Las lenguas necesarias para la memoria y la imaginación en Re mayor
(En el marco del Año Internacional de las Lenguas Indígenas)
De los diversos instrumentos inventados por el hombre, el más asombroso es el libro; todos los demás son extensiones de su cuerpo… Sólo el libro es la extensión de su imaginación y la memoria, dijo alguna vez, a manera de sentencia pero también a manera de convocatoria, Jorge Luis Borges. Y lo cierto es que el escritor argentino no depara en dejar clara la bifurcación esencial del libro, máximo símbolo de la evolución humana: la imaginación y la memoria son fundamentales para entender la trascendencia del ser humano y, por consiguiente, de sus pueblos, comunidades y grandes ciudades. Incluso la lengua es el origen de todo, del libro mismo. Las agendas sociales, hoy en día, nos hablan de la necesidad por recuperar, redescubrir y reconocer (todo inmerso como si se tratase de la nota musical, el re mayor, que produce uno de los sonidos más brillantes en piano y que los grandes músicos en la historia eligieron para sus conciertos: Mozart, Bethoveen, Paganini, Brahms, etc) nuestras lenguas originarias acompañado este argumento siempre con otra palabra: desculturización.
Descuturizar la cultura como forma de acción política se vuelve el pilar sobre donde debe avanzar la nueva generación en la gestión cultural, a menudo acompañado de esta palabra-acción desculturizar encontramos otra fundamental: descentralizar. Pero lo cierto es que como señala Victor Vich de lo que se trata es “de promover la articulación entre cultura, democracia y ciudadanía, a fin de que las políticas culturales puedan convertirse en dispositivos centrales para la transformación de las relaciones sociales existentes”.
Y de lo que se trata también es de descentralizar nuestra mirada sobre lo que es cultura digna de consumirse. Durante años, décadas incluso, se nos vendió una idea de que la cultura debía ser elitista para ser institucionalizada y, por ende, socializada. Idea que para comprender debe remontarse a las prácticas de mecenazgo occidental. Incluso en México puede hablarse de una fuerte influencia de este tipo que recayó en Alfonso Reyes y el ateneo español, como una forma de mantener viva (a través del fomento, estimulación, intercambio) la influencia de la cultura española; todo ello adscrito, además, a un contexto de exilio de artistas y creadores españoles durante el mandato de Lázaro Cárdenas. Y pareciera que el tiempo siguió con esta fórmula de ponderar dentro de la cultura lo que debía desde las instituciones socializarse. Imponerse, sin más.
Pero no es intención de quien esto escribe contextualizar política y socialmente lo que simple y llanamente debe mirarse como cultura: las expresiones y manifestaciones que conllevan a nuestra identidad; más aún recordando a Paul Celan cuando decía que “la poesía no se impone, se expone”, podemos sugerir sin temor a equivocarnos que lo que hace falta en la cultura desde las instituciones es esa mirada poética de exponerse y no imponerse como se ha hecho históricamente. De lo que se trata, pues, es de exponer nuestra cultura, nuestra identidad, y expresarla de una manera brillante (a modo de re mayor) para una sociedad más democrática, proactiva y esencial; esencial en el sentido de no perder nuestra identidad.
Todo lo anterior nos lleva a la siguiente reflexión que puede responder a la siguiente pregunta que motivó el presente texto: ¿Cuál es la mejor estrategia para mantener activas las distintas lenguas de México?
Volver al principio del texto, como se vuelve al origen. La lengua es el origen de todo libro, y si el libro es esta bifurcación del mismo que expone la memoria y la imaginación, resulta siempre la mejor estrategia apostarle al mismo para mantener viva la identidad en las lenguas originarias y nuestra lengua castellana. Por supuesto que todas las acciones derivadas en exponer nuestra cultura debe venir de la defensa del libro: porque es defender la memoria y la imaginación de nuestra lengua. Deben estimularse las traducciones e, incluso, a manera de justicia histórica y social, debe priorizarse el intérprete y traductor de las obras de nuestros pueblos originarios.
Las ferias del libro no son nada menor en este contexto, pues son sin duda, vistas en perspectiva y con imaginación, bibliotecas ambulantes y vivas. Pero las ferias del libro deben también cambiar su mirada sólo comercial y buscar una visión descentralizada y ser ante todo células que proyecten dicha necesidad. Exigen ir un paso más allá del encuentro y júbilo, necesitan las ferias del libro por sí mismas ser convocantes y refuerzo a su vez de una sociedad más proactiva y no sólo una plataforma en donde se forman públicos, reactivos del placer de leer. Tienen que ser plataformas no sólo de intercambio en el que convivan todas nuestras lenguas, sino que potencien programas de traducción, interpretación y, sobre todo, formación para que la memoria y la imaginación puedan ser más que una realidad políticamente correcta: poesía expuesta.
Así pues, deben las ferias del libro municipales y comunitarias priorizarse, vestirse, imaginarse, todo ello, en re mayor de preferencia.