Pornstar Tecnicolor
El sexo no se analiza, de lo contrario terminarás odiándolo, tal como me pasó a mí. Yo soy Glandote V, ni más ni menos que el célebre actor porno.
Aquella noche llevaba varias noches sin dormir, analizando la decisión que iba a tomar: abandonar la industria.
Le marqué a Rex, mi director favorito, para contarle lo que pasaba por mi cabeza y él rechazó mi retiro tajantemente.
—No te entiendo —dijo Rex.
Habló con aires de maestro y aseguró que yo pensaba así debido a la falta de sueño.
—Duerme un poco, ya se te pasará.
Eso no sucedió, al contrario, cada día me sentía más decidido.
Llevo una década en la industria y apenas me di cuenta de lo tedioso que es todo esto. Por más placentero que te parezca fornicar, no te imaginas lo que es echarte una treintena de coños cada semana. Coño tras coño, húmedos por igual, suaves y abrigadores como piel de osito, pero con una sensación de vacío. Es como probar un vino hecho sin uvas. Una playa sin arena. Una melodía sin música. Un texto sin pretensión. Un loop interminable de tetas.
—¿Es definitivo? —preguntó Kike Strada, el último productor con el que trabajé.
—La grabación con Lady Lisboa será la última —le dije.
—¿Fue porque Irene se cagó en el anal? —preguntó refiriéndose a una de las pelis anteriores.
—Me encanta que me defequen, y lo sabes, es solo que acabo de tener una revelación.
Traté de ordenar mis ideas por un momento, antes de explicarle el origen.
—Todo comenzó en la fiesta de Gastón. Me invitó a su aniversario de bodas y llegué puntual a la cita. Me hizo esperar un rato hasta que bajó las escaleras acompañado de Ximena. Ella lucía radiante y Gastón me dijo que los invitados llegarían después, así que procedimos a beber coñac en la sala. Ambos comenzaron a hablar de la importancia de la familia y expresaron sus deseos de tener un hijo. Eso me conmovió, ¿sabes?
—¿Fue culpa de Gastón?
—Ellos me preguntaron qué significaba para mí el amor. Y cuando estuve a punto de responder, dos mujeres negras entraron a la estancia.
—¿Y qué sucedió?
—Se acercaron a la mesa gateando, me abrieron el cierre y empezaron a chupármela. Así, sin más. Ni si quiera me había terminado la crema de zanahorias.
—¿Por qué te indignas, Glandote? ¡Suena genial!
—Porque estaba teniendo una conversación. Es complicado tener una conversación en estos tiempos.
—Bueno, ¿y qué pasó después?
—Vaya, lo de siempre. De pronto la casa se fue llenando de personas, las personas se fueron llenando de alcohol y el patio se fue llenando de sexo. ¡Gastón y Ximena participaban en una orgía! ¡Justo después de hablar de la familia!
—¿Por qué Gastón no me invitó?
—El punto es que cuando estuve ahí de pie, observando a la muchedumbre coger, noté que ni siquiera lo gozaban. ¿Te das cuenta? Vivimos bajo la cultura del sexo por imposición. Hay un deseo infundado detrás de todo esto. Y ahí permanecí, viendo a cincuenta personas follándose unos a otros, como quien se da la mano en plena misa. El sexo mecánico, gemidos de humo. Ximena terminó de coger con su guardaespaldas y se acercó a mí. Sí, Ximena, la esposa de Gastón. “Quiero sentir el pito más famoso del porno” me dijo, y restregaba su coño en mi regazo. Lo frotaba como si fuera lámpara. “Quiero que me folles, y mientras lo haces, dime Gime” dijo Ximena, “dime Gime” dijo Ximena.
—¿No te cogiste a Ximena, pelmazo?
—Observar a tanto zombie me dio mucho asco. Comprendí que era alérgico a la enajenación y todo comenzó a dar vueltas. De pronto aventé a Ximena a un lado y me subí a vomitar. Al salir del baño me puse a ver los cuadros que había en el pasillo. Uno de ellos era El Beso de Gustav Klimt. Quedé absorto en la acción, en las dos figuras, en los múltiples colores. El tipo le está dando un beso en la mejilla, ni siquiera en las tetas. Ahí decidí que quiero eso, justamente quiero experimentar esa sensación. El placer de amar.
—Qué verga tan cursi tienes —dijo Kike, algo desesperado.
Ni Rex, ni Kike Strada y ninguna estrella porno iban a comprenderme jamás. Hoy en día las vaginas se abren como si tuvieran un sensor de movimiento, y es degradante. Entonces pensé que si me iba a unir a alguien, iba a procurar que las piezas encajaran en su totalidad. Una adhesión que excluía los genitales. Quería unirme a alguien, eso que llaman amor.
Lady Lisboa
Lady Lisboa es una mujer bellísima, no por nada fue la novata del año en los premios Cojonnes de Oro. Es pequeña, con más nalga que senos, y un voluminoso cabello quebrado que cae sobre toda su espalda. Las tres características que la habían catapultado eran: su aire infantil, sus nalgas de fuego y su especial técnica para follar.
Se trataba de la primera y última vez que compartimos una película. Y semanas antes, como todo un profesional, yo había estudiado sus videos minuciosamente, con el fin de realizar un mejor desempeño.
La película en cuestión era Sexcuestro Express. ¿La historia? Un empresario era sorprendido fuera de su oficina y privado de su libertad por cuatro individuos, uno de ellos era Lady Lisboa, una delincuente juvenil cuyo cometido era cogerse a sus víctimas en la casa de seguridad.
Lady Lisboa llegó a mi camerino diez minutos antes de rodar. Se puso a platicar conmigo mientras la maquillista me caracterizaba con moretones y heridas en la cara.
—Será un placer estar en la última película de Glandote IV —me dijo, un poco tímida.
—Me sorprendió tu talento cuando te vi en Falopio Indomable —le respondí, mirándola a través del espejo.
La maquillista terminó su trabajo y salió, dejándonos solos a Lady Lisboa y a mí. Ella me dijo, después de una pausa:
—¿Por qué se retira, señor Glandote?
—Es difícil de explicar.
Se aproximó a mí, arrastrando su silla.
—Después de coger conmigo se arrepentirá. Tengo el coño más exquisito del continente.
Entonces abrió sus piernas, sujetó mi mano y la llevó a su vagina. Sentí una humedad que rayaba en lo viscoso, una excitación fuera de lugar. Toqué el timbre durante cinco segundos y me detuve, antes de que me diera la bienvenida.
—Llegó la hora de grabar —le dije.
Arribé al foro con un sentimiento de nostalgia. Vi las cámaras, al staff, a los dildos y me dieron ganas de llorar. Rex llegó enseguida y me acompañó al escenario, dándome instrucciones histriónicas, y me parece que citó a Bresson en una de ellas. Después llegó Lady Lisboa y se puso a tararear como una niña, haciendo tiempo en lo que me amarraban a la cama de un cuartucho. Alistaron las luces, acomodaron la cámara en el dolly y Rex gritó: ¡acción!
Comencé la escena aparentando estar dormido, con todo y las ataduras. En ese momento se abrió la puerta y escuché los tacones de Lady Lisboa acercándose hacia mí. Me quitó la venda de los ojos y lo primero que vi fueron sus senos, bajo una lencería transparente. Mi erección fue inmediata. Lady Lisboa me quitó la mordaza en un solo movimiento.
—¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Estoy sexcuestrado! —grité.
—Sigue gritando y te taparé la boca, niño malo —dijo ella, con un tono juguetón.
—¡Me van a matar! ¡Ayúdenme! —proseguí.
—¡Te lo dije!
Y en vez de utilizar la mordaza otra vez, se puso de cuclillas sobre mi cara y dejó caer su coño en mi boca. Uno de los camarógrafos se puso en el suelo para hacer una toma contrapicada. Mi lengua se asomó y comenzó la tradicional primer etapa: la oral. Sentí la vagina de Lady Lisboa tallarse de adelante hacia atrás. Era suave, húmeda, tibia y olía a durazno. Ella dominaba la situación. Se movía en círculos, de izquierda a derecha o arriba hacia abajo, incluso, hubo momentos en los que mi nariz se introdujo en ella.
Lo que me gustaba de Lady Lisboa es que sus gemidos eran queditos.
Después de diez minutos en los que me la devoré, ella procedió a quitarme los zapatos y el pantalón. De golpe sentí que mi glande tocó las paredes de su garganta. Y lo que comenzó como una felación común y corriente, terminó siendo fenomenal gracias a su ya conocida técnica: el terremoto, que consiste en sacudir su cabeza de izquierda a derecha velozmente, mientras engulle el pene en su totalidad, y finalmente, los testículos. Todo esto a una magnitud de 7.8 grados Richter.
La crítica afirma que lo que pasó enseguida fue una excelsa muestra de improvisación.
El libreto indicaba claramente que Lady Lisboa me insertaría el cañón de una pistola calibre 32 en el recto. Pero no lo permití. Una fuerza descomunal se apoderó de mí y logré romper los amarres que me sujetaban las muñecas. Le quité el arma de un manotazo y los papeles se invirtieron. Ante tal proeza, Rex le indicó a los camarógrafos seguir grabando. Una de mis manos presionaba el cuello de Lady Lisboa mientras la otra empujaba la pistola, poco a poco, hasta el fondo de su vagina.
—En cuanto jale el gatillo, dirás mi nombre —le dije a Lady Lisboa.
Y de pronto, sin avisar, la penetré con el arma una y otra vez mientras ella decía: Glandote, Glandote, Glandote, hasta desgañitarse. El diálogo del gatillo me valió la consagración, dicen por ahí.
Acto seguido, y con Lady Lisboa a mi merced, la arrojé al piso como si fuera una bolsa de desechos. Ahí, tirada en el suelo, abrí el compás de sus piernas al máximo para mojar mi verga. La sensación que me provocó estar en su interior fue la misma que siente un chiquillo al sumergir el dedo en un pastel de tres leches. La diferencia era que la leche estaba en mi chiquillo.
La copulación se prolongó por 40 minutos, logrando romper el récord de planosecuencias en una película porno. De estar vivo, Hitchcock lloraría al ver Sexcuestro Express.
Al final, Lady Lisboa eyaculó cinco veces. Yo ninguna.
Me puse de pie como quien se retira de un banquete insípido y abandoné el plató sin decir nada. Tuvieron que concluir el resto de las escenas con un doble que no dio el ancho, ni el largo, ni nada.
Oh my love
Demoré una semana para poder salir de mi departamento. Había demasiada melancolía en mi cuerpo. Mientras iba caminando al supermercado me sentí como futbolista retirado: ¿qué sigue? Yo no poseía otras habilidades que no fueran las de fornicar. Había nacido para eso. Recordé el momento que tomé la decisión de ser actor porno: la cena de navidad en casa de la tía Betty cuando era niño. Mis padres platicaban en la cocina justo cuando ella me abordó, en estado de ebriedad, diciéndome: no seas abogado como tu padre, no elijas ser aburrido y monocromático, sé muchos colores, sé un actor porno. Y cayó al suelo.
Gracias a ella omití los deseos ridículos y convencionales de todo niño, ser astronauta, policía y bombero. La pornografía me dio la oportunidad de tener las tres ocupaciones en distintas historias. Follé en la luna. Follé en una patrulla. Follé en un incendio. Follé en todas partes con todos los coños. Viví con la polla erecta, sin descanso.
Un poco más de 1200 películas hicieron que la gente me reconociera en la calle.
Estaba pidiendo jamón serrano en el área de carnes frías del supermercado cuando de pronto un puberto, una señora y un albañil me solicitaron autógrafos. Llegué al área de cajas y algo parecido se repitió en la fila. Cuando llegó mi turno, la cajera me dijo:
—¿Tiene tarjeta de puntos?
La indiferencia que mostró ante mi popularidad me enganchó. Me hizo los respectivos descuentos y en eso le sugerí que saliéramos.
—No suelo tener citas con los clientes, ¿qué tal si el gerente se entera?
—Puedo ser famoso, pero también discreto.
Nos citamos al día siguiente en un restaurante argentino. Comimos empanadas y chorizo. Ni siquiera el sabor percibí porque me había perdido en sus ojos verdes. Todo lo que la conformaba estaba fuera de pretensión. No maquillaje, no máscaras, un vestido sobrio que dejaba entrever una silueta delgada. Le pedí lo que muchos me habían pedido hasta ese momento: una selfie, y a donde quiera que iba, miraba la foto como cuando miré el cuadro de Klimt.
Pasó el tiempo, salimos y poco a poco la relación fue tomando forma. Las erecciones al despertar ya no eran de mi pene, sino de mi alma. Experimenté eso que les pasa a los enamorados cuando están acompañados de su musa, esa sensación de lejanía, de apartamiento de la realidad. Me estaba volviendo adicto a esos instantes metafísicos y deseaba con toda mi alma jamás perderlos, porque de perderlos me iba a perder. A donde fuéramos, y por más gente que hubiera alrededor, sólo existíamos ella, yo y un olor a vainilla. ¿De qué platicábamos? No importaba. Hablábamos de música y caricaturas. La pasábamos bien entre interrupciones cariñosas y te amos repentinos. No me había sucedido algo igual.
A los dos meses ya estábamos hablando de hijos, de formar una familia. Yo sonreía como un desquiciado al imaginarme con un pequeño niño colgado de mis hombros. El resultado del amor verdadero.
Justo una de esas noches, me invitó a subir a su departamento.
—Mi prima no está. Puedes subir y charlar un poco.
Muy en el fondo yo sabía a qué se refería con “puedes subir y charlar un poco”, ¿charlar de qué? Ya habíamos charlado suficiente. Después de tres meses de andar saliendo, eran razonables sus ganas de hacer el amor, sin embargo, para mí era un tema complicado. Imagínate. Había tenido una vida en que la fiesta y la cogedera no paraban. Justo lo que quería era estabilizarme, dejar que las cosas fluyeran, sin estropearlo. En ocasiones, los cuerpos estorban cuando se trata de amar. Ella, al parecer, no pensaba igual.
—Me gustaría, pero tengo cosas que hacer – Dije.
Pero cuando me di cuenta ya era demasiado tarde: estábamos la sala de su departamento. Ella puso una película cómica y se recargó en mi pecho. De golpe, el ritmo de mis latidos se aceleró. Olí su cabello, le di un beso en la frente. Yo estaba más concentrado en su presencia que en la película. Y justo cuando pensé que el sexo no tendría cabida, sentí su mano palpando mis testículos.
—¿Estás viendo si tengo tumores? —le pregunté.
Ella me respondió colocándose encima de mí. Una cascada de besos descendió, de mi cara hasta mi vientre. La caída vertiginosa hacia su cuerpo dio inicio. Sentí que las luces se apagaron y que el entorno se desvanecía. Me extravié en la oscuridad de otra dimensión, en el abismo de su ombligo. Y de cuando en cuando, entre todo ese intercambio de caricias, y gracias a una especie de luces estroboscópicas, lograba distinguir primero sus hombros, después un pezón, enseguida sus muslos. Estábamos construyendo nuestro propio planeta con la punta de los dedos. Yo tocaba sus rodillas y aparecía un arbusto, ella lamía mi pecho y surgía un olivo, yo contestaba con una planicie en su espalda, ella me hacía un lago en la boca. Girábamos en torno al otro. ¿Quién orbitaba a quién? Pregunta sin respuesta. Pero entonces, y luego entonces, sin embargo a propósito cuando las palabras en una oración del texto sucumben a la catástrofe de unos dedos frenéticos, que es cuando el escritor visualiza dicho encuentro y se desquicia, poniendo la palabra BOTICARIO en la mitad del párrafo, y que aparentemente nada tiene sentido, y que estoy a punto de desfallecer, es cuando entonces, después de la locura intempestiva, que digo, que la gravedad de nuestros genitales nos atrapó con una fuerza oculta. Quedamos enganchados uno al otro, abriendo la puerta de la inmortalidad. Cuando eso sucedió, la oscuridad se volvió tecnicolor, y el azul y el naranja y el verde eran tan palpables como la letra de Oh my love de John Lennon. Me metía y me salía de su vagina y sentí cómo I see the wind, I see the trees, everything is clear in my heart golpeaba mi cara.
—Es hora de que te vayas —me dijo en cuanto se vino.
—¿Perdón? —le pregunté, con la voz de alguien que acaba de resucitar.
—Yo sólo quería coger con Glandote V, sorry.
—¿Todo este tiempo supiste que yo era actor porno?
—Desde siempre. Tenía que hacerme la desentendida. De otra forma no habría montado esta suculenta verga.
Me sacudió el pene como si éste fuera un juguete y se puso de pie, reacomodándose el sostén.
—¿Jugaste conmigo todo este tiempo? Pensé que… yo estoy dispuesto a morir por ti, ¿cómo fuiste capaz? —le dije, siguiéndola a la cocina.
—No pensé que te afectaría tanto. Yo sólo quería coger con el protagonista de Sexcuestro Express.
—¿No pensaste que me afectaría tanto? ¿Qué esperabas?
—Esperaba que me dijeras tu línea del gatillo, y nunca sucedió. Relájate, por Dios.
Sé muchos colores
Hacía mucho tiempo que no veía la televisión. No recordaba lo doloroso que era verla. Estaban transmitiendo una carrera de botargas, pero mi mente divagaba. No tenía empleo. No tenía mujer. No y no. Me preparé un café y me acerqué a la ventana: vi a esa gente, la gente gris, presa de sus deberes. ¿En verdad quería ser parte de ellos? Mi finiquito no iba a durar toda la vida y tarde o temprano me vería encerrado en una oficina, capturando datos, elaborando reportes o vendiendo tarjetas de crédito. Pensé: eso no es vivir, vivir es otra cosa. Si tan sólo supiera… sin embargo, mi decisión estaba intacta: abandonar la pornografía era lo mejor que había hecho. Ahora tendría tiempo de resolver el rompecabezas de 34 años. Comenzar por los bordes y terminar en la sonrisa. ¿Pero cómo puede uno terminar sonriendo si allá fuera sólo hay gente gris? Con mucho esfuerzo lograba ordenar mi clóset; no me imaginaba lo que me costaría ordenar mi vida.
Seguí observando a los peatones y noté a una pareja de adolescentes recargados en un puente. Recordé la prepa y me dieron ganas de retornar a ella. Tendría la oportunidad de volver a comenzar. Renunciar a ciertas personas, enfocarme en otros asuntos, en ciertos lugares. Convencer a las personas de desprenderse de lo material, y dejar de tratar al amor como producto de uso común. El amor como un jabón. El amor como un sofá. El amor como una leche descremada.
La metafísica estaba haciendo de la suyas otra vez y salí a dar una caminata para despejar mi mente. Crucé la plazoleta y caminé muchas cuadras, hasta que, inexplicablemente, llegué a la entrada del cementerio. Si fui a parar ahí fue porque el destino así lo quiso. Entré con la mente fija en la tumba de una persona, la causante de todo esto:
Beatriz Escandón Lizárraga
1969-1651
La fecha de la lápida de mi tía Betty no tenía sentido, un reflejo de su propia vida. Había muerto de cirrosis.
¿Por qué, entre todas las posibilidades, la tía Betty me propuso la pornografía? Debería estar penado que los borrachos se acerquen a los niños, sin importar que tengan relación sanguínea.
—Aún así te lo agradezco, he aprendido tanto de la vida —le dije en su tumba.
Miré al cielo y me pareció que las nubes formaban su rostro. Fue un momento mágico, sobre todo porque estaba solo entre los muertos.
Han pasado dos días desde que entré a dicho cementerio, y desde entonces no he salido de ahí. No he parado de masturbarme compulsivamente sobre el epitafio de mi tía, una y otra vez, sin descanso, como el pornstar que algún día fui. ¿Cuándo me detendré? Es difícil saberlo. De lo único que estoy seguro es de que soy una persona de muchos colores, tal como mi tía lo quiso.
Ahora los dos estamos en la gloria, en la gloria del semen-terio.
Fabián Aguirre. Copywriter de profesión y narrador de corazón, nacido en Acapulco Guerrero. Su formación audiovisual (CAAV - Guadalajara) y publicitaria (Brother - Buenos Aires) han sido base importante para su desarrollo profesional, pero también en el ámbito literario ya que ha participado en eventos como Barco de Libros (Acapulco) y Feria del Libro de la UAM (Iztapalapa) leyendo sus relatos y cuentos cortos.
Imagen de portada: fragmento de Orgy por Malika Favre