La culpa no es de nadie

La culpa no es de nadie

Un cuento de Luis Ricardo Palma de Jesús

 

Cuando Ulises terminó de leer Pedro Páramo —luego de una larga e infinita noche— un malestar le comenzó a crecer en la cabeza y los ruidos en el armario comenzaron a ser más fuertes de lo normal. No podía escapar a los crujidos horrorosos de la puerta ni al murmullo de las cucarachas que volaban en el interior del mueble. Los ruidos se dejaban caer en suaves golpes, mientras el viento pasaba doblándose sobre las macetas de las campánulas que adornaban el visillo de la ventana. Los padres del pequeño pensaron que los malestares de cabeza —que por largos periodos parecían eternos— fueron provocados por la lectura de esa novela, así que trataron de que ya no pasara mucho tiempo encerrado en la habitación. Sin embargo, mientras ellos dormían, Ulises releía pasajes enteros hasta memorizar pasajes enteros y diálogos impensables.

A pesar de que los progenitores hacían su mejor esfuerzo por sanar la irritación de su hijo, las punzadas no se iban. Era como si un alacrán le volara en el interior del cráneo y le asestara veneno. Eso lo descubrieron cuando el niño despertó en la madrugada, balbuceando apenas un silbido incomprensible. Más dormidos que despiertos, los padres corrieron a la habitación y encontraron a Ulises en el rincón de la cama, en posición fetal, abrazando su única almohada. La lámpara de la cómoda se apagó tras el centrífugo viento y el padre fue a buscar en el cajón una linterna de mano.

—Alguien está detrás del mueble —el niño apuntó con su dedo índice la puerta del armario.

El vuelo de una mosca interrumpió la delgada voz del niño. El aleteo era una vibración constante. Después, otra mosca pasó volando en repetidas piruetas sobre la perilla de la puerta. Aquel avioncito de guerra parecía estrellarse en la maceta; pero esquivaba con audaz inteligencia los obstáculos nocturnos con sus alas azules.

Minerva, madre del pequeño Ulises, acudió a la habitación y miró a su hijo que se tapó de pies a cabeza para evitar una sorpresa.

—Hijo, no hay nadie. Ya te hemos dicho que en el armario sólo hay cosas que no sirven —Minerva se sentó en la orilla de la cama y acarició el rostro de su hijo.

—Tu madre tiene razón. Ha de ser alguna cucaracha o una mosca. No tienes por qué tener miedo. Nosotros estamos contigo —contestó el padre, con la seguridad que había en su voz.

—No le hagas caso a mi mamá —respondió el hijo—. Te juro que ahí hay alguien. Yo lo he escuchado. No es la primera vez que no puedo dormir. Esta es la hora en que se escuchan como ratones y ruidos extraños, como si rasparan las paredes con sus uñas y hablaran en voz baja.

—Ulises, ya te hemos dicho que no hay nadie —dijo su padre y se dirigió al armario. En la oscuridad buscó la perilla de la puerta, la giró lentamente y tomó con su mano la linterna para comprobar que no había nadie. Las moscas seguían su curso con la misma intensidad; pero salieron por la ventana y se hundieron en la noche. —Mira, hijo. No hay nadie —hubo silencio.

—No quiero ver, papá. Ahí hay alguien —el pequeño Ulises aún estaba tapado de pies a cabeza; pero su madre le habló con calma para que se diera cuenta de que no había nadie en el armario. Con un temblor en las piernas, el niño se incorporó en la cama y lanzó un vistazo y sólo vio, en el rincón del armario, algunas virutas de polvo que levitaban en el aire.

—Hijo, duerme. Iré a ver qué pasó con la luz. Por ahora acuéstate y descansa tranquilo. Ya viste que no hay nadie —Nicanor acomodó a su hijo y lo tranquilizó para que pudiera dormir.

A pesar de que los dolores no se marchaban de su cabeza, Ulises jamás abandonó su única pasión, y no lo hacía porque en la novela pudo encontrar el consuelo que en su casa no encontraba: saber que la muerte es un dolor que nunca desaparece del todo. Después de aquella noche, los ruidos se hicieron una costumbre casi mística. Era un diálogo íntimo que tenía con los pedregosos caminos de su imaginación. Se la pasaba en su habitación leyendo a altas horas de la noche y escuchaba susurros detrás de la puerta del armario; pero ya no eran tan espeluznantes como la primera vez. Se acostumbró a aquellos ruidos y al zumbido de las moscas que siempre llegaban después de la media noche. Se acostumbró porque esos ruidos le recordaban a su madre.

Aparentemente todo iba bien, hasta que una mañana Ulises ya no pudo levantarse de la cama. Trataba de mover su minúsculo cuerpo; pero sólo los brazos y las piernas podían agitarse en un constante movimiento. Fue cuando recordó la historia de un hombre que se había despertado con la misma sensación que él, convertido en un monstruoso insecto, y le aterró la idea de quedar muerto en su habitación, rodeado de manzanas y podredumbre. Después de varios intentos gritó a su padre con voz atribulada; pero ya no estaba desde muy temprano, así que Minerva se levantó para ver qué sucedía y encontró a su hijo tirado en la cama, moviendo sus brazos y piernas, tratando de hacer un grande esfuerzo por levantarse. Entonces quedó conmovida al ver que la cabeza de su hijo se veía protuberante: su cráneo era una manzana de plomo. Como pudo, Minerva tomó con la mano izquierda la nuca de su hijo y la levantó con todas sus fuerzas para abrazarlo.

A partir de esa mañana Ulises comenzó a sentir de nuevo el dolor de cabeza. La luz de la ventana lo irritaba, al grado de querer azotarse en las paredes. Sentía como si una mariposa de metal le hiriera por dentro con sus aletazos. Cuando la noche llegó con su voz oscura a alumbrar la casa, Nicanor creyó que su primogénito había perdido el juicio porque ni él ni Minerva podían escuchar aquellos ruidos. Lo que no pudieron advertir fue el crecimiento de la cabeza, pues ya no se podía valer por sí mismo, y había que cargarlo, darle de comer en la boca y bañarlo durante los próximos días para que pudiera mantenerse lo más sano posible.

 

 

***

 

 

El presente tiene esa manía de guardar las fragilidades de mi juventud y atesorarlas en esta nueva casa. Al llegar aquí, que fue en un otoño, me transformé en otra persona. Y es que durante mucho tiempo me alejé con facilidad de mi pasado, y éste, más que desaparecer en su totalidad, dejó de importarme. Pero siempre existe algo, una chispa de humeante fuego, que incendia de nuevo el pasado, y es ahí cuando ya no sabemos si las cenizas y el carbón son dos cosas diferentes.

Antes de conocer a Nicanor, mi segundo esposo, yo tenía otra familia que perdí en un accidente. Hacía más de dos años que no vacacionábamos. Era diciembre y mi familia y yo habíamos decidido ir al Médano, ese pueblo de grandes palmeras y huertas con enredaderas de diferentes plantas. Ya soñaba estar bajo las aguas de la laguna y sumergirme en el sargazo; desenterrar cangrejos y camarones y sentarme en una piedra a pescar algún pez. Estaba feliz porque en diciembre mi primera y única hija iba a cumplir cinco años. Viajábamos en el Datsun azul, por toda la carretera de la Costa, y nos encontramos, como era costumbre, el tráfico en la avenida. Veníamos mi esposo, Hércules —como se llamaba el sabueso—, mi hija y yo.

Aquella letra de Gardel que sonaba en el estéreo me recordó los días en que mi esposo me enamoró. Manejaba mientras cantaba El día que me quieras, endulzará sus cuerdas el pájaro cantor; florecerá la vida, no existirá el dolor y yo venía mirando el paisaje y los árboles y los pájaros. Mientras escuchaba la canción, un automóvil que venía a alta velocidad golpeó con desenfreno la salpicadera del Datsun y nos lanzó al despeñadero de autos que había en una curva. Volamos por un momento, entre pirueta y otra, mientras el estéreo emitía la última frase de la canción de Gardel La noche que me quieras, desde el azul del cielo, las estrellas celosas nos mirarán pasar. Y un rayo misterioso, hará nido en tu pelo, luciérnagas curiosas verán que eres mi consuelo. Las piedras y la chatarra oxidada del derrocadero me miraban, como sabiendo que ya iba otro automóvil a descansar entre el fierro viejo y llantas ponchadas. Lo que yo no sabía era que esa misma tarde mi esposo, mi hija y Hércules también iban a yacer junto con los demás huesos de aquellos automóviles y se mezclarían con el óxido y el crujir de sus cuerpos apenas sería una pausa de un instante que quedaría grabada en mi memoria.

No sé exactamente cuánto tiempo estuve prensada en el asiento; pero sí sabía que el chorro de sangre que tenía en mi largo vestido floreado era de mi hija que estaba con la boca abierta, y me di cuenta que sus pupilas no tenían mirada. Mi esposo estaba igual. Como pude salí del auto, con severos golpes en el cuerpo y con la sien sangrante. Cargué a mi hija muerta y subí por el despeñadero hasta llegar a la carretera para pedir auxilio. No podía dejarla. Estaba muerta; pero no iba a poder dormir si la dejaba ahí, sin darle —por lo menos— cristiana sepultura.

Fue entonces que conocí a Nicanor. Pienso que si no me hubiera subido a su automóvil y no me hubiera llevado a su casa, probablemente estaría muerta y olvidada. Pero por alguna razón yo no perdí la mirada de las pupilas. Ya instalada en su casa no me daba hambre, y apenas comía un plato de lentejas con una raza de té de limón. Nicanor, que trabajaba en un centro de salud cerca del Médano, me cuidó durante seis largos meses; pero el dolor de cabeza que me produjo el accidente ni los recuerdos se fueron del todo. Después de dos años me casé con él y al primer año de matrimonio tuvimos a Ulises, nuestro hijo.

 

 

***

 

 

Desde aquel accidente Minerva no había sentido tanto miedo de perder a su hijo y pensó que hubiera sido mejor haber quedado sepultada en aquel desastroso contingente de carretera. Aquella primera noche en que su hijo durmió así, un olor a cadáver se desprendió de su pensamiento; pero sólo ella podía olerlo porque la fragancia a vainilla de la campánula era más fuerte que cualquier otro olor. Para no angustiar más a su esposa, y no hacer de este acontecimiento una tragedia, Nicanor prohibió terminantemente a su hijo la lectura de novelas. Trató de disuadirlo con un discurso apenas improvisado; pero la inapelable necesidad del pequeño convaleciente era más fuerte que la voluntad. En una ocasión Nicanor había leído que los malestares de cabeza se producían por depresión y ansiedad, pero su hijo no tenía trastornos familiares; además, en más de cinco años de ejercer la medicina, jamás había encontrado un caso de crecimiento de cabeza causado por la lectura.

Ya sabía yo que nuestro hijo no debió haber leído esa novela —dijo Nicanor a su esposa que sufría de dolores de cabeza y que a cada momento se hundía en el caldo fragoroso de su pasado.

Todo esto es mi culpa —respondió Minerva. Con la misma mirada ausente, se acercó a su esposo y lo abrazó.

No es culpa de nadie —replicó Nicanor, correspondiendo el abrazo de su esposa. —Ahora, por el momento, será necesario sacarle todas esas historias de su cabeza para que pueda estar bien.

Pero, ¿qué cosas dices, Nicanor? Nuestro pequeño está sufriendo mucho. Necesitamos llevarlo al hospital para que lo revisen bien —contestó Minerva, con la voz suave pero con una seguridad infalible.

Llevarlo a un hospital sería exponerlo a experimentos científicos —justificó Nicanor con la misma expresión apacible de sus pupilas. —Ya encontré la solución a este problema. Si el crecimiento de la cabeza es producto de las lecturas, lo más probable es que si le desleemos los libros la cabeza regrese a la normalidad y el dolor se le quite —explicó, tratando de convencer a su esposa de que ella era la menos culpable.

¿Desleerle los libros? —cuestionó Minerva, asustada e incrédula de las palabras de su esposo. —¿Acaso nos hemos vuelto locos? Eso es imposible.

Para mí no hay imposibles —afirmó Nicanor y abrazó a su esposa para tranquilizarla.

¿Y el dolor de cabeza? No se le quita con nada —Minerva trató de no sentirse tan culpable como hasta ese momento.

Se le quitará. Confía en mí —Nicanor la abrazó de nuevo y estuvieron en silencio, durante un largo rato.

 

 

 

Caída la segunda noche, Nicanor tomó entre sus manos Pedro Páramo, inspeccionó la portada, sintió la textura de sus hojas, y comenzó a leerla —desde la última página— de derecha a izquierda: “sardeip ed nótnom un areuf is omoc odnanoromsed euf es y arreit al artnoc oces eplog un oid”… Eso lo hizo en dos horas de lectura ininterrumpida, hasta que el niño quedó completamente dormido. Terminada la primera jornada, los padres apagaron la luz de la cómoda y se fueron a dormir más tranquilos. No hubo intermisiones en toda la madrugada. Al día siguiente, Ulises presentaba una notable mejoría; pero el volumen de su cabeza no había disminuido en mucho.

¿Estás completamente seguro de que esto funcionará? —preguntó Minerva a su esposo; pero ella, en la voz, parecía estarse muriendo por dentro.

Por supuesto —respondió Nicanor, que cada vez notaba a su esposa más delgada y pálida. —Quiero que estés tranquila. A nuestro hijo no le pasará nada malo.

Esto es mi culpa —Minerva se lamentó.

La culpa no es de nadie —Nicanor abrazó de nuevo a su esposa y le dio un beso en la frente—. En unos días nuestro hijo se pondrá mejor.

Así lo hicieron durante un mes y medio. La cabeza Ulises ya no se veía tan hiperbólica. Con el paso de las noches fue tomando el tamaño natural y su cuerpo comenzó a revitalizarse con la fuerza de la infancia. En menos de tres meses ya habían terminado de desleerle la novela. Sin embargo una mañana, antes de desayunar, Nicanor le habló a su hijo para que bajara al comedor. Minerva aún estaba en cama porque todo lo que había pasado le había recordado a su hija muerta. Comenzó a sentir de nuevo la tristura de su pasado y fue irrefrenable no verla llorar por las noches y despertarse agitada por el tormento de una pesadilla.

A pesar de que los progenitores habían luchado contra los deseos de su hijo, el amor por los libros no se lo quitaron. Al contrario. Sentía el deseo de tener nuevamente en sus manos aquella novela, abrir las páginas y oler las hojas y recordar aquellas voces lejanas. Aunque los problemas en la casa iban disminuyendo, la depresión de Minerva se convirtió en un quehacer casi doméstico. Su esposo trataba de animarla, de hacerla feliz, sabiendo que corría el riesgo de volverse loco; hasta una mañana en que Minerva ya no salió de su habitación durante un par de días y lo único que comía era una rebanada de pan tostado con té de manzanilla.

Después de que los padres olvidaron un poco aquel acontecimiento, el niño tomó del estante la novela y se dispuso a leerla en toda la noche, sin ápice de sueño. Cuando dieron las tres de la mañana, el zumbido azul de la mosca lo interrumpió, porque ahora no sólo era una, sino un enjambre de avioncitos de guerra que revoloteaban sobre la perilla de la puerta del armario. Tenía tiempo que no escuchaba el zumbido de la mosca ni los murmullos en la habitación. Cuando se levantó de la cama para guardar la novela en un cajón de la cómoda, escuchó un grito como de lobo detrás de la puerta del armario; y él también, asustado, le gritó a su padre. Abrumado por el chillante grito, Nicanor despertó oprimido y buscó en el calor de las sábanas a Minerva; pero al no encontrarla, se dirigió a la habitación de su hijo.

—¿Qué ocurre, hijo? —el niño se volvió a tapar con la sábana de pies a cabeza. Estaba desconcertado.

—El ruido, papá. Ahí, en el armario —señaló con su dedo índice la dirección del ruido. Nicanor estaba aún más ofuscado porque por primera vez escuchaba el ruido que atravesaba la madera y la puerta del armario.

—Ya te dije que no hay nadie —sabía que no podía engañarse a sí mismo. —Abriré la puerta —caminó con paso inseguro y miró las moscas que volaban incesantemente, con un zumbido cortante, filoso, que sacudía los nervios y penetraba hasta hacer vibrar los filamentos más recónditos del cuerpo.

 

 

***

 

 

Ahora, cansada de la rutina que me atormentaba, también yo escuché el zumbido de la mosca. Y sentí el crujir de la madera del piso. Sentí los pasos de alguien que se acercaba. Lento. Yo no quería que mi hijo sufriera como yo; pero al pensarlo tapado de pies a cabeza, con los ojos apretados, sentí una culpa que aún no me puedo quitar. Los pasos se sentían cada vez más cerca. Cuando por fin se detuvo el crujir del piso, la perilla de la puerta del armario giró lentamente, produciendo un chasquido tenue, y poco a poco se fue abriendo hasta que sentí la mirada de mi esposo, y fue ahí cuando comprendió por qué había despertado solo y por qué los ruidos en el armario habían vuelto de nuevo, y yo también comprendí por qué en aquel accidente en que perdí a mi familia yo era la única que se había quedado con la mirada en las pupilas, y era porque justo en este momento me tocaba perderla y olvidarme por fin de aquellos ruidos que me hacían sentir culpable.

 

 

 

 

Luis Ricardo Palma de Jesús, escritor.
Luis Ricardo Palma de Jesús, escritor.

Luis Ricardo Palma de Jesús (Acapulco, 1990)

Es licenciado en Literatura Hispanoamericana y Maestro en Humanidades por la Universidad Autónoma de Guerrero. Inició su formación con el taller impartido por Patricia Laurent Kullick. Obtuvo el Premio Estatal al Tercer Lugar de Ensayo organizado por CONACYT (2014), el XVIII Premio Estatal de Cuento y Poesía María Luisa Ocampo (2016) y ganador del Programa Editorial de la Secultura con el libro de cuentos Las maneras de conjugar la muerte (2017). Ha sido corrector de estilo en la Revista de Humanidades de Rojo Siena Editorial y ha publicado cuentos en las revistas Revolución, Revista Asalto y Círculo de poesía y el libro de cuentos El sueño que no era, editorial Praxis. Becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico de Guerrero (PECDAG, 2015) y del Programa Los signos en rotación dentro del Festival Cultural Interfaz 2017.