida. Era demasiado molesto tenerla todo el día y a cada momento merodeando por todos lados en la casa. Entre lágrimas lo digo, no le maté porque la odiara, la verdad es que le amaba. Pero era más apremiante mi libertad. Si de algo sirve, puedo decir que aunque fue una muerte lenta, no sufrió. Esta carta la escribo, no sé si para que sea encontrada, o apelando a que las paredes no solo oyen, sino que también leen. La escribo para mi vecino, el gato que a diario venía a escucharme hablar sobre mi víctima y para el vacío. Un romántico testimonio. Un día, hace diez, no pude luchar contra mi deseo, bebí reproches hasta desplomarme de ebrio. Lloré y lloré. Maldije y me reclamé. Entretanto ella rondaba mi cama y se reía de mí. A la mañana siguiente desperté decidido, cometería homicidio. Me arrastré fuera de la cama, me desayuné un costal de agallas, un amarguísimo café y busqué la llave de mi cuarto de herramientas. La motosierra, alma rauda y estrepitosa, me miraba levantando la mano. Pobre diabla, ignoraba que el trabajo sería como ponerla a seccionar el océano. Luego el rifle, pero solo podía usarlo si el plan hubiera sido disparar contra mí. Nada más lejos de lo viable era tomar el hacha y tratar de tirar golpes al vacío. Necesitaba algo más eficaz. De manera que seguí buscando en el cuartucho de escasa luz, hasta que futuro asesino y arma nos encontramos cara a cara. 

Ya por la noche después de un día de ayuno, me acerqué una cajetilla de cigarros y más café.  Se trataba de seguir medio viviendo, morir o sobrevivir para ser feliz.  Me acomodé en la mesita frente a la ventana, sin más luces que la débil claridad de mi lamparilla de mesa. Fumé unos minutos, medité mirando el humo que salía lentamente de mis pulmones desvanecerse en el aire. Puse una primera hoja a mi máquina de escribir y comencé. —Tu perfume se quedó lame y lame estas paredes, lame y lame mi cerebro, el pensamiento, dejándome su saliva en las sienes— Nunca planeé ser Poeta, pero he leído a Borges y sé que esto solo pueden ser conjuros o sandeces. —Bebo y fumo, poco, como antes, como si nada, como si nunca— Excavé un hoyo en mi cerebro y la enterré. La sepulté ahí donde no podré siquiera volver a pensarla.  —No quiero morir invadido de ausencia, que nadie me encuentre flotando en este lago, que nadie encuentre mi refrigeradora llena y a mí, muerto de hambre y de sed— Su incesante eco murió. Dejó de existir en la lucha de un hombre por sobrevivir.  Exorcicé la recámara, me deshice de todo lo que en nombre suyo merodeaba por la casa. —Cambio juego de cucharas para comer helado, por lo que sea que me sirva para hacer caminatas en la playa y un cofre sin fondo para guardar recuerdos que duelen, por uno o dos cigarros— Estoy libre ¡por fin! La destruí con mis propias manos. ¡La maté! ¡Yo la maté! La estrangulé, la hice trizas con mis palabras, le arrebaté la vida a la esperanza de que ella iba a volver. He limpiado la escena, también quemado mis palabras. La máquina me la llevo. Se dice que después del primero, resulta menos difícil volver a asesinar. —Descansa tranquila en las profundidades de mi memoria. Apesto a hombre libre y pasado muerto.— Creo en el poder de mis letras y de esta carta. Mi palabra es lo más que tengo. Sé que ella no aparecerá jamás.” 

Al final del curioso anuncio en el periódico, se leía la firma del escritor. Hombre libre al fin. Luego seguía una súplica de quien se tomaba la molestia de pagar su publicación, para que el autor se comunicara con él o ella —no había manera de saber— por medio de una llamada telefónica en el número que se dejaba. 

¿Ha visto entonces Sr. Mateos? No sé si pretenden que aprenda de memoria esa carta, o que deje de comprar este periódico, refunfuñaba de nuevo Araceli que cuidaba siempre de no dibujar un disparate en el capuchino en lugar de un corazón. No sabía qué contestarle a la mujer. Me preguntaba mentalmente para qué sería bueno un intento de poeta y sus ridículos versos, para qué. Tonterías Araceli, encontré una respuesta, debe ser alguna treta publicitaria, ya lo verás.  Me anoté el número telefónico en una servilleta, bebí de prisa el café y me fui. 

Era inevitable, soy un asesino, ya sé qué hacer con lo que me atormenta. Ya en la casa tomé el teléfono y llamé a quien sea que me buscara. Al otro lado atendió un tipo joven de voz álgida ¿Diga? Sonó con un desgano de lunes por la mañana. Soy su hombre respondí, me está usted buscando, ¿Qué quiere de mí? Luego de escucharme se recompuso de esa fatiga que parecía crónica. Por favor un poco de su tiempo. Cuénteme, me pidió, quiero aprender a asesinar como usted. Me contó sobre su insomnio, de su guerra con el reloj. Indudablemente era un hombre que terminaría cometiendo suicidio o un homicidio. Su voz ahora era ahogada, desesperada, respiraba poco, y su ansiedad podía olerse a tan lejana distancia. A ver hombre, cuéntame sobre ella, le dije sonriendo, reconociéndome en él pero con el triunfo en la curva de mi sonrisa, por saberme ya lejos de un infierno como ese. Lo que más me gustaban eran sus cabellos. Continuaba hablando como si en realidad lo que quisiera era hablar de ella, por lo que supuse que sus vecinos no tenían gatos. Todos los días el sol me hacía un favor cuando ella salía y le alumbraba los gajos de su cabello. Sin embargo es demoníaca, una diabla, ¡mentirosa!, ¡astuta y voraz! Me dio a beber de su boca y desde entonces fui títere de sus ojos, de sus labios, de esas manos, de su voz. La odio y la quiero, la extraño, pero no quisiera verla. Quiero sacarla de mis sueños, de mis deseos, quiero echarla de mi vida, que se vaya para siempre y no volverle a pensar. Sigo siendo títere, pero ahora de su recuerdo, sonaba apenado el que me había estado buscando. Soy un títere del olor suyo que quedó impregnado en la cama, en la casa. ¿A qué huele? Lo interrumpí. El hombre respiró hondo enseguida como si se encontrara en un campo de lavanda y luego su voz revivió. No sé. Es sutil. Huele tan a ella. Dulce, amarga, adictiva, a jardines y a mi perdición. Huele a excesos, a todos mis deseos. Su olor es uno que siempre, de no asesinarla, me va a torturar y donde sea que vaya lo voy a reconocer y la voy a respirar. Me va a gangrenar los pulmones, la sangre y las venas, la tengo que asesinar. ¿Cómo se llama? Pregunté ahora vacilante, como si en el fondo ya supiera la respuesta. Marina, digo y un frío me anegó de cabeza a pies. Por un momento me sentí de nuevo aquel hombre que escribía bajo poca luz, fumando cigarrillos, el que asesinó un recuerdo y luego de liberarse desapareció.Mi amigo, creo que tenemos dos problemas, le advertí. Todos los hombres, como usted y como yo, tenemos dos problemas… La inocencia y a Marina. No puedo ayudarlo, ni le deseo males. El recuerdo de esa mujer la que asesiné, cuando ella me abandonó para ir con usted. 

Mis palabras puede que sean venenosas, creo que también asesiné a ese pobre hombre. Apenas dije lo que dije, el chillido de la llamada finalizada sonó tendido hasta que colgué.

 

Gaba Romualdo (Gabriela Romualdo Ramírez). Acapulco, Gro; 1985. Escritora. Reside en Tecpan de Galeana, Gro.  Autora del libro Cartas a Victoria. Sus textos han sido publicados en las revistas culturales: Caracol Azul, Intropia, Kaleido Revista Literaria, Posada Almayer, Mitote, Palabra infinita, ESPORA, Página Salmón, Fósforo.  Es fundadora y Directora de Periódico Poético, Revista literaria que inició actividades en Febrero de 2020.